Agujero negro.
Habrá de venir un día
que el sol devore a la Tierra
y al resto de sus planetas
en un giro de exterminio.
Después silencio absoluto.
El inmenso firmamento
seguirá con sus estrellas,
con sus soles y cometas
flotando en la inmensidad.
¿Latirán más corazones
en lugares ignorados
y algún insomne poeta
escribirá madrigales
a alguna dama soñada.
a la luz de alguna luna
que tenga brillo de plata ?
¡Es tan grande el Universo!
¿Qué quedará de la Tierra?
Será una mancha en el cielo
y en su lugar, negro olvido
por los siglos de los siglos.
¿Dónde irán mis sentimientos?
¿Quedará de pasión algún vestigio,
un querer, un dolor, algún suspiro,
el jadeo gozoso de un amor?
Sólo el tiempo lo sabe
y la mano que mueve sus manillas
si es que hay.
En la cola de un cometa
viajará guarecida una semilla.
De allí surgirá otra vez
a la luz y al calor de un nuevo sol,
el germen de otro ciclo de la vida.
El “machacaó”
Después del aporreo vertiginoso de estos días sobre el sufrido fondo del mortero, descansa su redonda corpulencia al final del cajón. Sus porrudas fauces conservan aún olores de ajos, pimientas, comino y nuez moscada. Apurados los restos de las cercanas bacanales, cuando se remanse el tiempo en la rutina, y a media mañana o a la caída de la tarde el apetito cosquillee en mi estómago y abra el cajón del aparador, buscando el reconfortante alivio en el resto tortilla de la noche anterior o en la chacina fresca para calmar las urgentes embestidas del hambre, mi deseo es que detenga su marcha hacia mi con algunos de los obstáculos citados. Por el contrario, si desciende a tumba abierta por la pista solitaria del cajón y se estrella ruidoso contra el borde cercano a mi mano me estará confirmando la carencia de viandas en la despensa alimenticia y se agravará la espera hasta la hora del almuerzo o de la cena con la rebelión sonora de las tripas.
Compran oro.
Cuando yo era niño venían de Zafra los Doblas comprando oro por las casas de mi pueblo. Eran malos tiempos todavía y el oro una inversión segura para el futuro. Había pocos que pudieran comprarlo y muchos los que tuvieron necesidad de vender. Las familias no solo se desprendían del anillo o la pulsera, también se iban, vestidos de amarillo, jirones de sentimientos.
Entonces no había televisión y los dos o tres periódicos que llegaban al pueblo lo hacían con días de retraso a casas de algunas familias pudientes.
Las consecuencias de la mala situación económica no se avisaban ni se divulgaban en los medios de comunicación. Se manifestaban en remiendos y zurcidos y en la privación de gastos que no fuesen los estrictamente necesarios. No ponían octavillas en las puertas anunciando recogida de ropa usada para el lunes porque cuando se desechaba una prenda sólo servía para trapo del “sacuidor”.
Han vuelto los compradores de oro. Planean con vuelo sostenido, sus sombras se proyectan amenazantes sobre nuestras cabezas. Los políticos y financieros con el altavoz de los medios de difusión han conseguido meternos el miedo en el cuerpo. Por eso, como corderos, no respondemos a los golpes. Callamos y miramos a nuestro matarife con ojos enormemente abiertos, suplicando al menos clemencia en el sacrificio.
La taberna.
Había una taberna que parecía sacada de un dibujo de almanaque. El dueño tenía la nariz aporrillada y recorrida por hilillos violetas que se asemejaban al mapa de cualquier confederación hidrográfica.
No existía entonces agua corriente y la limpieza de la escasa loza se hacía en un lebrillo con agua de pozo que se echaba por la mañana y se cambiaba al día siguiente. Los restos del vino que quedaban en los vasos después de la última ronda se vaciaban en una cuba.
La iluminación del local procedía de una bombilla de no más de cuarenta vatios colgada del techo de un cordón trenzado que un día fue blanco y que se había ido poblando de motitas negras y tono amarillento con el paso del tiempo, provenientes de cagadas de moscas y del humo del tabaco.
A pesar de lo inhóspito del sitio se creaba allí un intimista ambiente de arrabal argentino y tango despechado que hacía sentirse a los tabernarios a gusto para la confidencia.
Al compás que se vaciaban vasos de vino en los gaznates sedientos de los asiduos clientes nocturnos afloraban a sus conversaciones evocaciones teñidas de deseos insatisfechos y de quejas que nadie atendía. La fantasía llamaba a los duendes del alcohol para que pintaran de rosa los oscuros trazos de la realidad y presentasen como consumados sucesos que sólo existieron en lo más recóndito de sus subconscientes.
Calentados por el vino, comenzaban a extender sus almas descarnadas sobre el mostrador. El tabernero, por no entrometerse en las conversaciones, canturreaba por detrás de la barra limpiando a rosca los vasos con un paño de color indeterminado.
A altas horas, cuando la noche subía al nido del sueño, se asomaba a la puerta y pronunciaba una frase ritual: “Paris duerme”, y cerraba por dentro para no molestar con las altisonantes conversaciones el descanso del vecindario que moraba en aquella zona del pueblo. Se hablaba de todo.La mayor parte de las veces atropelladamente y cortándose unos a otros en las réplicas. Cuando se lanzaban afirmaciones comprometidas el exponente de turno se dirigía al tabernero buscando alguna forma de complicidad o asentimiento a sus aseveraciones. Otras veces, el que hablaba miraba en derredor por si hubiese oídos escuchando, cuando eran ellos hacía tiempo los únicos que permanecían en el local. El tabernero de la tasca tenía como latiguillo una frase cuando escuchaba intimidades familiares comprometidas: “Lo que tapan las tejas”.
Algunas noches, si la clientela era de los incondicionales, se unía él a beber con el grupo y ponía su vaso, que hasta ese momento lo tenía en la parte baja de la barra, junto a los demás. Esas noches el desmadre alcohólico se prolongaba hasta poco antes de la amanecida, después de haber asentado los axiomas y teoremas que mueven e impulsan el devenir de la humanidad.
Para salir del establecimiento el tabernero hacía de escudero y asomaba la cabeza a la fría oscuridad para comprobar si había moros en la costa, comprobado lo cual, ordenaba la salida en imposible fila india para posteriormente dirigirse cada uno a sus casas respectivas, no sin ultimar algunos flecos inconclusos de los debates en la calle y no sin dejar en la retirada regueros sinuosos de meadas sobre el suelo.
Muerte pobre.
Murió el padre de una tristeza amarga,
de un vacío de cueva succionada
por el hondo suspiro de la hiel.
La herencia que a su hijo le dejaba:
los honrados sudores de su piel
y unas manos frías y encallecidas.
Tras años enterrando las semillas
por los surcos del aire, se perdieron
los frutos de la siega y las gavillas.
No hay más rentas anotadas en su haber.
En el lecho de muerte su mirada
expresaba la cruel desolación
de una vida sin nada que ofrecer.
Y si no fuese poca su desdicha
con el último aliento de su voz
y la angustia de verse fenecer
imploraba y pedía la absolución
temeroso de ver a Lucifer
por pecados que nunca cometió.
Las esquelas
Las esquelas son las tarjetas de visita de los deudos. Dado el precio de su inserción en los periódicos publicarla da categoría y relevancia social y no hay familia pudiente o de abolengo que se precie que no deje constancia del óbito del finado en papel prensa. A más tamaño, más grandeza. Si a esto se añaden apellidos unidos con conjunciones copulativas, guiones y preposiciones, y se completa el currículo con cruces y bandas terciadas ganadas en vida, el lustre se aviva para que amigos y conocidos sepan las condecoraciones que colgaban sobre el putrefacto pecho del difunto y que ahora con la esquela servirán para realzar el ego de la sobreviviente parentela. Sirven también para que el curioso lector deduzca desavenencias entre la relación de afectados por la desaparición. Omisiones clamorosas y listado aparte en otra esquela nos muestran fracturas familiares que el desaparecido no pudo evitar o quizás provocó.
Conocí en los años setenta a un humilde guardia de asalto jubilado que estuvo ahorrando durante los últimos años de su vida para que la viuda pusiera una esquela en el HOY cuando él falleciera. Quería que su anónima vida tuviese al menos un atisbo de alcurnia impresa, que a él le faltó en vida y que sirviera para enorgullecer a su familia ante amigos y conocidos.
Por imperativo legal
Las leyes nos otorgan a los ciudadanos derechos y nos imponen obligaciones. Cuando actuamos en cualquier ámbito de la vida nos atenemos a esas prerrogativas y limitaciones.
No es necesario ir diciendo cada vez que hago explicita una decisión que lo hago porque la ley me lo permite. Si voy a la tienda a comprar el pan no es necesario que le diga al tendero: “Tenga usted un euro con veinte céntimos porque así está estipulado en el Código Civil en los artículos que regulan la compraventa”.
Cuando el oficiante pregunta a los contrayentes que si quieren por esposa o esposo a la pareja que tiene al lado, estos responden: “Sí quiero” sin añadir la coletilla de que porque así está regulado en la normativa sobre contratos matrimoniales.
Imaginemos la cara del tendero si al comprador se le ocurriera añadir “Tenga usted un euro veinte por imperativo legal” y la cara de la pareja, de los suegros y demás allegados si a uno de los contrayentes se le ocurriera decir: “Sí quiero, por imperativo legal”.
Naturalmente, porque así lo regula la normativa, hay que hacerlo de esa determinada forma y no hace falta decirlo. Pero si el que compró el pan y los que contraen matrimonio lo que quieren decir con esa coletilla es que lo hacen obligados porque no les queda otro remedio, pues compre usted piquitos o rejúntense si les conviene más.
Plegaria para estos días
En estas fechas líbrame, señor, de empalagosas y melifluas felicitaciones. Que las que reciba lo sean de corazón.
Dame un lote de parabienes limitado y censado con el fin de transmitirlos a mis íntimos y evitar que me convierta en un zombi programado y autómata de tópica fraseología.
Líbrame de cenas pantagruélicas a dos carrillos que me pongan al borde de la indigestión.
Aparta de mí las caras de bondad navideña de lego en vísperas de profesar.
Sácame de la vorágine de Nochevieja por la puerta trasera de la discreción para evitar que me divierta por imperativo legal sin que sea esa mi intención.
Átame la billetera con resistente goma, como hacían los mayorales en víspera de trato, para que en momento de debilidad no gaste lo que no puedo ni debo.
Aleja de la ventana de mi casa el estallido estruendoso de los petardos que desvelan mi sueño intempestivamente al poco de cogerlo.
Pon tu magnánima mano sobre mi cabeza para que el oropel y la fanfarria no alteren mi percepción de la realidad.
Si no fuera posible concederlas todas, permite al menos que salga de estas fiestas sin sufrir ningún desaguisado irreversible y las consecuencias sean leves y pasajeras. Es gracia que espero alcanzar de tu bondad e infinita misericordia.
(Repetir tres veces antes de acostarse durante una semana)
El llanto del ajuste
Fotografía de Juan Sevilla
http://www.flickr.com/photos/juaninda/
La titular de Trabajo italiana, Elsa Fornero, se ha roto en llanto al presentar el plan de ajuste de su gobierno. Esa acción, que al menos demuestra sensibilidad social, debe causar a sus conciudadanos el mismo efecto que a los viajeros de un avión ver salir a la azafata de la cabina de mando dando gritos.
Echaremos las barbas a remojar porque aquí podemos correr parecida suerte. Teniendo en cuenta que nuestros políticos, banqueros y demás especímenes de caraduras y arrimados no van en el mismo barco que nosotros, por blindajes, cursos acelerados de cotización y sustracciones varias, será la sufrida infantería la que apechugue con los costos de esta acerba crisis.
Ese dinero invisible que se mueve diariamente de sitio con órdenes electrónicas de compra-venta nos puede arruinar aun más sin que nos enteremos de que es nuestro sudor el que se evapora vía electrónica; movimientos de capitales con sombrilla y hamacas que buscan el refugio seguro de paradisíacas playas fiscales. El otro, el del empleado, el artesano, el tendero, el pequeño empresario, el que se cuenta a final de mes euro a euro y se guarda como tesoro, apreciando lo que cuesta ganarlo, no es responsable los desaguisados económicos actuales. La España del cincel y de la maza, expresión de D. Antonio Machado, no es culpable de la impericia de los timoneles ni de la avaricia de los desalmados.