Los poderes básicos del Estado son el legislativo, el ejecutivo y el judicial, con funciones separadas, según expuso Montesquieu en “El espíritu de las Leyes”. Esta teoría ha estado sujeta a interpretaciones diversas por el peso del poder ejecutivo en la maquinaria del Estado, hasta llegar a proclamar algunos la defunción de la doctrina del pensador francés. Los límites imprecisos de estos poderes hace que se confundan a los ojos de los ciudadanos por existir intereses entrecruzados entre ellos.
A los medios de comunicación social por su poder para crear opinión se les ha considerado tradicionalmente como un cuarto poder. A esta situación han venido a agregarse actualmente las redes sociales, que incrementan día tras día su influencia en quienes tienen que tomar decisiones.
Estos dos últimos poderes oficiosos han sido determinantes para que salgan a la luz pública casos de corrupción en todas las instancias del Estado y han presionado a los llamados poderes oficiales para que actúen. Casos como la dimisión forzada del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, señor Divar, o la imputación del señor Urdangarín en el caso Nóos probablemente no hubiesen tenido ese final sin la actividad de estos dos medios. Quede a salvo el recto proceder de personas que desde diversos puestos oficiales cumplen con sus obligaciones.
Y acabo como termina el catecismo cuando dice que los diez mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. En el caso que nos ocupa, todos estos poderes, oficiales y oficiosos, se encierran en uno sólo: el poder del dinero.