Después de treinta y seis años me he vuelto a encontrar con Teresa. Sigue tan bella, tan entregada, tan ingenua, tan rebelde, tan enamorada y fantástica como siempre. Hemos recorrido velozmente con su “Floride” blanco las calles del monte Carmelo. Hemos tomado copas en el bar “Delicias”, paseado entre confetis y serpentinas una noche de finales de septiembre bajo un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos. He admirado sus hombros desnudos y su bella melena rubia.
La he reencarnado con tanta intensidad que he necesitado decirme a mí mismo varias veces que es sólo una invención de Marsé. No he podido convencerme. La desazón de una despedida sin abrazos ha quedado a mitad de camino entre la quimera y el deseo.