Noche estrellada

 

Julio se nos presenta en la campiña con envoltorio de rastrojos y manantiales en retroceso en su interior. La luz del sol, en las paredes encaladas de nuestros pueblos blancos, ciega a quien la mira. Hay huellas secas de carros y labriegos que traen las mieses de los campos de labor hasta las eras por los caminos del sudor y la fatiga. A lo lejos, espejismos de llamas temblorosas que brotan de la tierra. El aire se va haciendo denso y desploma su pesadez en las solanas. 

Por los campos se escuchan cantes de trilla y de siega con cadencias de expresivos silencios. Un remolino inesperado, que al poco desaparece, levanta espirales de polvo y espinos secos. Al mediodía, con el sol en lo alto, llega al agua del pozo un haz de luz, que muestra fugazmente el brillo de las escamas de unos peces y las rocas del fondo.

Cuando la tarde alarga las sombras es hora de buscar los oasis de frescor en las huertas y las norias. Los cangilones suben el agua hasta la superficie y la reparten por acequias, surcos y canteros.

Son recuerdos de veranos pasados. Después vinieron otros, pero, como las golondrinas del poema de Bécquer, aquellos nuestros, cuando creímos que el mundo giraba alrededor nuestro, no volvieron.

Esta estación veraniega nos ofrece también la posibilidad de contemplar el misterio insondable del cielo estrellado.

Arriba sigue la franja del Camino de Santiago por donde fuimos descubriendo las constelaciones que forman las estrellas: escorpiones, dragones, osos, peces, toros…, pero sus guiños ya no son cómplices de secretos que entonces compartimos.  Hoy, en esta hora de volver a los recuerdos, como en el tango de Gardel, nos miran a nuestro paso burlonas e indiferentes.

Conviene observar el cielo para darnos cuenta de lo insignificantes que somos y la importancia que nos damos.  Nos brinda la oportunidad de pensar sobre el sentido de la vida y sobre la función que desempeñamos en el engranaje de la naturaleza.

Echo de menos aquellas noches de mi infancia tendido en la era, cuando el relente se posaba sobre nuestros cuerpos. Empecé por entonces a sorprenderme de la grandeza  del universo y a hacerme preguntas a las que no he logrado encontrar respuestas todavía.

Una de aquellas madrugadas un suave vientecillo levantó fragancias en la vega del río. La luz de la luna destacaba difusos caminos en la llanura y entre los olivares.  Cantaban los grillos y las ranas. 

Estuvimos mucho tiempo sin hablar.  Nuestros corazones latían como dos piezas más en la armonía universal. Nos sentíamos parte integrante de la inmensidad del cosmos.

Deseé que nunca terminara aquel momento, aquella sensación inabarcable de dicha y de paz.

Volvimos por una vereda sin límites claros todavía. Empezaba el alba a dibujar con tonos rosas el tapiz del saliente y las hojas de los chopos se desperezaban con la brisa de la amanecida.

La vida es un paréntesis

 

  

Cada vida cabe dentro de un paréntesis.

Alas de mariposas

que guardan dentro penas y alegrías.

Ni la puerta que abre

ni la que cierra

dependen de nosotros.

Los suicidas usan

una llave robada a la esperanza

y se van dando un portazo.

La mayoría espera al cerrajero,

insobornable y caprichoso;

necesario a veces.

Una vez completado el ciclo,

vuelan libres las alas,

enjambres de paréntesis vacíos,

por todo el universo.

Provocan apacible brisa

o irascibles vendavales.

¿Por qué se enfadan?

¿Por qué nos acarician?

Quizás quieran decirnos algo

y no las entendemos.

 

 

 

 

 

Juan el del kiosco

Años después fue lo del kiosco,

pero esa historia tuvo unos comienzos.

Juan era el sacristán de la parroquia.

Como los estipendios

eran escasos, tuvo

que aguzar el ingenio.

Al edificio de la Acción Católica

acudíamos muchos

para ver la televisión

y se le ocurrió vender vasos

de gaseosas a peseta.

Para el verano adquirió una nevera

que le facilitó Guaditoca,

la que tenía el bar del Sindicato.

Era de esas que se les metía

una barra de hielo dentro

Para empezar aquel negocio,

me lo refirió él,

le pidió un préstamo de cinco duros

a Catalina, que era

la sobrina de don José, el cura.

Más adelante compró un frigorífico.

En el congelador hacía polos

en vasitos con gaseosa

y palillos de los dientes,

que le servían de soporte.

Después amplió la oferta

con helados y el ámbito

se extendió por las calles.

Yo tenía una bicicleta

y en el portamaletas

colocábamos la garapiñera.

Voceando el producto

y haciendo escala en las esquinas

recorríamos todo el pueblo.

A mí, por el servicio,

me invitaba a un helado.

Lo cuento para que se sepa,

para que las pavesas de los años

no cubran su recuerdo.

Y también como homenaje a Juan,

que fue un hombre bueno.

Vivimos por azar

Soy el eslabón de una cadena

iniciada al principio de los tiempos

por la casual unión de mis ancestros,

ligados unos a otros en secuencias.

Yo no hubiese arribado a esta ribera

con otros diferentes casamientos,

pues solo de esos cruces estoy hecho

y un trueque anularía mi existencia.

Como todos, procedo de la mezcla

de unos espermas y óvulos concretos.

Un cambio solo y yo no hubiese sido

ni estaría escribiendo este poema.

Por contra, otros, no han llegado al sido

por no haber cruces para tantas velas.

Quedaron en potencia,

en posibilidades incumplidas,

que no tuvo a bien cruzar la vida.

Galgueros

Va el galguero viejo con precavido andar,

vista larga y paso corto,

surco a surco,

palmo a palmo del terreno

con niebla, lluvia o el tibio sol

de las mañanas otoñales.

Salta la liebre, como siempre,

cuando menos se la espera.

A su voz, salen los galgos tras  ella.

Quiebros, recortes, zigzagueos…

por campiñas, dehesas y olivares…

Busca instintivamente el perdedero

entre los juncos que hay en la ribera.

Desde un otero,

la mano en la frente por visera,

el galguero contempla

los lances de la rápida carrera.

(A todos los galgueros y especialmente a Pepe, padre de mi amigo Manuel)

Vergüenza y dinero

Un señor, que tal nombre no merece,

supone que el dinero que ha ganado

de manera abundante, es bien cierto,

atributo le da para el acoso.

Se dirige hacia mí con prepotencia,

reprochando conductas en cuestiones

de las que soy ajeno y no me importan,

como una obligación que yo tuviera,

y él, haciendo de buen samaritano,

(el que no lo conozca que lo compre)

me exige lo que no me corresponde.

Bien pudiera emplear esos caudales

en darse un buen repaso de garlopa

a ver si le aparece la vergüenza.

Intransigentes

Salgo para distraerme
echando un rato de charla
con todo aquel que se tercie,
 y tomar vinos o cañas.
Mas, ocurre algunas veces
que cuando regreso a casa
llevo la tensión a tope
y en la cabeza migraña.
Dios me libre del azote
de quienes solo ven claras
sus excluyentes razones,
pues con esos tarambanas,  
por mucho que yo repliegue,
conversar es cosa vana.

Dios

No sé si habrá Dios.
pero en el que de niño me inventaron,
no creo ni espero.
Ni en palomas que preñan
ni en infiernos que queman.
Lo de Eva y Adán
está ya demostrado.
¡Qué ingenuo lo de la manzana!
El que pudo evitarnos sufrimientos
no lo hizo, ¿por qué nos condenó
y tuvo que salvarnos
con una muerte cruenta
de un pecado que nunca cometimos?
Eso de Lucifer es otro cuento
para las noches de invierno.
¿Se queman los espíritus?
Los cuerpos permanecen en los nichos,
algunos infelices en cunetas.
Otros navegan río abajo
o quedan esparcidos por los campos.
La vida es el paréntesis
de la nada a la nada
y me muero porque me toca.
Y con eso termina nuestra historia.
El universo seguirá creando y destruyendo.
Misterio inalcanzable todavía.
En él está la explicación de todo.

Olvidos

El pozo de su memoria empezó a enturbiarse,
levemente al principio,
como si un pez removiera el fondo con su cola.
Una tenue bruma terrosa
se extendió por el agua.
– ¿Dónde coño habré puesto yo las gafas?
-No sé si me he tomado las pastillas.
Comenzó a escribir en un cuaderno
lo que quedaba por hacer y lo que había hecho
para poner freno al olvido.
Ayer, hoy y mañana
rompieron lindes y mezclaron horas.
Se perdía en las calles por las que anduvo siempre,
desorientado por la espesa niebla
que se había extendido por su mente.
Observaba las casas con ojos de asombro,
intentando encontrar la suya.
Un día un familiar halló el cuaderno
en el cajón de su mesilla
con un último apunte escrito:
El nombre de una calle, un número y un pueblo:
‘Mi casa, por si alguna vez me pierdo’.

Confieso que he vivido

(En recuerdo de Pablo Neruda)

La misión encomendada,

que solo era vivir,

está casi cumplida.

Espero que ese pico que me queda

sea de largo como lo tiene la cigüeña.

No me dieron cuaderno de bitácora para esta travesía,

así que obré como mis padres me enseñaron,

y un poco a mi manera,

saqué los pies fuera del tiesto.

¿Usted no ha roto nunca un plato?

Yo sí, casi una loza entera.

Me equivoqué a menudo,

otras veces, no tanto.

De nada sirve a estas alturas

decir si yo hubiera sabido…

Tampoco nos facilitaron

boleto de regreso

para volver sobre los pasos.

En la vida no hay moras verdes

que eliminen las manchas de las negras.

Eso  solo sucede

con las de la morera que está cerca del pozo.

Lo que en un momento es,

al poco ya ha cambiado.

El yerro permanece,

aunque intentes borrarlo o sobrescribas.

No nos vale el borrón y cuenta nueva.

Con errores y aciertos

forjamos el destino.

Atrás queda la estela que dejamos,

que como el humo blanco

de los aviones en el cielo,

desaparecerá

después de habernos muerto.