Contrabando

Aquella noche del tres de abril de 1970 disputaba José Manuel Ibar, ‘Urtain, en el Palacio de los Deportes de Madrid el título de campeón de Europa de los pesos pesados al alemán Peter Weiland. Un grupo de estudiantes de la residencia ‘Fátima’ decidimos ir a ver el combate por televisión a un bar de los alrededores. La residencia estaba ubicada en las traseras de la antigua central lechera, con cuyo rumrum nos acostábamos y nos levantábamos.

En la misma residencia preparaba don Julio Fernández Nieva una tesis doctoral con muchas madrugadas de estudio. Nuestros bares de referencia eran ‘La Toja’ y ‘Azcona’. Enfrente, pasando la carretera de Portugal, abrieron un local con luces sugerentes denominado ‘Pipo’s’.

En esta ocasión decidimos ampliar nuestro territorio y nos dirigimos a ver el combate a una calle que salía de la avenida de Elvas hacia abajo. Una tasca de vino blanco en botella, luz macilenta y mucho humo. Estaban de moda entonces unas gabardinas, estilo Colombo, color marfil con cinturón y doble fila de botones en la pechera. Tres de nosotros las llevábamos. Parecíamos un comando de detectives.  Entramos en el local, donde no habíamos estado nunca antes. Los presentes nos miraron sorprendidos. Algunos desaparecieron y otros cuchicheaban.  Con la pinta que llevábamos no les inspiramos mucha confianza. Después del sobresalto inicial y aclaradas nuestra procedencia e intenciones vimos el combate sin problemas. Urtain salió a hombros con su nuevo título y nosotros a pie con nuestras gabardinas y el vino blanco asomando rosado en las mejillas. 

Los estudiantes de la residencia cogíamos el autobús al lado del edificio de Obras Públicas. Observé más de una vez cómo subían mujeres con unos paquetes del tamaño de cajas de galletas y sin conocer nosotros otras circunstancias bajaban precipitadamente y abandonaban la mercancía. Unos señores que debían de ser policías de paisano subían y la requisaban. A mí me daban pena los últimos cabos de la organización.

 

 

 

 

 

 

 

 

Por entonces era raro que se fuera a Badajoz y no se comprara café portugués de estraperlo.  En la antigua estación de LEDA siempre había una mujer, resuelta y fresca que se acercaba ofreciéndolo. Desaparecía un momento y al cabo te traía el encargo. Estaba entonces a catorce duros el paquete. Curioso el origen de esta palabra. Es un acrónimo de Strauss y Perlowitz, dos vivales holandeses que en tiempos de la Segunda República trajeron a España una ruleta eléctrica trucada con la que obtuvieron grandes beneficios hasta que les descubrieron el engaño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El estraperlo, acuñada la palabra, y extendido su significado a otras actividades ajenas al artilugio eléctrico, enriqueció a mucha gente en tiempos de escasez. Tabaco y café eran dos de ellos.

Con el trigo también se estraperleaba. Se escamoteaba la obligación de entregar toda la producción al Servicio Nacional del Trigo y se ocultaba el resto, que se vendía en el mercado negro a precio muy superior.

Meditaciones al alba.

Los compañeros meditaban,

unos con los ojos cerrados,

otros a media persiana.

Yo leía novelas que forraba

para que no me descubrieran.

De vez en cuando alzaba la vista

simulando rezar por si espiaban

y también por si algún compañero,

exuberante de devociones, levitaba

y tenía que agarrarlo por los pies

para que volviera al asiento.

Uno de ellos, a quien todavía recuerdo,

más velador de mi salvación que de la suya,

le fue con el cuento al prefecto.

Ayer hirió, hoy lo agradezco.

Me llamó a su cuarto y con gesto muy serio

me dijo sin más prolegómenos:

¿Cuándo se va a ir usted casa?

Yo, prevenido, no me corté un pelo:

Pues, mire usted, ya lo tengo hablado con mi padre.

Y aquella Semana Santa del sesenta y siete

monté el colchón en la baca de la furgoneta

y le dije adiós a la Cañada de Sancha Brava.

Se portó don José muy bien conmigo,

librado de este seminarista disipado.

He vuelto a los cincuenta años,

sin odios ni rencores,

pero ya estaban casi todos muertos.

Evaluaciones

Puestos ya los pies en polvorosa, este mes de mayo enfila el último fin de semana de su existencia. Desaparecerá del calendario, caduco ya de horas y crepúsculos, dejando una estela de incertidumbre sobre el porvenir de sus sucesores. No lo olvidaremos, como tampoco a sus antecesores que con cielo pardo y fecunda lluvia lo vistieron con sus mejores galas, a pesar de los indeseables huéspedes que impidieron romerías, bodas y despedidas. Y también interrumpieron la actividad académica.

Andan ahora maestros y profesores calificando a distancia a sus alumnos, con la división de opiniones derivada de las peculiaridades de cada Comunidad Autónoma. Algunas vinculan el disentir con una reafirmación de su idiosincrasia.

La suspensión de la docencia directa ha obligado a las autoridades educativas a improvisar y regular los métodos y medios con los que evaluar este tercer trimestre del curso, lo que ha provocado al principio desconcierto y confusión entre padres alumnos y profesores.

Tienen de base para hacerlo los dos primeros trimestres y eso hace menos imprevisibles los resultados, pero es complicado evaluar sin saber quién está haciendo los deberes que se han encomendado al otro lado del terminal.

En mis tiempos de estudiante por esta zona del sur de Extremadura, como por la mayor parte de la región, no había todavía institutos nacionales de bachillerato, así que teníamos que desplazarnos al Zurbarán de Badajoz para realizar los exámenes.  Podías ir por libre, a cuerpo limpio, a jugarte a una carta un año de trabajo o estudiar en un colegio de pago, lo que desgraciadamente no estaba al alcance de la mayoría. Los exámenes de las reválidas al final de cuarto y sexto curso debían realizarse en un centro oficial. Surgieron entonces los que en la terminología administrativa de la época denominaban colegios libres adoptados. Preparaban a sus alumnos y los avalaban en estos exámenes de grado y en los de los cursos de bachillerato para los que no estaban reconocidos.

Por estas fechas cercanas a las fiestas de san Fernando, que se celebran en la Barriada de la Estación, llegamos la primera vez al edificio de la Avenida de Huelva, temerosos ante lo desconocido. Después no fue para tanto. Había un buen plantel de profesores para corregir y llegamos bien preparados.

Quedan en la nebulosa del recuerdo algunos nombres de aquel tiempo. Diego Algaba con la maestría de su evocadora prosa retrató a dos de ellos sentados en la terraza del bar La Marina. Eran Enrique Segura y Ricardo Puente.

Me reconoció y saludé a don Carmelo Solís, una de las personas más cultas de las que tuve la suerte de ser alumno.

Después de los exámenes queda el poso de lo que se asimila, olvidado lo accesorio. Lo que pasa a formar parte de tu formación y cultura. Aprender a aprender es más importante que conocer el nombre de un mineral o el afluente de un río.

Nombres de calles

Un concejal del Ayuntamiento de Cáceres ha propuesto cambiar el nombre de algunas calles para dar más protagonismo a las mujeres en el callejero. Justo es que en igualdad de méritos no se haga distinción por sexos.
 Los nombres de personas que suben a los altares de las esquinas es preferible que sean políticamente neutros para la aquiescencia unánime de los bautistas y para que tal consenso tenga ciertas garantías de perdurabilidad en el tiempo.
 No basta descollar en cualquier rama del saber o haber aportado a la comunidad los beneficios de sus descubrimientos, pues si han existido militancias o simpatías políticas a derecha o izquierda, sus méritos, sus currículos y sus brillantes trayectorias profesionales quedan empañados, de forma que tal mácula rompe unanimidades, haciendo aparecer muecas de desaprobación en quienes bailan con otro son el baile escurridizo de las ideologías.
 Los nombres más volátiles son los de los políticos. Héroes para unos, villanos para otros, según el cristal con que se mire. Loores o reparos, al albur de las situaciones políticas cambiantes.  
No digamos si hay cambio de régimen de dictadura a democracia o viceversa. Entonces faltan andamios y escaleras para quitar placas y colocar las nuevas. En esas circunstancias no se da a abasto para rebautizar y declarar anatemas. Y bien está que quien fue verdugo o causó daño en cualquier tiempo o circunstancia no merezca honor ni gloria.
Si en los pueblos y ciudades se hiciesen encuestas preguntando por las vidas y méritos de muchos de los nombres a los que se refieren los rótulos, bastantes vecinos tendríamos dificultades para responder sobre ello.  Bien estarían unas lecciones de historia a través de recorridos guiados por sus calles y avenidas.  Por eso está muy bien la iniciativa del ayuntamiento de Badajoz de poner, acompañando al nombre, cuáles fueron las profesiones o actividades en las que destacó el ensalzado y fijar las fechas de nacimiento y muerte, pero evitando los errores en los letreros que señalaba en un interesante artículo Mirian F. Rua, publicado en este periódico en junio del año pasado. A Godoy se le atribuían 200 años de vida y algún personaje inexistente, como Arturo Barco, lució en tan honorífico lugar por un error ortográfico, suplantando a Arturo Barea, autor de ‘La forja de un rebelde’.
Que le dediquen a alguien una calle en su pueblo estando vivo, es muestra de la estima de sus paisanos y de reconocimiento a sus merecimientos. Honor que pocos mortales alcanzan. Conozco dos casos por estos lares: Plácido Ramírez Carrillo en Puebla de la Reina o el doctor Rodríguez Sánchez en Casas de Reina.  
El prestigio y la nombradía son efímeros en las esquinas y en la memoria colectiva.  Cambios en la denominación de calles y avenidas ha habido en todos los pueblos y ciudades.  En Llerena hay una, llamada Aurora, que es puerta de entrada del sol cuando amanece. Según el documentado libro de Luis Garraín sobre sus calles, historia y personajes, siete veces cambió para volver a sus orígenes: Puerta Nueva, Alhóndiga, Marqués de Valdeterrazo, Cervantes, General Solans y José María de Alvear. Y es que los edificios desaparecen y las personas se olvidan, pero el sol sigue saliendo por el mismo sitio, salvo que el cabo Gutiérrez disponga lo contrario y se líe a tiros con el horizonte. 

El HOY de ayer

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A comienzos de los años setenta residía yo en Badajoz por razones de estudio. Compraba  el periódico HOY  cerca de Puerta de Palmas, cuando iba camino de la escuela de santa Engracia, cerca de la barriada de la Estación. El puesto de venta era muy simple: los diarios en una silla de tijeras con una piedra encima para que el viento no los deshojara. El vendedor permanecía de pie  al lado, apoyado en un bastón.  Nos dábamos los buenos días, le pagaba las cinco pesetas que  costaba el ejemplar  y me lo entregaba. Le echaba un primer vistazo con la sensación de estar abriendo una ventana al mundo. Una  de las secciones  que recuerdo  era ‘la mini noticia’ donde de forma escueta se daban pinceladas curiosas  sobre la actualidad pacense. Buscaba con avidez la información local por si venía algo de mi pueblo o de los cercanos.
Entonces el formato era mayor que ahora y sin colores.  Menos manejable para abrirlo de par en par.
Todavía estaba la redacción  en la plaza de Portugal. En la fachada del edificio se anunciaba con grandes caracteres: “HOY GRAN PERIÓDICO DE EXTREMADURA”. Cuando pasaba de noche por allí y veía las luces encendidas  a través de los balcones  pensaba en el trabajo de composición y talleres que de forma vertiginosa se estaría desarrollando en aquellos momentos, siempre pendientes de la última hora y me imaginaba esos momentos antes de dar a las rotativas una noticia de alcance en  que los periodistas conocen lo que los demás ignoramos y el gozo de saber que en unas horas será tema de conversación en todas las reuniones.
 El periódico HOY estaba entonces  integrado en la Editorial Católica, fundada  por el cardenal Ángel Herrera Oria. Desde 1952 hasta junio de  1970 su director fue Gregorio Herminio Pinilla Yubero y a partir de esa fecha le sucedió en el cargo Antonio González Conejero. En sus páginas escribieron entre otros Arsenio Muñoz de la Peña, al que saludé fugazmente en una casa de la calle de san Juan adonde yo acudía a dar clases particulares, Tomás Rabanal Brito, Antonio Soriano Díaz, Enrique Segura,  Antonio Zoido, Antonio García Orio-Zabala, al que veía algunas veces por el paseo de san Francisco,  Gervás Camacho,  el padre Félix García, Narciso Puig Mejías (que fue redactor jefe), Ángel Sarmiento,  Rodríguez Arias,  Delgado Valhondo, Pérez Marqués, Ana María Brun, Pedro Caba, Sánchez Morales, Adolfo  Maillo, Alía Pazos, Pérez Lozano, Vintila Horia, Carlos Callejo, López Martínez y  Juan Pedro Vera Camaño, de cuya obra ‘Periódicos y periodistas extremeños’ he cogido estos nombres.
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El periódico tuvo una iniciativa curiosa y novedosa entonces.  En varios puntos de la ciudad colocaron unos muebles, parecidos a mesillas,  con ejemplares para que los ciudadanos los cogieran y echasen    el dinero por una ranura.  Una encomiable iniciativa para demostrar la educación  cívica, pero parece ser que el afán de leer no iba parejo con el de abonar su importe. Así que no duró mucho el invento.  
Por entonces escribí mi primera carta al director. Contaba en ella breve e ingenuamente  la experiencia de ir a coger aceitunas de verdeo  para afrontar algunos gastos  durante el curso.
Ni imaginaba que cuarenta y tantos años después iba a tener esta columna semanal con mi nombre.

Aquel Badajoz

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Desde los torreones  del edificio del Seminario veíamos  salir el sol por la Alcazaba y la torre de  Espantaperros. No existían entonces edificaciones cercanas que obstaculizaran esta estampa de singular belleza. Por la parte de atrás  el Seminario limitaba con el campo abierto. Sólo por su flanco derecho había   una fila de chalés que llegaban hasta la carretera de Portugal. Entre ellos se encontraba el antiguo campo del Vivero.

Las tardes de los domingos que había fútbol nos llegaban  los jubilosos gritos de los goles o los silbidos de desaprobación.  Uno de aquellos años ascendió el C.D. Badajoz de categoría y  fueron prolongados  el clamor y los estampidos  de los cohetes. Recuerdo los nombres de algunos jugadores de entonces, como Alcaraz, Cabello, Pachón, Pereira…Con este último-quién iba a decírmelo- coincidí en el C.D. Santa Marta cuando él ya jugaba por pura afición.

Badajoz despertaba  lentamente del letargo  y de los años de plomo y olvido.  Las motos rompían el silencio al despuntar el día  cuando los obreros se dirigían a sus trabajos. Se veían más motocarros que camiones atravesando los dos puentes.  Olía a calamares fritos en los kioscos de san Francisco y en el bar de los Corales, el café “Camelo”, traído de estraperlo del país vecino  por rutas que los estraperlistas frecuentaban,  circulaba camuflado en cajas y bolsas  y afloraba en ofertas en cualquier esquina en la voz queda y precavida de los vendedores. Si eran descubiertos se lo requisaban. Guardias de  uniforme  azul con cascos y correajes blancos dirigían la circulación y por las calles se veían militares de uniforme y curas con manteos. El  bar “La Marina” era lugar de encuentro de personas conocidas de la sociedad local y aspirantes que tomaban café a media mañana o se sentaban  por la tarde  en su terraza.   Por la Plaza Alta  los  gitanos con el “cutis amasado con aceituna y jazmín”,  fina vara de mimbre entre las  manos  y clavel en la solapa tarareaban  canciones de Porrina, el cantaor de Zalamea adoptado por Badajoz. “…porque me empezó a llover, ¡ay si la tarde está buena!”. En tiendas y autobuses proliferaban pegatinas  con veinticinco años de paz sobre la efigie de Franco.

Los otoños lluviosos se anegaban las casas de las Moreras bajo el puente   y en las tardes azules escamas de sol dorado cabrilleaban en el agua del   Guadiana que  enfilaba el   camino de Portugal componiendo magníficas postales  vistas desde  el puente Nuevo.

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A los seminaristas nos sacaban de paseo los jueves por la tarde,  a Palomillas,  una finca  de eucaliptos lindera  por la izquierda con la carretera de Portugal o circunvalábamos la ciudad por la carretera de Madrid. Íbamos en formación de ternas con sotana, beca roja sobre los hombros  y birrete en las cabezas. Los transeúntes  nos miraban  con una mezcla de asombro, cariño y compasión.

Dos o tres veces durante el curso nos llevaban a la catedral a algunas efemérides importantes y nuestros ojos infantiles, esponjas vírgenes, captaban asombrados la vida que bullía fuera de aquellas paredes.

 

Vacaciones de Navidad.

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Columna Raíces en el periódico HOY de ayer viernes

 El prefecto nos recomendaba  hacer un horario para las vacaciones. Había tiempo para todo si lo distribuíamos bien.  Así que en los días  anteriores   a las mismas nos dedicábamos  con gran regocijo  a su confección,  más por recrearnos mentalmente en el  disfrute que preveíamos  que en los beneficios organizativos que pudiera  depararnos su aplicación. Hacíamos dos y los repasábamos y retocábamos con frecuencia: uno por si llovía  y otro por si hacía sol.

 Esa anticipo programado de lo que pensábamos hacer  nos transportaba imaginariamente a nuestros pueblos,  a los que no íbamos  desde octubre y añorábamos constantemente.

 Distribuíamos  las horas   entre paseos  en  bicicleta, partidos de fútbol, comidas, misas,  rosarios, televisión, que entonces era novedosa, y  lecturas, por indicación imperativa del superior.  Esos eran los propósitos, aunque cuando llegaba el momento  de llevarlos a la práctica nos adaptábamos sin problemas  a  las circunstancias  sobrevenidas   y que no eran otras que dilatar  el tiempo de juego de orilla a orilla de la jornada. Los primeros días de vacaciones ayudábamos a montar el portal en nuestras casas o  en la de  algún amigo.  Íbamos al ejido con  azadón y cuchillo para recortar y extraer   “magro”, que así llamamos por aquí a pedazos  de hierba  con sus raíces. Buscábamos  el papel de plata que traían  las libras de chocolate para simular el río donde lavaban las lavanderas, mocos de los desechos de las fraguas para los montes y papel  de   celofán rojo para la lumbre alrededor de la que  pasaban la noche los pastores.

 Aún éramos pequeños para los guateques y reuniones que vendrían en años posteriores y que ocuparon muchas horas  de nuestro tiempo adolescente.

 Antes de que el consumo y las disponibilidades económicas degeneraran en hartazgos y derroches,  el plato principal de la cena de Nochebuena solía ser  arroz con bacalao o un pollo de corral en escabeche acompañados por vino  de la tierra para los mayores. Postres  sencillos, pero exquisitos, como el arroz con leche y las “puchas”,  a base de agua, harina, canela,  leche y azúcar que  las manos diestras de las madres y abuelas elaboraban.

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 Lo peor era el regreso al internado. Los buenos ratos con los amigos, los juegos, la familia… Arrancar de cuajo esas vivencias y  las  entrañables  horas al brasero para llegar al mármol frío y la  humedad de los pasillos   era un golpe cruel a nuestros cuerpos y sal para el sentimiento en carne viva. Éramos poco más que unos  niños.

 En la maleta llevábamos las manos de nuestras  madres en los pliegues de la ropa y los olores de la casa recién abandonada. Abrirla en aquel dormitorio del internado era esparcir añoranzas, sobre todo  en    los anochecidos, esas horas de luz entreverada e incierta en que arrecian las tristezas.

 Los recreos de los primeros días los pasábamos en los rincones del patio rumiando recuerdos  y rememorando  con los paisanos vivencias recientemente compartidas  en el pueblo. Tardábamos varias jornadas en superar la murria; algunos más, tanto que eran llamados por los superiores para intentar aliviar su abatimiento.

Murria

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De todos los regresos al internado, el de enero era el más doloroso. Las vacaciones de Navidad guardaban  regusto a manteca “colorá” cerca de la candela, miradas  de mocitas bellas  prendidas en el cruce del paseo,  juegos al leve sol de las tardes en los prados del ejido, a pecado que no era en la penumbra del guateque… Arrancar de cuajo esas vivencias y  las cálidas horas del brasero para llegar al mármol frío de la  humedad de los pasillos  era un tajo cruel a nuestros cuerpos y sal para el sentimiento en carne viva. Éramos poco más que niños.

En la maleta llevabas las manos de tu madre en los pliegues de la ropa y los olores de tu casa recién abandonada. Abrirla en aquel cuarto impersonal era llenar de añoranza los anochecidos, esas horas de luz entreverada e incierta en que arrecian las dolencias del espíritu.

Los primeros días buscábamos rincones para estar solos y rumiar ausencias. Las palabras de los compañeros resbalaban por nuestros oídos como ecos  lejanos.

Tardábamos varias jornadas en superar la murria; algunos más, tanto que eran llamados por los superiores para intentar aliviar su abatimiento.

Nos fortalecimos, cierto es,  pero tan fuerte fue el ungüento que curtió la piel que aún hoy, después de tantos años, se siente la costura cuando se pasa la mano del recuerdo, como si algo hubiese sido roto abruptamente y se perdiera para siempre ligazón. Como agua que no llega a  labios secos y, derramada en el suelo, ni aplaca la sed ni vuelve al venero.

 

La señora Carmen.

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Comentaba la señora Carmen mientras  cosía a la luz de una  farola de la avenida de santa Marina que entraba en haz hasta  el salón de su casa, la  pena que debía darles  a los ricos morirse.

Su marido  había sido guardia  de asalto  y ahorró de su exigua pensión en la última parte de su vida para que  cuando falleciera le pusieran una esquela en el periódico HOY donde constase la profesión que había tenido y de la que siempre se sintió orgulloso y quizás algo lastimado por la falta de reconocimiento a sus servicios.  Así lo hicieron su madre y sus dos hijos cumpliendo su última voluntad.

La señora Carmen  vivía  con su hija Luisa en los Grupos de José Antonio y, dados los exiguos ingresos mensuales que percibían, albergaban a estudiantes para poder sobrevivir.

Coincidimos allí  un curso mi cuñado Antonio,  Pelayo, estudiante de peritaje,  que era de Oliva de la Frontera y  Fermín Ayuso, que casualmente había vivido en Llerena porque su padre, oficial de la Guardia Civil, estuvo allí destinado. Recuerdo lo bien que cantaba el tango de Carlos Gardel “Noche de Reyes”. Pelayo tenía la costumbre de tomarse un café cargado para quedarse a estudiar por la noche. El efecto era contrario a sus intenciones, pues no acababa de  abrir el libro cuando empezaba a bostezar y acto seguido se iba a la cama.

La relación nuestra con la señora Carmen y con su hija Luisa era entrañable porque no sólo comíamos y dormíamos en su casa, sino que  echábamos muchos ratos de charla.

Prudentemente la señora Carmen no hablaba  mal de nadie, pero yo aprendí a sacar más conclusiones de lo que callaba  que de sus palabras. Curtida en la vida por privaciones y desengaños bajaba la voz cuando  consideraba que algún tema de conversación pudiese llegar a oídos extraños que, si no a la vista, pudieran esconderse detrás de las paredes. El miedo de tiempos pasados  todavía perduraba. Un anochecido, en vísperas de las vacaciones de Navidad, levantó la cabeza de la costura y mirándonos por encima de las gafas nos dijo: “¡Qué pagazas habrá mañana por ahí!”. 

Siempre que paso por esta zona, donde está también la antigua escuela de magisterio, miro al balcón que da a Santa Marina y, a pesar de los años transcurridos desde entonces,  me acuerdo de ella, recién lavada la cara a la caída de la tarde, con el pelo estirado hacía atrás y el moño recogido con horquillas, cosiendo a la luz de la farola de la calle.

Reencuentro en el Seminario.

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Cuarenta y siete años son muchos para reconocer a una persona a la que no ves desde entonces. La tienes delante y sabes que debe ser uno de los  niños que un veintitrés de enero de 1963 se incorporó contigo al seminario y compartió juegos, estudios, alegrías y tristezas, pero el tiempo ha modificado   la  imagen  que guardabas  de cada uno de ellos y es difícil dar un salto tan extenso sin caer en el error.  Una tarjeta identificadora en el pecho (qué buena idea) o la pronunciación de un  nombre abren las compuertas y originan la avalancha de recuerdos retenidos, pero cuesta unir los extremos  del ayer y del presente en un instante.

Este diecisiete de mayo volvimos a pisar el mismo suelo y subir las mismas escaleras, como hicimos tantas veces cuando bullían por todos sus rincones cientos de seminaristas. Hoy es un conjunto de edificios excelentemente  reparados y conservados, pero casi vacíos de  internos aspirantes al sacerdocio.  

Recorrimos las clases, el comedor, la capilla, el patio de recreo, los dormitorios, donde a solas y en silencio nos acordábamos de nuestras casas en aquellas  noches bajo el manto de las estrellas que don Joaquín Obando nos evocaba a través de la megafonía con fondo de música gregoriana…

Por estas estancias fuimos dejando la piel de niño y adentrándonos en el proceloso mundo de la adolescencia entre confiados y devotos rezos, partidos de fútbol las mañanas  de los domingos,  olor a la flor de los naranjos, nieblas del Guadiana y humedad resbalando por el mármol de aquellos largos pasillos.

El silencio y la palabra  se turnaban al compás de los toques de  campana del patio de las columnas, recogida  hoy la cadena y  sin la mano de Francisco Franco que la blandiera. Aquí quedaron flotando  las vivencias de  una etapa de nuestras vidas que hoy  nos ha salido al encuentro para unirse  a la memoria de  estos maduros y curtidos cuerpos, mediada ya sobradamente la travesía de la vida.

José María Cerqueira, personificación de la bonhomía, ha sido el artífice y alma de este reencuentro que nos ha ayudado a conectar las dos orillas del mar donde cada uno, en particular periplo,  siguió un rumbo y un destino y en el que unos pocos naufragaron tempranamente.

Nos trajo José María en sus palabras petición ajena de perdón y mucho sentimiento. Si hubo algo que perdonar, perdonado queda porque el perdón humaniza a quien lo pide y ennoblece  a quien lo otorga.

Cuando mediada la tarde nos despedíamos me pareció escuchar por los altavoces que dan al patio de tierra   “En un mercado persa” entre el bullicio infantil de los juegos.

Gracias a todos los que habéis colaborado para que este día  nos trajera tantos recuerdos y removiera tantas sensaciones, aunque ya los de antes no seamos los mismos, como escribió  Pablo Neruda.