Contrabando

Aquella noche del tres de abril de 1970 disputaba José Manuel Ibar, ‘Urtain, en el Palacio de los Deportes de Madrid el título de campeón de Europa de los pesos pesados al alemán Peter Weiland. Un grupo de estudiantes de la residencia ‘Fátima’ decidimos ir a ver el combate por televisión a un bar de los alrededores. La residencia estaba ubicada en las traseras de la antigua central lechera, con cuyo rumrum nos acostábamos y nos levantábamos.

En la misma residencia preparaba don Julio Fernández Nieva una tesis doctoral con muchas madrugadas de estudio. Nuestros bares de referencia eran ‘La Toja’ y ‘Azcona’. Enfrente, pasando la carretera de Portugal, abrieron un local con luces sugerentes denominado ‘Pipo’s’.

En esta ocasión decidimos ampliar nuestro territorio y nos dirigimos a ver el combate a una calle que salía de la avenida de Elvas hacia abajo. Una tasca de vino blanco en botella, luz macilenta y mucho humo. Estaban de moda entonces unas gabardinas, estilo Colombo, color marfil con cinturón y doble fila de botones en la pechera. Tres de nosotros las llevábamos. Parecíamos un comando de detectives.  Entramos en el local, donde no habíamos estado nunca antes. Los presentes nos miraron sorprendidos. Algunos desaparecieron y otros cuchicheaban.  Con la pinta que llevábamos no les inspiramos mucha confianza. Después del sobresalto inicial y aclaradas nuestra procedencia e intenciones vimos el combate sin problemas. Urtain salió a hombros con su nuevo título y nosotros a pie con nuestras gabardinas y el vino blanco asomando rosado en las mejillas. 

Los estudiantes de la residencia cogíamos el autobús al lado del edificio de Obras Públicas. Observé más de una vez cómo subían mujeres con unos paquetes del tamaño de cajas de galletas y sin conocer nosotros otras circunstancias bajaban precipitadamente y abandonaban la mercancía. Unos señores que debían de ser policías de paisano subían y la requisaban. A mí me daban pena los últimos cabos de la organización.

 

 

 

 

 

 

 

 

Por entonces era raro que se fuera a Badajoz y no se comprara café portugués de estraperlo.  En la antigua estación de LEDA siempre había una mujer, resuelta y fresca que se acercaba ofreciéndolo. Desaparecía un momento y al cabo te traía el encargo. Estaba entonces a catorce duros el paquete. Curioso el origen de esta palabra. Es un acrónimo de Strauss y Perlowitz, dos vivales holandeses que en tiempos de la Segunda República trajeron a España una ruleta eléctrica trucada con la que obtuvieron grandes beneficios hasta que les descubrieron el engaño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El estraperlo, acuñada la palabra, y extendido su significado a otras actividades ajenas al artilugio eléctrico, enriqueció a mucha gente en tiempos de escasez. Tabaco y café eran dos de ellos.

Con el trigo también se estraperleaba. Se escamoteaba la obligación de entregar toda la producción al Servicio Nacional del Trigo y se ocultaba el resto, que se vendía en el mercado negro a precio muy superior.

Albañiles

Me gustaba observar de niño cómo trabajaban los albañiles. Todavía no utilizaban hormigoneras para las mezclas. Hacían un montón con arena y cemento y le abrían un hueco en medio donde iban echando agua. Con el rodo lo removían, procurando que no se saliera el agua por los laterales. Después transportaban la mezcla en una carretilla de mano hasta el lugar preciso. Si era en alto instalaban una garrucha y la subían en esportones de goma.

Me asombraba la coordinación que tenían para lanzar ladrillos y tejas desde el suelo a los tejados. Cómo los lanzaban con la fuerza justa para no pasarse ni quedarse cortos y que llegasen a las manos del que los recibía en el momento justo de acabar el impulso.

La cuadrilla básica estaba formada por un maestro y un peón. Este, si era un poco espabilado, iba aprendiendo las técnicas del oficio y con el tiempo podía independizarse y formar su propio grupo. Era la manera más habitual de aprendizaje.

El maestro tenía siempre a mano sus herramientas fundamentales: el metro y el nivel. Había algunos profesionales muy acreditados por su buen hacer. Eran los más solicitados para obras de envergadura.  Las construcciones de bóvedas no estaban al alcance de cualquiera. Aquí permanecen todavía en bastantes edificios como certificado y constancia de la maestría de quienes las construyeron. No abundan actualmente los profesionales que sepan hacerlas.

También estaban los más duchos en remiendos, derribos y chapuzas que en levantar fábrica y refinamientos. Uno de ellos, con auto proclamada vitola de maestro, pero sin haber llegado todavía a oficial, dejó anécdotas que aún se refieren cuando vienen a cuento. En cierta ocasión levantó un tabique de poca anchura y bastante extensión y no estando muy seguro de que aquello continuara en pie por mucho tiempo, por experiencias anteriores, le dijo al peón: ‘Sujeta aquí mientras yo voy a cobrar’. No habían alcanzado la otra acera de la calle tras el cobro cuando la pared se vino abajo con gran estrépito.

He leído días atrás que, ante la inminente llegada de fondos procedentes de la Unión Europea, destinados a la recuperación económica, van a hacer falta profesionales cualificados. Juan Manzano Díaz, presidente de la Federación Regional de la Pequeña y Mediana Empresa de la Construcción (Pymecon) declaraba en este mismo periódico que ni la FP ni las escuelas profesionales forman para trabajar en esta rama que abarca varias especialidades, como yesistas, alicatadores, encofradores… Aboga por seguir el modelo alemán de aprendizaje. Mucha práctica en las empresas y un solo día a la semana para la teoría en el centro educativo, con un contrato de formación remunerado.  El tema está sobre la mesa y el debate servido.  Creo que la Formación Profesional, coordinada con el mercado de trabajo, puede servir para reducir el alto porcentaje de paro juvenil y mejorar la rentabilidad de los recursos destinados a la enseñanza.

El pan

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Un amigo, después de zamparse dos pasteles con nata y chocolate, llamó al camarero y le dijo:
-Por favor, cámbieme el azúcar por sacarina para el café.
Y es que estaba a régimen, uno de esos que   dicen que comas solo  proteínas,  que elimines los hidratos de carbono,   que no comas fruta por la noche  o que  tomes no sé qué mejunjes en ayunas.
 Al pan, sacralizado antaño y cantado por poetas como Fray Luis de León: “Comida celestial, pan cuyo gusto/es tan dulce sabroso y tan suave/que al bueno, humilde, santo, recto y justo/a manjar celestial, como es, le sabe”,  también le llegó su condena y fue marginado o reducida al mínimo su ingesta.
El trigo, su base,  creció entre  auras y vendavales,  temperos y escarchas, lluvia y niebla, plata de luna y guiños de estrellas, con cantos de perdiz,  alondras y trigueros.
Para Pablo Neruda es símbolo de reivindicación y lucha: “Iremos coronados/con espigas/conquistando/tierra y pan para todos/y entonces/también la vida/tendrá forma de pan/será simple y profunda/innumerable y pura”.
Surgen estas reflexiones después de leer  la crítica literaria que Manuel Pecellín hace en el  blog que tiene en este periódico sobre el libro de Magda Hollander-Lafon, Cuatro mendrugos de pan, en el que relata las penalidades que pasó en los campos de concentración de los nazis. Me conmovió una frase: “A punto de perecer, a la joven húngara (17 años)  una moribunda le entrega en Birkeneau cuatro mendrugos de pan mohoso, rogándole los coma y viva para testimoniar sobre lo que allí ocurría”.
Desde la maldición bíblica que nos condenó a que lo ganásemos  con el sudor de nuestras frentes hasta nuestros días este alimento básico ha  pasado de ser codiciado por salvar vidas en tiempos de escasez a  ser degradado por considerarlo culpable de gorduras indeseadas.
Muchas familias lucharon con denuedo para que no faltase en sus mesas.  Las cartillas de racionamiento de la posguerra lo incluían con cantidades limitadas por persona. Lo había blanco y negro. Este  se hacía con harina sin refinar y con  pieles de las semillas  de ciertos cereales, lo que conocemos como salvado. No era el problema su negrura, sino la mala calidad de los componentes. Prueba de ello es la alta estima nutritiva actual con buenos ingredientes  por su contenido en fibra.
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En los años de carpanta molían cereales y lo horneaban en hornos caseros,  a escondidas, porque el trigo  había que entregarlo todo al Servicio Nacional. Los que tenían y podían guardaban parte de sus cosechas en escondrijos para consumo propio o para dedicarlo al estraperlo con precios superiores a los oficiales.
Tiempos hubo en que  se le daba un beso cuando se caía al suelo.  Tirar el pan se consideraba  un desprecio a los que no tenían qué llevarse a la boca y una ofensa a quien se rogaba para que no faltase el de cada día. El trozo  que no apurábamos lo dejábamos  en el saliente de cualquier ventana porque, como recoge Calderón de la Barca en su inmortal décima, por más  pobres y míseros que nos consideráramos siempre había quien venía  detrás recogiendo las sobras que nosotros no queríamos.
No quitéis  galones a quien alberga cuerpo sagrado y con vino acompaña al caminante  para hacer camino.

Otra vuelta más.

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(Carta en el periódico HOY 13-10-2013)

“¡Otra le cabe!”, gritaban los mozos  exaltados de lujuria ante la  media revolera que la vedette daba sobre el escenario enseñando  sus torneadas piernas blancas.

Sin televisión y con el cine censurado por probos hombres  vigilantes de la  moral ajena, el único desahogo visual para el ímpetu sexual adolescente eran esas artistas que de vez en cuando recalaban por el pueblo con circos y teatros.

Entre silbidos y rascones en las entrepiernas  los mozos daban rienda suelta a la represión pidiendo otra vuelta a la bailaora  para que su falda volase  de nuevo en círculo y dejase al aire  el muslo bello, que dijo Espronceda, ¡qué gozo, qué placer!

El espectáculo ha cambiado de protagonistas. Los doctos hombres y mujeres del FMI desde el patio de butacas jalean  a nuestros gobernantes para que suban un poco más los impuestos. Hay margen para ello. Aunque la soga de la penuria está  ajustada sobre el cuello, aún no estamos  cianóticos. ¡Otra le cabe!

Hay que salir

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Ya tienen sol las esquinas donde los parados hablan a las doce del mediodía. El reloj, que a esa hora marca la divisoria  entre el  trajín y la indolencia, cruza  sus brazos  en la   frontera de la tarde.  Doce tañidos quedan vibrando en el aire como doce interrogaciones y  anuncian el final de  la espera sin esperanza. Nadie vino a tocar la aldaba del trabajo. Los bolsillos se agrandan con la horma de las manos  para dar cobijo a la impotencia. Los ojos rehúyen las miradas de otros ojos. Se está apoderando de nuestros pueblos una resignación peligrosa  que hace que la gente se refugie en sus casas a aguardar hasta que  pase esta nube negra que dura ya demasiado. Una lenta filtración de escepticismo y miedo se  cuela entre las grietas del futuro.

Pero hay que evitar que esta resbaladiza  pendiente de resignación nos arrastre hasta el fondo. Hay que agarrarse a la esperanza y luchar por un sitio bajo el sol que no sean las esquinas del conformismo.

La puta prima.

 

 

 

 

 

 

Esta impúdica prima ha perdido definitivamente la vergüenza. Toda la noche de juerga y farra y ahora se le suben los puntos a la cabeza por la desmesurada ingesta a granel de  garrafa ajena.  Atiborrada  de gustos caprichosos y  ajada por su  vida licenciosa, la muy insolente ya no se recata  de exhibir su pródiga desvergüenza, sino que nos arroja  a la cara sus lúbricos desmanes. Por más que  nosotros,  su honorable familia, hemos hecho lo indecible por disimular sus veleidades, ella  paga nuestros desvelos  paseándose desnuda  y desgreñada por el patio de vecindad  con las prendas íntimas en la mano. ¡Qué bochorno para una honra ganada a lo largo de generaciones  de ejemplar comportamiento!

Las pocas, pero bien ganadas pertenencias de la familia, al albur de usureros prestamistas que como buitres planean en busca de cadáveres con que saciar su voraz apetito.