Casi nada es permanente

Lo que en cierta ocasión fue calificado de inmutable, devino con el tiempo en pasajero.  “No se engañe nadie, no/pensando que ha de durar/ lo que espera/más que duró lo que vio/pues que todo ha de pasar/por tal manera”, (Jorge Manrique).  El ‘Titanic’, insumergible, yace en el fondo del océano. Los principios fundamentales del Movimiento, permanentes e inalterables por naturaleza, fueron derogados.

El filósofo griego Heráclito puso como paradigma al río para plasmar el continuo fluir de la existencia. Ni el que se baña en él ni el agua son los mismos la siguiente vez. Joaquín Sabina en ‘Peces de ciudad’ busca a un amor adolescente y encuentra a una mujer casada que ya no se acuerda de él.

Más cruel, lo del tango: “Volvió una noche, nunca la olvido, con la mirada triste y sin luz, y tuve miedo de aquel espectro que fue locura en mi juventud…” “Había en mi frente tantos inviernos que también ella tuvo piedad”.

Una pareja, que vivió una historia de amor en el pasado, se citó una tarde en la cafetería donde se conocieron después de muchos años sin verse. Acudieron nerviosos y con curiosidad al reencuentro. Llegó primero ella y entretuvo la espera mirando escaparates.  De pronto, vislumbró el reflejo de un hombre en la luna de uno de ellos. Dudaba si la imagen tan deteriorada podía corresponder al joven que la encandiló. Lo era y estaba detrás, a escasos metros. Cada uno pensó que el otro no lo había reconocido.  No se dijeron nada y volvieron a sus casas.  Esa noche se disculparon por teléfono alegando excusas para justificar sus ausencias.

 Hace años producía mucho rechazo social el amancebamiento y tener hijos sin estar casados.  Guardianes de la moral ajena los lapidaban con palabras y arañaban con miradas. ¡Puras y castas hasta el altar!  Algunos tuvieron que poner tierra por medio para librarse de la presión y la marginación que sufrían.

Cuando alguien ennoviaba se decía que fulanito salía con fulanita.  Hoy no salen. Entran directamente al tálamo, eludiendo zaguán y petición de mano. Un día cualquiera te enteras de que conviven, sin más ceremonial ni vicaría. Hasta el lenguaje ha perdido contundencia y lo de rejuntarse va dejando el redoble del prefijo que alertaba del pecado.

Cuando pasan unos años, si les conviene, cursan invitación de boda a parientes y amistades.  Lo que fue deshonra y descrédito, aparejada con marginación social, hoy escandaliza a pocos.  A nadie debe importar la vida íntima de los demás.

Todo cambia, todo fluye. Quizás los más reacios a la evolución sean quienes padecen la irrefrenable tendencia a prometer y no cumplir. Los burlados periódicamente acuden al lugar donde los engañaron. Recelosos al principio, entran después como perdiz en mayo a dar vueltas a los atriles ante los reclamos de buche de los oradores. Les prometen lo de ayer para lo mismo prometer mañana, sin cumplirlo. 

Puntualidad

Sucedió en un tiempo parecido al que refleja Miguel Delibes en su obra ‘Los santos inocentes”. Un pastor llegó de la majada al pueblo, convocado por el dueño de la finca, para tratar algunos asuntos. Se acercó en tres ocasiones a la casa del amo y la respuesta de la criada era cada vez que todavía estaba acostado. Cansado de tantas largas, y viendo que desperdiciaba la mañana, a la cuarta le dijo a la empleada: Pregúntale si le toca levantarse hoy o lo va a dejar para mañana.  Es por organizarme y no perder todo el día en idas y venidas.

Las personas que ostentan altos cargos y ocupan pico en las pirámides de las jerarquías tienen el privilegio que les otorga el protocolo de llegar los últimos a los actos oficiales.   Merced que también gozan por galantería las novias el día de su boda. Después están quienes, sin ser personas principales ni novias casamenteras, llegan siempre tarde a todos los actos a los que van. Ignoro si por afán de notoriedad o por una tendencia adictiva que no controlan.

Cuando las misas seguían el rito tridentino, en latín y de espaldas a la feligresía, una señora, de porte esbelto y espacioso caminar, llegaba a la celebración cuando el cura había leído ya la epístola y el evangelio y andaba por el ofertorio.  Las parroquianas más perspicaces deducían que lo hacía para lucirse. 

En la vida se dan situaciones, no obstante, en las que hay que aguardar, sin que se vislumbren soluciones inmediatas para remediarlo.

La espera de la amada, las citas médicas y algún viaje en tren por tierras extremeñas. Tres ejemplos para comprobar lo que escribió don Antonio Machado: ” El que espera, desespera/dice la voz popular. / ¡Qué verdad tan verdadera!”

Están también los imprevistos, que por excepcionales no hacen norma. Para evitarlos, en lo posible, es conveniente disponer de un margen y no ir con el tiempo pegado a los talones.

Personalmente, y perdonen que me cite, me pone de los nervios cuando tengo que llevar a algún familiar a coger un medio de transporte y salimos con los minutos ajustados. Prefiero esperar en el sitio de partida que ir con las pulsaciones y la tensión a punto de desborde.

He leído por ahí que la puntualidad es cortesía de reyes, deber de caballeros, hábito de gente de valor y costumbre de personas bien educadas.

 En el engranaje social la tardanza de un miembro provoca pérdida de tiempo a los demás y es una falta de consideración y de respeto, exigibles tanto a los que convocan como a los convocados.

Llegar antes de la hora no es ser impuntual, como sí lo es hacerlo pasada la hora convenida. En primer lugar, porque no se perjudica a los otros y, además, lo dijo Shakespeare, que era inglés: “Es mejor tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde”.

La lucha por la vida

Pasa la gente con prisas a gestionar sus obligaciones. Al trabajo, al banco, de médicos, de compras… Me entristece ver a un joven repartiendo propaganda por los buzones. A mensajeros presionados por la urgencia de la entrega. Un traje con corbata y un hombre dentro, preso de los balances comerciales y de las exigencias de las cuentas de resultados.

Un mundo de rivalidades en el que triunfa el empuje de los fuertes o la astucia de los pícaros, También los mejor preparados, pero no siempre sucede así. Para los débiles queda poco espacio. Si alguno desfallece, otro ocupará su puesto. Es la lucha por la vida, por integrarse en la sociedad. Cada uno a su manera. No todos con las mismas oportunidades ni fortuna. Son necesarios tesón y sacrificios para no quedar al borde del camino que lleva a la deseada estabilidad personal, económica y social.

Pío Baroja lo describe con crudeza en su trilogía ‘La lucha por la vida’ (‘La busca’, ‘Mala hierba’, ‘Aurora roja’) a través del protagonista, Manuel Alcázar, en las distintas etapas de su vida. 

Dejados atrás los cómodos años de la infancia, con mesa puesta y cama hecha, la adolescencia es el otero desde el que se vislumbra el campo de batalla. La edad de volar del nido buscando la independencia y la forma de incorporarse al mundo del trabajo.

Salvo los privilegiados por la suerte o por herencias cuantiosas, los demás tienen que esforzarse por conseguir una posición que al menos les permita disponer de cobijo y sustento.

En tiempos pasados el bagaje para muchos fueron las cuatro reglas.  Los más avanzados, la de tres y los repartimientos proporcionales. Saber escribir a máquina era un galón. Según avanzaban los tiempos las exigencias fueron aumentando.

D. Carmelo Solís, eminente profesor de vasta formación, nos comentó un día en clase a principios de los años sesenta, que en Japón había personas con carreras universitarias que ejercían profesiones que no se correspondían con sus estudios. Que podías encontrarte a un abogado de taxista y que en España llegaría el día en que pasaría lo mismo.  No erró en su pronóstico. Hemos alcanzado a Japón en ese sentido.

Afortunadamente hoy la mayoría de los jóvenes estudia, pero, como contrapartida, tener carreras universitarias ya no es garantía de trabajo asegurado. Muchos tienen que optar por desempeñar cargos y empleos, tan dignos como los que más, pero de niveles no acordes con su formación.

Quien no tuvo dudas para la elección de profesión u oficio fue un niño de mi pueblo.  Le preguntó un señor, de los que por caudales y forma de vida llamaban señorito, que qué quería ser cuando fuese mayor. Se lo puso fácil a su lógica infantil: Yo quiero ser como usted, señorito. A lo que el sorprendido caballero, a quien cayó en gracia la ocurrencia, respondió: Pues tienes que darte prisa porque van quedando pocas plazas. 

 

 

Suicidios

 

En todas las épocas y en todos los lugares ha habido suicidios. Los medios para realizarlo han sido variados: veneno, horca, ahogamiento, disparo…La memoria conserva por su impacto en el ánimo huellas imperecederas.  Estremecen y despiertan la curiosidad morbosa por conocer los motivos y los detalles.

Conservo imágenes grabadas con aprensión en mi memoria. Unas botas y un bastón sobre el brocal de un pozo. El amigo con el que días antes tomaba copas.  Un disparo y gritos de auxilio rompiendo la tranquilidad de un anochecido de diciembre. Detalles reales o inventados por el impacto emocional circularon por el pueblo de esquina en esquina, de mentidero en mentidero. A los que aún éramos niños nos traspasó un rayo de angustia y las pesadillas afloraron con los sueños como amenazas fantasmales.

Tema incómodo y delicado sobre el que se anda descalzo sobre cristales afilados. Pero es necesario hacerlo para intentar cortar esta sangría que va en aumento. Dicen que un suicidio impacta emocionalmente en seis personas. Creo que son muchas más. En 2020 perecieron por este motivo 2.930 hombres y 1.011 mujeres. Además, siete niños y siete niñas.

Trescientos noventa y nueve años antes del nacimiento de Cristo el filósofo griego Sócrates fue condenado a muerte por no renunciar a sus ideas y pervertir a los jóvenes con ellas. Le propusieron renuncia o suicidio. Eligió esta última opción.

Muchos años después, en el 65 después de Cristo, en la antigua Roma, el filósofo de origen cordobés, Lucio Anneo Séneca, fue acusado de participar en una conjura contra Nerón. También se le enseñó el camino de salida.  Se suicidó cortándose las venas en un baño de agua caliente. 

Hubo en tiempos del Romanticismo una cierta atracción por el suicidio. ‘Las penas del joven Werther’, obra de Wolfgang Goethe contribuyó por imitación a ello. En algunos países prohibieron su distribución. En España la muerte de Mariano José de Larra de un tiro fue un referente. 

Tomás Martín Tamayo, gran estudioso y conocedor de la obra de Felipe Trigo, narra en un excelente artículo publicado con motivo de los ciento cincuenta años del nacimiento del escritor, cómo fue su suicidio, aportando detalles escalofriantes. En una carta, el autor de ‘El médico rural’, se despide de su familia y justifica los motivos por los que lo hace.

De las variadas causas que llevan a algunas personas a tomar esta irreparable decisión me aterran las provocadas por acoso y las de las personas hundidas anímicamente.  Si son niños o adolescentes son una puñalada a todas las conciencias. Siempre, un portazo airado que llena de remordimientos a los más cercanos. ¿Qué hicimos mal? ¿Qué deberíamos haber hecho?

Hay que intentar eliminar los motivos. Buscar ayuda. Existe un número de teléfono, el 024, disponible para ello.  Ponerse en el lugar de quienes no encuentran otras soluciones, no siendo la muerte ninguna de ellas.  Mientras sigan sucediendo, el engranaje social chirriará alarmantemente.

Conversar

Se charlaba en las fraguas al son del macho en el yunque y del crepitar de la reja en el agua. En las zapaterías, al ritmo de puntadas de lezna y cabo untado con cerote y en las carpinterías a manos de garlopa y pie de rey. Ya no existen.

Quedan resolanas y parques para dar rienda suelta a la palabra y buscar compañía, pero falta gente y sobran prisas. Solo los jubilados han echado el freno a los apremios. ¿Para qué llegar tan pronto de dónde no has de volver luego?

Muchas casas tienen un solo morador. Cuando se echa la noche encima los cerrojos levantan lindes entre la soledad y la calle. Largas veladas a solas. Pero es imprescindible conversar con los demás para que la salud mental no se enroque en las lianas de los malos pensamientos, para drenar preocupaciones que se alimentan con el tictac del reloj en las estancias vacías.  Compartir conversación no es escuchar a tertulianos en la radio o en la televisión.

Verse cara a cara, aunque solo sea para cambiar impresiones sobre el tiempo, saber que las dolencias que se sufren son las mismas que sufre el vecino de enfrente y que le va bien con ese tratamiento. Tener las mismas sensaciones de alegría o de tristeza ante parecidas situaciones ayuda y anima. Un amigo que había pasado por una fuerte depresión me dio un consejo: si alguna vez te pasa, no te encierres. Sal fuera y habla con la gente.

El neurólogo Mariano Sigman dice que “la soledad es tóxica” y que “tener con quien hablar es un enorme paracaídas para la salud”.

Tuve un tío abuelo que fue un gran conversador. Y tranquilo.  Era cartero cuando llegaban al pueblo solo tres periódicos a los tres o cuatro días de editados y que él repartía para sendos suscriptores.

 Algunas veces el alba sorprendió a él y a su amigo Perico charlando en medio de la calle. Venían de regreso a casa haciendo escala de trecho en trecho. Paraban, echaban un cigarro y seguían con la conversación.

Coincidimos un año en la recolección de la aceituna de verdeo. La cuadrilla alrededor del olivo es buen lugar para las tertulias, sin dejar la labor. Relataba historias que los jóvenes no conocíamos, como la de los dos salones de baile que hubo en el pueblo durante la república, uno para los de derecha y otro para los de izquierda. 

Fue a vaciar la espuerta de aceitunas al remolque. Cuando regresó, después de echar un cigarro en el camino y algo de charla con el manijero, el resto de la cuadrilla ya estaba en otros temas, pero él, después de dejar que termináramos, reanudó el que había interrumpido con un … “pues como os iba diciendo”. Tal vez, sin saber quién era Fray Luis de León, intuía que hay puentes de palabras que unen pasado con presente.

De dones y otros títulos

 

Parece ser que a doña Elena de Borbón no le ha gustado que una periodista se dirigiera a ella sin anteponer el calificativo de doña.

En la Edad Media este tratamiento era privativo de reyes, parientes reales y altas dignidades de la iglesia. Según el historiador toledano Pedro Salazar Mendoza (1549-1629) no era permitido nada más que “a los reyes, infantes y prelados”.  Poco a poco fue extendiéndose a otros sectores sociales de alta gama. Se convirtió en hereditario y había que tributar por él.

Cuando obtuvimos el título de Bachiller Elemental nos dijo un profesor que ya teníamos derecho a que nos llamasen de don, con lo que entroncábamos con la noble tradición romana de los ‘dominus’, de donde procede el vocablo. Pero en esas edades casi imberbes no nos distinguían con tal privilegio. Cuando algún docente lo hacía era más preludio de bronca que atributo honorífico o señal de respeto.

Somos un país de títulos y entorchados, de insignias y distinciones donde las palabras antepuestas a los nombres distinguen, seleccionan y dan brillo y esplendor. En muchos casos trazan lindes y barreras y en otros son muestras de consideración.  En mi pueblo, por ejemplo, anteponemos el de ‘tío’ cuando nos dirigimos o referimos a personas mayores. No tiene nada que ver con parentesco ni con compadreo, sino que es una señal de estima.

Existen tratamientos que van ligados al cargo que se ostenta. Cuando teníamos que redactar una instancia, debíamos cursarla con el que correspondía a quien dirigíamos la petición. Hay un variado surtido que va de alteza al don, pasando por excelentísimos e ilustrísimos.  Hartos estamos de escuchar en las Cortes el de señoría y en menor medida el de honorable, quedando muchas veces en evidencia que tales denominaciones les quedan sobradas a quienes deberían ser ejemplos de honor y señorío.

Curiosos son los usos de señor y señora. El femenino se utiliza para las mujeres casadas o viudas. Señorita, para la mujer soltera. Sin embargo, el de señor no distingue estados civiles.

Sin caducar aún los de señorito y señorita, con el significado de personas de notable hacienda en ámbitos rurales. Tampoco tiene que ver en este caso con el estado civil, sino con quienes ejercieron durante siglos dominio sobre territorios y sus moradores. Hoy se considera como un agravio, pero hay todavía quienes lo reclaman como tratamiento.

Curioso también que los niños pequeños llamen ‘seño’ o señorita a su maestra y no le digan señorito a su maestro.

La literatura atribuye el don a quien “da y quita decoro y quebranta cualquier foro”. Don Francisco de Quevedo lo inmortalizó en estos versos: ‘poderoso caballero es don Dinero”. Y Fernán Caballero en este ingenioso epigrama: “Es el Don de aquel hidalgo/ como el Don del algodón/ que no puede tener Don/ sin tener antes el algo.” Lo que recoge el sabio refranero, que no hay don sin ‘din’.

Septiembre, de nuevo

Los cangilones de los meses suben y bajan más rápidos cuando los has visto girar muchas veces. Nuestro reloj interior apresura su marcha con los años.
Pasa el cangilón con la fecha de nuestro nacimiento y nos parece que no hace tanto tiempo lo tuvimos otra vez frente a nosotros.
 Hay otras norias que suben y bajan. Las de ferias. Las que nos producían cosquillas en la barriga y vértigos en las alturas.  Hoy ambas me traen recuerdos y reproducen sensaciones pasadas que vuelven por estas fechas de finales de verano desde el fondo de la memoria.
Sobre el topetón de la chimenea, cerca del almirez, había unos membrillos en tazones de porcelana. Desprendían aromas campestres que se extendían por toda la casa. El olor intenso del tomillo escapaba por la celosía de la alacena y ascendía hasta las uvas en racimos y los melones colgados de los maderos con redes de torvisca. La abuela, a la sombra del parrón, cosía, dejando escapar de vez en cuando algún suspiro. A su lado dormía la gata con jirones de sol sobre su pelo. La voz lejana de un vendedor pregonaba por la calle acelgas, fruta fresca y perejil. La vida se tejía sin prisas, con punto de cruz y bordados de seda de colores sobre redondos bastidores.
Septiembre es un cruce de caminos. De calor que se va y frescor que llega, de fuentes secas y fuertes tormentas. El choque de dos estaciones sin trenes, que produce el verdor de las primeras hierbas en un contraste de ternura y fuerza bruta.
Trae de la mano la cartera con pizarra, pizarrín y enciclopedia, y unos niños que pasan con la cara de sueño interrumpido camino de la escuela.
En las calles de tierra y en los prados que empezaban a verdear jugábamos con ‘repiones’, clavos y billardas. Saltábamos al barranco y a la comba y deslizábamos el tejo jugando a la rayuela.
En las bodegas, unos hombres agarrados a unas sogas sujetas en el techo, pisaban la uva para el mosto primero.
Tiempo de vírgenes y cristos. Antes de que despunte el alba, salen desde la ermita del Ara los fuentelarqueños con su patrona a hombros hasta la iglesia del pueblo. Por pronunciadas pendientes, la Jayona a sus espaldas, San Benito y el Conjuro, al frente, la llevan los romeros después de pasar la noche en vela. Una parada en el puerto mientras el sol se levanta del fondo de la Campiña entre encinas y olivares. En la cruz de Guardado el resto de los vecinos y visitantes aguardan con emoción contenida. Al llegar el cortejo a la explanada los músicos tocan marchas y los cohetes estallan en los albores del cielo.  En la iglesia las campanas repican jubilosamente… Como la razón no alcanza a explicar lo inexplicable, todo este ambiente me conmueve y emociona y soy un romero más que a la virgen acompaña.

SUSTOS Y MIEDO

Empezaban a asustarnos pronto: “Duérmete niño, que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco”.

Los cuentos estaban llenos de ogros, lobos y brujas.  Las pesadillas eran vómitos del subconsciente que no soportaban ingestas tan pesadas.

Nos prevenían del ‘tío de la sangre’ para que no saliéramos solos al campo, sobre todo en esas horas plúmbeas de la siesta, cuando el tiempo se ralentiza en la masa viscosa de la flama.

El pozo, al que nos gustaba asomarnos para ver el brillo de las escamas de los peces, era vigilado por ‘la mora’, que al más mínimo descuido nos tiraría de los pelos para arrastrarnos a las oscuras profundidades.

El sebo, la grasa que le echaban a las ruedas de los carros para que no chirriaran por los caminos polvorientos, se lo asignaban a otro ser temible. Harían con nosotros el lubricante negro.

A los muertos, despedidos con el deseo de su descanso eterno, no los dejaban tranquilos. Los invocaban con extraños ritos espiritistas para hablar con ellos. A nosotros nos producía   desasosiego escuchar hablar de estos temas.

Los que sintonizaban la emisora clandestina, ‘La Pirenaica’, lo hacían con la puerta cerrada y el volumen en mínimos, temerosos de que alguien pasara por la calle y lo escuchara.  Eran tiempos de sospechas y lealtades sin fisuras.

Si pasabas de noche por una calle con poca iluminación podías encontrarte con una marimanta. No entendíamos todavía que su misión era ocultar relaciones o la broma de algún carnavalero cuando estos festejos estaban prohibidos. En muchos pueblos de Extremadura se alude a la ‘Pantaruja’ con misiones parecidas.

Todavía no habían llegado los teléfonos móviles. Solo existían los fijos. Su timbre a deshoras sonaba en el silencio de la casa como una alarma que socavaba los cimientos del sueño. Un latigazo en los oídos que aceleraba las pulsaciones en las sienes. A nadie se le ocurriría llamar de madrugada para felicitar un cumpleaños o quedar al día siguiente para ir de compras. Eran generalmente malas noticias las que se recibían.  

Los golpes en la puerta a horas intempestivas producían el efecto de un mazo golpeando el corazón. Un grito de socorro o una amenaza que invadía nuestra intimidad.

Hubo aldabonazos de infausta memoria, invitando a paseos a quienes nunca volvieron.

A las familias que los padecieron les quedó el rastro del miedo prendido en las alas de los prolongados ecos. Un estigma que nunca superaron.

Solo los que esperan fuera saben cómo es el terror, reflejado en los ojos del que abre.

¡Cuánta aprensión, cuántos enemigos reales o imaginarios condicionan la existencia!

A un paisano emigrante le escuché una noche de aquellas una frase que no olvido. Los demás amigos le avisaron para que bajase la voz. Criticaba algunos comportamientos de gente notable y había ciertas personas con las antenas desplegadas: “¡Lo que nos hacía falta, en la cárcel y con miedo!”

Lo que se espera de nosotros

 

 

 

 

 

 

El día de nuestro marqueo, como era tradición, los quintos comimos caldereta e hicimos muchas tonterías. A los mozos, que eran ofrenda y servidumbre de los pueblos a la sociedad a través del ejército, nos consentían y reían excentricidades propias de la situación y de la edad.

Unos con entusiasmo y otros por no desentonar seguimos las costumbres de nuestros padres y ancestros. Era lo que el pueblo esperaba y nosotros para no defraudar esas expectativas hicimos ostentación de nuestra efímera condición.

Nos talló el cabo de los municipales y nos reconoció uno de los médicos del pueblo. ¿Tienes algo que alegar? No. Pues ancha es Castilla. Visitamos las casas de todos los tallados. Pasamos de los dulces y el aguardiente al vino. A la hora del almuerzo fuimos a comer la caldereta que nos prepararon. Puede suponerse el estado general de la tropa a la caída de la tarde. Pues nada, aquí no se va nadie a casa. Decidimos pasar la noche en la casilla que nos sirvió de cuartel general. De mobiliario disponíamos de cuatro sillas de enea desvencijadas y un par de puertas viejas en el suelo. Encina de una de ellas, evitando el picaporte y soportando unos adornos oxidados en las costillas, pasé yo tan ‘placentera’ velada.

Al amanecer recorrimos las calles del pueblo con cantos tradicionales y formando bulla para hacernos notar. ‘Quinto levanta, tira de la manta’. Llevábamos una garrafa de vino de arroba y una escupidera. De ella bebíamos (limpia, eso sí, faltaría más).

Viene esto a cuento del efecto Pigmalión, el escultor que talló a la bella doncella Galatea. Se enamoró de su obra con tanta pasión y entrega que la diosa Afrodita compadecida de él la convirtió en ser vivo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las expectativas que tienen unas personas sobre otras influyen en la manera de comportarse estas, positiva o negativamente. El pueblo esperaba que los quintos de aquel año nos comportásemos como lo habían hecho los que nos precedieron y nosotros actuamos para no defraudarlos.

El efecto Pigmalión tiene su parte provechosa en cuanto que puede servir de estímulo. En la docencia, el alumno responde mejor cuando sabe que  el profesor tiene un buen concepto de él.  Si mi padre confía en mí yo procuraré no defraudarlo.

En este contexto de expectativas y respuestas se desarrollan muchos comportamientos. En cierto sentido también estamos condicionados por ellos.

Somos consecuentes con la estima que nos tienen. Por eso la expresión: ‘No me esperaba eso de ti’ supone una decepción a una conducta esperada y para el que se lo dicen, un ataque a su autoestima.

 

 

 

 

 

 

 

Un paisano mío, de mejorable reputación, al que importaba más la olla que la fama, reaccionó así cuando le recriminaron, de guasa, su mal comportamiento:

¿Qué va a pensar la gente de ti?

Y a mí qué me importa, respondió, yo tengo los chivos vendidos y el dinero en la faldriquera.

Confieso que he vivido

(En recuerdo de Pablo Neruda)

La misión encomendada,

que solo era vivir,

está casi cumplida.

Espero que ese pico que me queda

sea de largo como lo tiene la cigüeña.

No me dieron cuaderno de bitácora para esta travesía,

así que obré como mis padres me enseñaron,

y un poco a mi manera,

saqué los pies fuera del tiesto.

¿Usted no ha roto nunca un plato?

Yo sí, casi una loza entera.

Me equivoqué a menudo,

otras veces, no tanto.

De nada sirve a estas alturas

decir si yo hubiera sabido…

Tampoco nos facilitaron

boleto de regreso

para volver sobre los pasos.

En la vida no hay moras verdes

que eliminen las manchas de las negras.

Eso  solo sucede

con las de la morera que está cerca del pozo.

Lo que en un momento es,

al poco ya ha cambiado.

El yerro permanece,

aunque intentes borrarlo o sobrescribas.

No nos vale el borrón y cuenta nueva.

Con errores y aciertos

forjamos el destino.

Atrás queda la estela que dejamos,

que como el humo blanco

de los aviones en el cielo,

desaparecerá

después de habernos muerto.