Azul y rojo en mayo

Mi intención era escribir esta columna sobre la luz del mes mayo, pero estando en ello se fugó la eléctrica por no sé qué vericuetos cableados. Noté su ausencia en el corte de las comunicaciones y me produjo una sensación de aislamiento, acostumbrados como estamos a la prontitud de los wasaps y los teléfonos. Y entonces me acordé de los grandes hormigueros que son las ciudades, jaulas con los ascensores detenidos a mitad de camino entre dos puertas. De los trenes parados en túneles y en vías como culebras metálicas muertas. De los semáforos con sus guiños ciegos. Me acordé del kit de supervivencia que había recomendado la Comisión Europea por medio de su Comisaria de Gestión de Crisis.

En estos casos de grandes sucesos es conveniente salir a la calle para pulsar en las esquinas y mentideros la opinión de los vecinos. La compañía alivia.  Uno de los presentes, poco hablador, pero expresivo en gestos, se rasca la nuca con un ojo cerrado y otro mirando al infinito de la suspicacia. ¡A mí no me la dan con queso! Se habla de otros tiempos, de cuando había que tener siempre a mano velas, quinqués y candiles porque al menor soplo del viento se caían los palos del tendido.

Hay desconfianza y recelo. Creemos poco y dudamos de todo. Los bulos en las redes están liando una madeja de la que es muy difícil encontrar los cabos. Un agorero predicador de calamidades suelta que ya estamos igual que algunos países caribeños con los cortes de luz.  Otro, que aquí hay vatio encerrado. Casi nadie se fía de las noticias oficiales.

Lo que es cierto es lo dependientes que somos de la energía. Y en qué bases tan inestables se apoya nuestro bienestar. Hasta la cerveza que cae espumosa en los vasos con solo mover una palanca del surtidor necesita la cosquilla que le presta la corriente eléctrica.

Visto lo visto y oído lo oído me voy a casa. La radio nos une al exterior, como aquella tarde de febrero del 81. ¿Recuerdan? Al escribir la fecha un estremecimiento de asombro ante el abismo del tiempo ha recorrido mi mente.  

Voy a lo que iba, a mi intención primera de escribir esta columna sobre el mes de mayo. De la luz natural y de las flores.  De la fertilidad de la tierra que aflora pletórica de frutos.

Del rojo de la sangre de Chicago que dio origen a la celebración del Día del Trabajo, de la que ocasionó la Guerra de la Independencia. Del azul del cielo y la ofrenda al patrón de los campesinos.  De la celebración de Las Cruces en Feria, Zahínos y Azuaga. Me incordian los recelos que empañan colores con ideologías en cuyo fango siempre hay alguien dispuesto a cargar el mosquetón de las diatribas. Paz y bien. Mayo levanta el telón del escenario de la vida. A disfrutarla.

Gallinas y gallos

Casi todas las casas disponen de patio y corral. Y en cada corral hay gallinas y un gallo pendenciero defensor de sus dominios al que hay que mantener a raya con un palo para que no se nos tire.

Una misma especie y dos caracteres diferentes marcados por el sexo. Referentes de la cobardía y la valentía.

Esquivas, ellas. Solo cuando están echadas en la puesta consienten que se les pase la mano por encima. Altaneros, los gallos. No necesitan cambio de horario de invierno y verano. Al clarear despiertan y al ocaso se acuestan.  En su madrugar solamente los superan aquellos labriegos con agallas cuando salen con los burros del cabestro y en el campo despabilan las alondras ‘agachás’ entre los surcos del barbecho, según cuenta Luis Chamizo en los Consejos del tío Perico.

El canto del gallo, que marcó las tres negaciones de Pedro, es descrito en bellas imágenes literarias con las prisas por querer quebrar albores en el Cantar de Mio Cid y con las piquetas que cavan buscando la aurora en Federico García Lorca.

Unos y otras escarban y remueven la tierra afanosamente buscando el alimento. Su época dorada, allá por septiembre cuando, recogido el cereal de las eras, les dan larga por los ejidos para apurar los sobrantes.

Las gallinas dan nombre al reconfortante caldo para convalecientes y al tabaco de liar. Surtidoras de alacenas y despensas de casas humildes y pudientes. Los huevos fritos no son clasistas. El refranero recoge el ciclo más provechoso de su producción: Véndelas por San Juan y cómpralas por Navidad. Los palos donde duermen dan nombre a las localidades más altas y baratas de los espectáculos.

Anidan cluecas y a los veintiún días sacan sus polluelos, ovillos de algodón que encuentran protección bajo las alas extendidas de la madre.

En las noches frías de primavera los metemos en una caja y los colocamos en la tarima al lado del brasero. Tras unos leves piares quedan en silencio hasta la mañana siguiente que los devolvemos con su madre.

Se ha perdido el oficio de recovero y el cacareo del medio día anunciando la puesta.

Gallinas, gallos y demás aves de corral han sido llamados a capítulo por el Gran Hermano que todo lo controla. No prohíben tenerlos, pero las explotaciones de autoconsumo que no sobrepasen el número de treinta también deberán estar registradas, como las grandes granjas. Los propietarios deben darse de alta, con gestión de claves para tramitación electrónica y especificar las especies, finca donde las tienen y tipos de producción, entre otros detalles. Todo sea por la salud, prevención y control de las pandemias.

¡Si mi vecina Josefa levantara la cabeza! Tenía tres gallinas en su pequeño corral y esperaba cada día a que pusieran para venderlos o cambiarlos en el comercio de comestibles por unas sardinas con una cucharada de aceite. Aquella economía de subsistencia que era el trueque…

El coche de san Fernando

Después de un periodo de andar a gatas empezamos a dar los primeros pasos, vacilantes y temerosos ante lo desconocido. Unos brazos siempre abiertos, como de ángeles custodios, nos protegían y abrazaban efusivos al finalizar cualquier pequeño trayecto. ¡Qué alegría cuando llegábamos hasta ellos tras ir apoyándonos de silla en silla!

Principiábamos a practicar el medio de locomoción más antiguo y autónomo. El que nos llevaría y traería sin tener que sacar billete ni darle explicaciones a nadie. Ha pasado de generación en generación sin modificaciones en lo básico, que es poner un pie detrás de otro.  El ingenio popular lo bautizó como el coche de san Fernando, un rato a pie y otro andando.

Los trabajadores del campo lo practicaban con ropa de faena, alforja al hombro y botos bastos para desplazarse a los tajos. 

Ahora, generalmente, caminamos para conseguir una aceptable forma física, mantener las analíticas sin altibajos preocupantes y por el placer de disfrutar de la naturaleza recorriendo bellos parajes.  

Se le han añadido accesorios.  Calzado, vestimenta de marca y bastones que más que de senderismo parecen de esquí. Todo con un toque anglosajón en la terminología para darle caché y esnobismo a esta actividad milenaria. Está bien, sobre todo lo del calzado adecuado.

Los jóvenes de antes gastábamos las medias suelas desplazándonos a otros pueblos cercanos.  Los del mío íbamos a Berlanga, que está a tres kilómetros, sobre todo para asistir a los bailes de los domingos en el salón anexo al Bar Nuevo. Los organizaba un célebre personaje conocido en toda la comarca.  Por su minusvalía se sentaba al lado de la puerta de entrada con su muleta en ristre, como barrera de aduana y aviso para los avispados que intentaban colarse sin pagar. Acompañaba el alzamiento amenazante de la muleta con una retahíla de improperios de los de santiguarse cuando alguien intentaba engañarlo. Pero tenía buen corazón.

Los que disponían de bicicleta la utilizaban para ir y venir. Disponían de un faro de dinamo o de una linterna atada al manillar para alumbrar el camino y que los vieran. Los bajos de los pantalones se los recogían con unas pinzas.  Las voces de sirena de los amoríos eran el combustible del pedaleo. En ocasiones viajaban dos en la misma. El acompañante en el portamaletas o a mujeriega en la barra. Las guardaban en un bar cercano por un precio módico para quitarlas de la intemperie y evitar desperfectos mientras duraban el baile y los cortejos.

 

De vuelta a casa se comentaban las incidencias de la velada.  Unos volvían con ganas de que llegara pronto el próximo domingo y otros con más vasos que besos en el cuerpo. A mitad de camino, al paso por el Cerro Gordo, que a mí me parecía muy grande y ahora muy pequeño, todavía resonaban en nuestras cabezas los acordes del saxofón de Julio el de Alvarito. Quedan gratos recuerdos y amigos de entonces.

Cabos de amarre

Los calendarios internos de nuestra infancia no contaban días, semanas ni meses. Se regían por las sensaciones que nos causaban determinados hechos. El comienzo y final del curso. La llegada de los Reyes Magos.  El amarillo de las eras, los carros dejando rastro de paja por las calles empedradas. Las lluvias otoñales que ponían verdes los prados del ejido. La llegada de las golondrinas que hacían sus nidos en los maderos donde se guardaba el cisco y donde a nosotros nos ponían los columpios con una soga y un costal. Las migraciones de los gansos que pasaban de noche por los caminos del cielo. El canto de los grillos, los largos crepúsculos veraniegos y su pronto declinar cuando pasaba la feria.

Pasábamos de las zapatillas a las katiuskas, de los paraguas y el uso de zancos para meternos en los charcos a andar descalzos por la acera en las soporíferas horas de la siesta.

La naturaleza nos marcaba el ritmo. Caían las hojas de los árboles y salían nuevas yemas a las ramas.

En esos cambios, separados por amplias lindes, fuimos descubriendo el mundo. Atisbamos a la muerte en los dobles de campanas y en los lutos, que caían como una capa de silencio sobre las rutinas y cerraban las puertas de la calle al paso de la luz en los zaguanes. Supimos que las cigüeñas no eran cosarios de la vida, que existían amores distintos a los de los padres, que alteraban la forma de comportarnos.

Las obligaciones eran pocas:  ir a la escuela y hacer algunos recados. Lo demás, el juego y los amigos. Pero la tristeza de la familia calaba nuestro estado de ánimo. Los tictacs del reloj en la sala donde se reunían cada noche las hijas con su padre, que pasaron hasta entonces desapercibidos, empezaron a punzar los silencios entre suspiros cuando este murió.

Casi sin darnos cuenta, nos hicimos adultos. Empezamos a poner razones donde antes solo había sentimientos y la vida fue mudando la piel delicada por otra más curtida.

Quedan islotes de entonces. Un micelio de memoria los une bajo el agua.  Lo demás se ha ido sumergiendo poco a poco en el fondo. De vez en cuando salen a la superficie, fugaces, como los peces en las aguas del pantano. La atractiva muchacha de un circo, un borracho que pasa por la calle de tierra con charcos y sin luces cantando ‘La cama de piedra’.  Un tiro en la noche que nos sobrecoge y aún retumba de roca en roca. 

Lo peor de la memoria es que quienes compartieron contigo algunas vivencias las hayan olvidado o hayan muerto. Cuando cuentas algo y miras alrededor para buscar asentimiento faltan muchos que puedan confirmarlas. Caes entonces en la cuenta de que los cabos de atraque se han ido soltando poco a poco del amarradero del puerto y tu barca navega mar adentro a la deriva.

 

Según y cómo

Los que nos precedieron amojonaron el camino con consejos y refranes para que los que vinieran detrás aprovecharan su experiencia atesorada a base de observación, aciertos y errores. Pero hay contradicciones en esos aforismos porque la vida no transcurre igual para todos y cada cual cuenta la feria según le va.

Si uno dice que no por mucho madrugar amanece más temprano, hay otro que aconseja hacerlo para que Dios ayude.  Que un pájaro en la mano vale más que ciento volando y, sin embargo, también nos previenen de que el que no arriesga no gana. Todos contienen una parte de razón, según las circunstancias. Tenerla siempre es muy difícil.

Ciertos temas están recubiertos de afiladas aristas y al tocarlos cortan. Las opiniones políticas, en muchos casos, opuestas, viscerales e irreconciliables que oímos, no solo en las tertulias televisivas y radiofónicas, sino en nuestro círculo de amigos y conocidos, nos muestran la diversidad de percepciones de la realidad, tamizadas por cedazos de intereses, fobias y filias. Pocas, por el sentido común, aunque todos lo reivindican como propio.

Conviene distanciarse para tener una visión más amplia que la que proyecta la sombra de nuestras propias narices. Aceptar la posibilidad de que el otro puede tener razón y yo estar equivocado antes de echarse al monte de los improperios y en trance de cogerse por la pechera cuando hierve la sangre y faltan palabras para apoyar nuestros argumentos. Actitud tan extrema, como inútil. Nadie convence a nadie con insultos. Al contrario, profundizan las diferencias.

Ha habido dictadores en la historia considerados unos tiranos sanguinarios por ciertos sectores y héroes que salvaron a sus países de presuntos peligros interiores o exteriores por otros.

Los pactos con otras formaciones políticas buscan la estabilidad de los gobiernos cuando se está en minoría o el interés particular para permanecer en el poder a cualquier precio. Según lo haga un partido u otro.

Los que vienen en patera son unos potenciales delincuentes que enturbian nuestra convivencia con desórdenes y robos o personas que huyen de la miseria de sus países de origen, jugándose la vida en el intento.

Los que se suben en el burro ni se bajan ni dan su brazo a torcer fácilmente. Si rectificar es de sabios, aquí somos más de sostenerla y no enmendarla, poniendo los atributos masculinos como garantía.

Si los que defienden con vehemencia a quienes son de su cuerda cuando aciertan y critican virulentamente al adversario cuando yerra, hicieran lo mismo cuando los oponentes atinan y los suyos meten la pata hasta el corvejón, serían dignos de encomio. Pero eso es una utopía que supera a la imaginada por Tomás Moro.

Buena predisposición para los debates sería aplicar a los mismos lo que decía el escritor francés de Burdeos Michel de Montaigne. “Cuando me llevan la contraria, despiertan mi atención, no mi cólera. Me ofrezco a quien me contradice, que me instruye”.

Estampas de otoño

 

Tras un largo paseo campestre me he sentado al tibio sol del otoño cerca de un meandro del arroyo de la Corbacha, que discurre por la Campiña Sur de camino para el Matachel, rodeado extensos olivares, terrenos de labor y partes de posío. Enfrente, el collado de “Las Majadillas”, topónimo que recuerda su pasado pastoril y ganadero.

Pasan los cazadores rastreando por tomillares y barbechos. Algún tiro y ladridos de perros rompen momentáneamente el silencio de la mañana. Después solo se oye el rumor de la corriente del agua como una musiquilla de cascabeles de cristal por las pequeñas quebradas que forman las rocas entre juncos y adelfas.

Allá arriba el águila mece su augusta majestad y los aviones pasan dejando cicatrices blancas en el cielo, que poco a poco se desvanecen.

El verano se despidió dando tumbos y latigazos luminosos, ahíto de soles y calimas saharianas.

Se posó el rocío, tarjeta de visita del relente, sobre el pasto de las vegas en los amaneceres.

Los vientos ábregos comenzaron a espabilar a las alamedas de su dilatado letargo veraniego y estas responden con risueños desperezos. Sus hojas, desprendidas por el viento, han empezado a hilvanar tapices ambarinos sobre las riberas. Van ampliando sus dominios las umbrías a medida que el sol baja hacia el solsticio. Bardas sobre el horizonte de la sierra anunciaron las primeras lluvias del otoño, que tienen entre sus atributos el color verde hierba y la fragancia fresca y penetrante de la tierra mojada. Han sido generosas estos días. Bálsamo para la piel quemada de la tierra y esperanza de fruto en ciernes para la labranza.

Al anochecer la luz de la farola de la esquina riela sobre el agua caída.  En los cristales de mi habitación, las gotas forman, juntándose unas con otras, pequeñas y sinuosas cordadas que se precipitan hasta el junquillo de la ventana donde se pierden en el crisol ceniciento de la tarde.

Por los límites difusos del olvido y la añoranza vaga la melancolía con un fondo musical y algún recuerdo lejano que quizás nunca existió.

Días de aceitunas, mazo sobre piedra y tinaja de barro para su endulce. Hormigas de alas, ballestas de furtivos cazadores a la espera de que piquen alondras y trigueros.

Tiempo de jugar a pinchar el clavo sobre el prado humedecido, de desplazar a la rayuela con el pie, de lanzar la peonza y cogerla para que siga girando sobre la palma de la mano. De bolindres y billardas. De cortar el hilo y recorrer las calles con los aros… Entre las juntas de los rollos de las calles brotaban las hierbas primerizas…

Otoños pasados que siempre acuden a la memoria por estas fechas, aunque el asfalto y el cemento han suplantado a la tierra y los niños no juegan en las calles a juegos sobre los que caen las cenizas del olvido en el rincón del abandono.

Llerena

Al sureste de la provincia de Badajoz, blanca de cal y roja de mudéjar, destaca, en el ancho corredor de la campiña, entre la sierra de San Miguel y la de Hornachos, Llerena, equidistante de tres capitales de provincia, Badajoz, Córdoba y Sevilla.

Según don Luis Zapata de Chaves “…lugar…feliz de sitio, fértil de suelo, sano de cielo, soberbia de casas, agradable de calles, abundante de hermosas, llena de caballeros y letrados y de tan raros ingenios, que apenas necio podrá hallarse uno.”

Apasionante su historia, con ilustres personajes y gran riqueza patrimonial. Pero no va de ello la columna. Tiene Llerena competentes historiadores de acreditada solvencia para estos menesteres.

Va del presente, de la fructífera dinámica social que generan sus moradores de la que surgen actividades artísticas, culturales y recreativas. La historia no es corsé ni motivo de parálisis por el embeleso en su grandeza, sino terreno abonado para fijarse nuevas metas.

Con arraigada tradición musical, dispone de escuela de música, peña flamenca, coral, banda, charangas y grupo rociero.  

Una apreciada compañía de la escena, Teatro de Papel, con variado repertorio, que abarca desde los clásicos a don Ponciano, pasando por Cervantes y Moliere, y un  prestigioso elenco de actores.

Morrimer, es la asociación cultural que organiza anualmente el prestigioso certamen de cortos ‘El pecado’, ya en su vigésima tercera edición. Han producido documentales tan interesantes como La columna de los ocho mil o Los refugiados de Barrancos.

Un grupo de senderismo con aromas de tomillo y romero, ASTOLL, con una organización y funcionamiento merecedores de encomio. Elabora un atractivo calendario de rutas, entre las que destaca la del Rey Jayón.

En el campo deportivo tiene equipo de fútbol y de baloncesto y peñas de los más renombrados equipos nacionales 

Una asociación carnavalera, ‘El Matasuegras, organiza los carnavales, donde la dinastía de reyes y reinas ha alcanzado tal alcurnia que ya dispone de reina vitalicia.

Una asociación de molineros y huertanos que dispone su fiesta allá por la Candelaria…

Podría seguir enumerando, pero valgan estos ejemplos como muestra.

Haría falta quizás una asociación de asociaciones para coordinar actos que repercutan en el bienestar y desarrollo económico y humano del pueblo y la comarca. Así se ganaría fuerza en apoyo de iniciativas que afectan a todos. Hospital, tren y autovía forman trípode y columna vertebral de estas reivindicaciones.

Como en cualquier sitio, de todo hay en la viña del Señor, sin que falten los que “miran, callan y piensan/ que saben, porque no beben/ el vino de las tabernas”. Son los menos.

Arturo Gazul Sánchez Solana escribió que “la finura y espiritualidad de Llerena se debe a la torre; su llaneza de carácter a la llanura de su campiña, su franqueza humana y cordial a la amplitud soberana de su horizonte, su misticismo al infinito de su paisaje; la áspera dureza de algunos de sus hijos, acaso a la sequedad de la sierra”.

Mitos

 

Unos niños juegan en la plaza sin ser conscientes de que están construyendo un mundo de añoranzas para cuando sean mayores. Echarán de menos a esos amigos con los que comparten sus juegos, el toque de las campanas llamando a misa, el sol que se despide amarillo del chapitel de la torre y los grajos y palomas que vuelan alrededor.

Para entonces el tiempo habrá modificado en su memoria este momento.

En su transcurso la fantasía irá llenando de aderezos sus recuerdos. Y ya no serán como fueron, sino como les gustaría que hubiesen sido.  “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, en palabras de Gabriel García Márquez.

Suele darse en las vivencias de nuestra infancia y juventud. De ahí, quizás, lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero no es así. Tendemos a quitar espinas y a conservar las rosas, a mantener lo dulce y a eliminar lo amargo. Si le ponemos un poco de luz a la razón veremos que lo que se idealiza no fue tan placentero como lo contamos. Que sufrimos y tuvimos que enfrentarnos a momentos desagradables, traumáticos en ocasiones.  Que cuando estábamos en el cenit de lo que se supone el disfrute de la juventud también zozobramos muchas veces.

Creamos mitos y los veneramos, como los pueblos primitivos levantaban altares a sus dioses o tótems a sus creencias.

La muerte es la aduana de la inmortalidad para los que brillaron y se fueron. Necesitamos algo permanente en un mundo volátil. Ídolos que, aunque sean de barro, nos parezcan eternos y nos ayuden a tener anclaje en ese refugio, más proclive a la emoción que al raciocinio.

Suele suceder también en el deporte y en los toros.

Los cronistas glosan con hiperbólicas imágenes las gestas de quienes fueron celebrados jugadores de fútbol. Gainza fue apodado El Gamo de Dublín, Di Stéfano, La Saeta Rubia, Gento, La Galerna del Cantábrico, Gorostiza, La Bala Roja…

Si nos dicen de corrido la delantera de los años cuarenta del Atlético de Bilbao (Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo, Gainza) o la de los Cinco Magníficos de los años sesenta del Real Zaragoza (Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra) transformamos en imágenes jugadas de ensueño desde las ondas sonoras de Carrusel Deportivo en aquellas tardes de domingo.

En el mundo del toreo existen mitos y leyendas que trascienden a una época determinada. Manolete sigue muriendo cada año en la plaza de Linares. Se rememoran lances y anécdotas de los toreros. Reales unas, inventadas otras y mitificadas todas. La rivalidad de Lagartijo y Frascuelo, Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, Joselito el Gallo y Juan Belmonte, entre otros. Faraones y califas toreando al natural en el ruedo de las fantasías.

Sublimamos a personas y situaciones como una aspiración de permanencia. Quizás por lo que soñamos o quisimos haber sido y nunca fuimos.  

Dichosas rutinas

Esas pequeñas cosas, aparentemente intrascendentes, que nos producen un bienestar difuso, sin altibajos emocionales, conforman el núcleo central y más estable de nuestra vida. El que, como un pegamento, une alegrías y penas, formando un todo indisoluble.

No es fácil mantener el ánimo siempre en la cúspide. Hay curvas, piedras y pendientes en el camino y cuando menos te lo esperas, en un cambio de rasante, te das de bruces con un problema mal aparcado. Se alteran nuestros signos vitales básicos y al corazón le cuesta volver a sus cadencias habituales.

Los momentos de felicidad son resplandores que desaparecen pronto. Desde las simas de las aflicciones cuesta más trabajo levantar el vuelo. Resplandores y oscuridades se alternan en el inevitable transcurrir del tiempo.

En medio de ellos, la monotonía de las rutinas, que a fin de cuentas es el intervalo más duradero y estable.  Es como la materia oscura del universo que, según los astrónomos, no emite ninguna radiación electromagnética, pero está ahí, influyendo en el movimiento y sincronía de las galaxias. Espacio y tiempo sin límites claros donde se desarrollan acciones a las que no les damos importancia, pero que forman el armazón que da estabilidad a nuestra estructura emocional. Hábitos adquiridos inconscientemente por la tendencia natural al equilibrio.

También tiene placeres la monótona cadencia de los días, como el remanso de agua cristalina entre el verde frescor de la floresta, alejada de violentas correntías.

Acudir al trabajo y esperar con ilusión el fin de semana. Echarte a la siesta, el paseo diario, las copas cuando plazca y charlar con los amigos, sentarte en la puerta de tu casa a ver pasar la gente e intercambiar tópicos sobre el estado de la atmósfera. Calentarse en la candela de llamas los crudos días del invierno, oyendo el crepitar de la leña. De vez en cuando, según el cuerpo pida y el cariño demande, ascender a la cumbre donde Venus y Cupido tienen posada.

En estos días de vacaciones muchos buscan playas. Allí se supone que los que van encuentran lo que buscan. Los que permanecemos en tierra adentro somos marineros en mares ondosos de trigales. Al viento, velas de la flor de espliego. Aquí no planean gaviotas en el aire, son pardales, alondras, colorines y trigueros los que vuelan sobre sembrados pegujales. Las corrientes marinas, senderos trazados en la piel de las dehesas. Las mareas, que la mar nos presta, las hacemos viento para limpiar los trigos de las eras, bieldo en mano, hacia la luz lanzados bajo el azul de todas las riberas.

Cada cual, según edad y condiciones, disfruta a su manera. Unos mirando una cometa que se eleva y se sostiene sobre el fondo azul del cielo, otros contemplando crepúsculos de atardeceres y amanecidas.

No busquemos penas, que esas vienen solas.  Con estos buenos deseos me despido hasta septiembre, pasada que sea la vorágine festiva de agosto.

Noche estrellada

 

Julio se nos presenta en la campiña con envoltorio de rastrojos y manantiales en retroceso en su interior. La luz del sol, en las paredes encaladas de nuestros pueblos blancos, ciega a quien la mira. Hay huellas secas de carros y labriegos que traen las mieses de los campos de labor hasta las eras por los caminos del sudor y la fatiga. A lo lejos, espejismos de llamas temblorosas que brotan de la tierra. El aire se va haciendo denso y desploma su pesadez en las solanas. 

Por los campos se escuchan cantes de trilla y de siega con cadencias de expresivos silencios. Un remolino inesperado, que al poco desaparece, levanta espirales de polvo y espinos secos. Al mediodía, con el sol en lo alto, llega al agua del pozo un haz de luz, que muestra fugazmente el brillo de las escamas de unos peces y las rocas del fondo.

Cuando la tarde alarga las sombras es hora de buscar los oasis de frescor en las huertas y las norias. Los cangilones suben el agua hasta la superficie y la reparten por acequias, surcos y canteros.

Son recuerdos de veranos pasados. Después vinieron otros, pero, como las golondrinas del poema de Bécquer, aquellos nuestros, cuando creímos que el mundo giraba alrededor nuestro, no volvieron.

Esta estación veraniega nos ofrece también la posibilidad de contemplar el misterio insondable del cielo estrellado.

Arriba sigue la franja del Camino de Santiago por donde fuimos descubriendo las constelaciones que forman las estrellas: escorpiones, dragones, osos, peces, toros…, pero sus guiños ya no son cómplices de secretos que entonces compartimos.  Hoy, en esta hora de volver a los recuerdos, como en el tango de Gardel, nos miran a nuestro paso burlonas e indiferentes.

Conviene observar el cielo para darnos cuenta de lo insignificantes que somos y la importancia que nos damos.  Nos brinda la oportunidad de pensar sobre el sentido de la vida y sobre la función que desempeñamos en el engranaje de la naturaleza.

Echo de menos aquellas noches de mi infancia tendido en la era, cuando el relente se posaba sobre nuestros cuerpos. Empecé por entonces a sorprenderme de la grandeza  del universo y a hacerme preguntas a las que no he logrado encontrar respuestas todavía.

Una de aquellas madrugadas un suave vientecillo levantó fragancias en la vega del río. La luz de la luna destacaba difusos caminos en la llanura y entre los olivares.  Cantaban los grillos y las ranas. 

Estuvimos mucho tiempo sin hablar.  Nuestros corazones latían como dos piezas más en la armonía universal. Nos sentíamos parte integrante de la inmensidad del cosmos.

Deseé que nunca terminara aquel momento, aquella sensación inabarcable de dicha y de paz.

Volvimos por una vereda sin límites claros todavía. Empezaba el alba a dibujar con tonos rosas el tapiz del saliente y las hojas de los chopos se desperezaban con la brisa de la amanecida.