Llerena

Al sureste de la provincia de Badajoz, blanca de cal y roja de mudéjar, destaca, en el ancho corredor de la campiña, entre la sierra de San Miguel y la de Hornachos, Llerena, equidistante de tres capitales de provincia, Badajoz, Córdoba y Sevilla.

Según don Luis Zapata de Chaves “…lugar…feliz de sitio, fértil de suelo, sano de cielo, soberbia de casas, agradable de calles, abundante de hermosas, llena de caballeros y letrados y de tan raros ingenios, que apenas necio podrá hallarse uno.”

Apasionante su historia, con ilustres personajes y gran riqueza patrimonial. Pero no va de ello la columna. Tiene Llerena competentes historiadores de acreditada solvencia para estos menesteres.

Va del presente, de la fructífera dinámica social que generan sus moradores de la que surgen actividades artísticas, culturales y recreativas. La historia no es corsé ni motivo de parálisis por el embeleso en su grandeza, sino terreno abonado para fijarse nuevas metas.

Con arraigada tradición musical, dispone de escuela de música, peña flamenca, coral, banda, charangas y grupo rociero.  

Una apreciada compañía de la escena, Teatro de Papel, con variado repertorio, que abarca desde los clásicos a don Ponciano, pasando por Cervantes y Moliere, y un  prestigioso elenco de actores.

Morrimer, es la asociación cultural que organiza anualmente el prestigioso certamen de cortos ‘El pecado’, ya en su vigésima tercera edición. Han producido documentales tan interesantes como La columna de los ocho mil o Los refugiados de Barrancos.

Un grupo de senderismo con aromas de tomillo y romero, ASTOLL, con una organización y funcionamiento merecedores de encomio. Elabora un atractivo calendario de rutas, entre las que destaca la del Rey Jayón.

En el campo deportivo tiene equipo de fútbol y de baloncesto y peñas de los más renombrados equipos nacionales 

Una asociación carnavalera, ‘El Matasuegras, organiza los carnavales, donde la dinastía de reyes y reinas ha alcanzado tal alcurnia que ya dispone de reina vitalicia.

Una asociación de molineros y huertanos que dispone su fiesta allá por la Candelaria…

Podría seguir enumerando, pero valgan estos ejemplos como muestra.

Haría falta quizás una asociación de asociaciones para coordinar actos que repercutan en el bienestar y desarrollo económico y humano del pueblo y la comarca. Así se ganaría fuerza en apoyo de iniciativas que afectan a todos. Hospital, tren y autovía forman trípode y columna vertebral de estas reivindicaciones.

Como en cualquier sitio, de todo hay en la viña del Señor, sin que falten los que “miran, callan y piensan/ que saben, porque no beben/ el vino de las tabernas”. Son los menos.

Arturo Gazul Sánchez Solana escribió que “la finura y espiritualidad de Llerena se debe a la torre; su llaneza de carácter a la llanura de su campiña, su franqueza humana y cordial a la amplitud soberana de su horizonte, su misticismo al infinito de su paisaje; la áspera dureza de algunos de sus hijos, acaso a la sequedad de la sierra”.

Mitos

 

Unos niños juegan en la plaza sin ser conscientes de que están construyendo un mundo de añoranzas para cuando sean mayores. Echarán de menos a esos amigos con los que comparten sus juegos, el toque de las campanas llamando a misa, el sol que se despide amarillo del chapitel de la torre y los grajos y palomas que vuelan alrededor.

Para entonces el tiempo habrá modificado en su memoria este momento.

En su transcurso la fantasía irá llenando de aderezos sus recuerdos. Y ya no serán como fueron, sino como les gustaría que hubiesen sido.  “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, en palabras de Gabriel García Márquez.

Suele darse en las vivencias de nuestra infancia y juventud. De ahí, quizás, lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero no es así. Tendemos a quitar espinas y a conservar las rosas, a mantener lo dulce y a eliminar lo amargo. Si le ponemos un poco de luz a la razón veremos que lo que se idealiza no fue tan placentero como lo contamos. Que sufrimos y tuvimos que enfrentarnos a momentos desagradables, traumáticos en ocasiones.  Que cuando estábamos en el cenit de lo que se supone el disfrute de la juventud también zozobramos muchas veces.

Creamos mitos y los veneramos, como los pueblos primitivos levantaban altares a sus dioses o tótems a sus creencias.

La muerte es la aduana de la inmortalidad para los que brillaron y se fueron. Necesitamos algo permanente en un mundo volátil. Ídolos que, aunque sean de barro, nos parezcan eternos y nos ayuden a tener anclaje en ese refugio, más proclive a la emoción que al raciocinio.

Suele suceder también en el deporte y en los toros.

Los cronistas glosan con hiperbólicas imágenes las gestas de quienes fueron celebrados jugadores de fútbol. Gainza fue apodado El Gamo de Dublín, Di Stéfano, La Saeta Rubia, Gento, La Galerna del Cantábrico, Gorostiza, La Bala Roja…

Si nos dicen de corrido la delantera de los años cuarenta del Atlético de Bilbao (Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo, Gainza) o la de los Cinco Magníficos de los años sesenta del Real Zaragoza (Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra) transformamos en imágenes jugadas de ensueño desde las ondas sonoras de Carrusel Deportivo en aquellas tardes de domingo.

En el mundo del toreo existen mitos y leyendas que trascienden a una época determinada. Manolete sigue muriendo cada año en la plaza de Linares. Se rememoran lances y anécdotas de los toreros. Reales unas, inventadas otras y mitificadas todas. La rivalidad de Lagartijo y Frascuelo, Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, Joselito el Gallo y Juan Belmonte, entre otros. Faraones y califas toreando al natural en el ruedo de las fantasías.

Sublimamos a personas y situaciones como una aspiración de permanencia. Quizás por lo que soñamos o quisimos haber sido y nunca fuimos.  

Dichosas rutinas

Esas pequeñas cosas, aparentemente intrascendentes, que nos producen un bienestar difuso, sin altibajos emocionales, conforman el núcleo central y más estable de nuestra vida. El que, como un pegamento, une alegrías y penas, formando un todo indisoluble.

No es fácil mantener el ánimo siempre en la cúspide. Hay curvas, piedras y pendientes en el camino y cuando menos te lo esperas, en un cambio de rasante, te das de bruces con un problema mal aparcado. Se alteran nuestros signos vitales básicos y al corazón le cuesta volver a sus cadencias habituales.

Los momentos de felicidad son resplandores que desaparecen pronto. Desde las simas de las aflicciones cuesta más trabajo levantar el vuelo. Resplandores y oscuridades se alternan en el inevitable transcurrir del tiempo.

En medio de ellos, la monotonía de las rutinas, que a fin de cuentas es el intervalo más duradero y estable.  Es como la materia oscura del universo que, según los astrónomos, no emite ninguna radiación electromagnética, pero está ahí, influyendo en el movimiento y sincronía de las galaxias. Espacio y tiempo sin límites claros donde se desarrollan acciones a las que no les damos importancia, pero que forman el armazón que da estabilidad a nuestra estructura emocional. Hábitos adquiridos inconscientemente por la tendencia natural al equilibrio.

También tiene placeres la monótona cadencia de los días, como el remanso de agua cristalina entre el verde frescor de la floresta, alejada de violentas correntías.

Acudir al trabajo y esperar con ilusión el fin de semana. Echarte a la siesta, el paseo diario, las copas cuando plazca y charlar con los amigos, sentarte en la puerta de tu casa a ver pasar la gente e intercambiar tópicos sobre el estado de la atmósfera. Calentarse en la candela de llamas los crudos días del invierno, oyendo el crepitar de la leña. De vez en cuando, según el cuerpo pida y el cariño demande, ascender a la cumbre donde Venus y Cupido tienen posada.

En estos días de vacaciones muchos buscan playas. Allí se supone que los que van encuentran lo que buscan. Los que permanecemos en tierra adentro somos marineros en mares ondosos de trigales. Al viento, velas de la flor de espliego. Aquí no planean gaviotas en el aire, son pardales, alondras, colorines y trigueros los que vuelan sobre sembrados pegujales. Las corrientes marinas, senderos trazados en la piel de las dehesas. Las mareas, que la mar nos presta, las hacemos viento para limpiar los trigos de las eras, bieldo en mano, hacia la luz lanzados bajo el azul de todas las riberas.

Cada cual, según edad y condiciones, disfruta a su manera. Unos mirando una cometa que se eleva y se sostiene sobre el fondo azul del cielo, otros contemplando crepúsculos de atardeceres y amanecidas.

No busquemos penas, que esas vienen solas.  Con estos buenos deseos me despido hasta septiembre, pasada que sea la vorágine festiva de agosto.

Noche estrellada

 

Julio se nos presenta en la campiña con envoltorio de rastrojos y manantiales en retroceso en su interior. La luz del sol, en las paredes encaladas de nuestros pueblos blancos, ciega a quien la mira. Hay huellas secas de carros y labriegos que traen las mieses de los campos de labor hasta las eras por los caminos del sudor y la fatiga. A lo lejos, espejismos de llamas temblorosas que brotan de la tierra. El aire se va haciendo denso y desploma su pesadez en las solanas. 

Por los campos se escuchan cantes de trilla y de siega con cadencias de expresivos silencios. Un remolino inesperado, que al poco desaparece, levanta espirales de polvo y espinos secos. Al mediodía, con el sol en lo alto, llega al agua del pozo un haz de luz, que muestra fugazmente el brillo de las escamas de unos peces y las rocas del fondo.

Cuando la tarde alarga las sombras es hora de buscar los oasis de frescor en las huertas y las norias. Los cangilones suben el agua hasta la superficie y la reparten por acequias, surcos y canteros.

Son recuerdos de veranos pasados. Después vinieron otros, pero, como las golondrinas del poema de Bécquer, aquellos nuestros, cuando creímos que el mundo giraba alrededor nuestro, no volvieron.

Esta estación veraniega nos ofrece también la posibilidad de contemplar el misterio insondable del cielo estrellado.

Arriba sigue la franja del Camino de Santiago por donde fuimos descubriendo las constelaciones que forman las estrellas: escorpiones, dragones, osos, peces, toros…, pero sus guiños ya no son cómplices de secretos que entonces compartimos.  Hoy, en esta hora de volver a los recuerdos, como en el tango de Gardel, nos miran a nuestro paso burlonas e indiferentes.

Conviene observar el cielo para darnos cuenta de lo insignificantes que somos y la importancia que nos damos.  Nos brinda la oportunidad de pensar sobre el sentido de la vida y sobre la función que desempeñamos en el engranaje de la naturaleza.

Echo de menos aquellas noches de mi infancia tendido en la era, cuando el relente se posaba sobre nuestros cuerpos. Empecé por entonces a sorprenderme de la grandeza  del universo y a hacerme preguntas a las que no he logrado encontrar respuestas todavía.

Una de aquellas madrugadas un suave vientecillo levantó fragancias en la vega del río. La luz de la luna destacaba difusos caminos en la llanura y entre los olivares.  Cantaban los grillos y las ranas. 

Estuvimos mucho tiempo sin hablar.  Nuestros corazones latían como dos piezas más en la armonía universal. Nos sentíamos parte integrante de la inmensidad del cosmos.

Deseé que nunca terminara aquel momento, aquella sensación inabarcable de dicha y de paz.

Volvimos por una vereda sin límites claros todavía. Empezaba el alba a dibujar con tonos rosas el tapiz del saliente y las hojas de los chopos se desperezaban con la brisa de la amanecida.

Al cuarto de las talegas

Las noches del Seminario estaban separadas de la actividad diaria por el muro del silencio mayor. Comenzaba después de la cena. Durante esta había dos opciones. Escuchar la lectura que hacía un compañero o, por concesión discrecional del prefecto encargado de la vigilancia, charlar. La venia la otorgaba pronunciando las palabras: “Benedicamus Domino”. A lo que los comensales respondíamos: “Deo gratias”.

Al finalizar la comida leían dos notas. ‘Al cuarto de los paquetes’ y ‘Al cuarto de las talegas’.  Los primeros, normalmente, eran de comida que nos mandaban de casa. Las talegas, de ropa lavada. Los mensajeros porteadores eran familiares o conocidos que iban a Badajoz y se acercaban a la Cañada de Sancha Brava a vernos, si nos dejaban, porque en horario lectivo no se permitían visitas, a no ser de familia muy cercana y por muy poco tiempo, entre clase y clase.  El bulto lo recogía Franco, que así se apellidaba el portero.

Había pocos coches particulares y los viajes desde mi pueblo se hacían en autobuses de la empresa LEDA o en tren.  Los taxistas realizaban servicios por plazas, lo cual estaba prohibido porque les quitaban viajeros a las líneas regulares. Así que nos ponían sobre aviso, si nos para la policía decidle que lleváis el coche arrendado y que sois de familia. La picaresca permanente en esta España de nuestras dichas y desvelos. Si se viajaba en tren había que hacer trasbordo en Mérida. Así continuamos, que en esto de medios de transporte y combinaciones somos muy tradicionales por nuestra zona y lo de adelantar que es una barbaridad se quedó con Campoamor. Podemos ir a Sevilla más rápidamente y directos por tren y carretera que a nuestra capital de provincia. 

 

 

 

 

 

 

 

Llegaron en una ocasión dos paisanos a visitarnos a mi amigo Francisco Gimón y a mí. A la hora de despedirnos, nos dijeron que si queríamos algo para el pueblo. Nosotros, ni cortos ni perezosos, subimos a los dormitorios y bajamos dos talegas repletas de ropa para lavar. Se miraron sorprendidos, con una sonrisa a punto de congelación y se las echaron al hombro. Así los vimos salir por la puerta principal, como dos novilleros con el hatillo en busca de una oportunidad camino de la estación del tren.

Las frases tópicas de cumplido no son para tomarlas al pie de la letra. Son buenos modales a los que se responde dando las gracias.

Sucede con el ‘si ustedes gustan’ cuando alguien se dispone a comer o lo cogemos en plena ingesta.

Vaciedad de contenidos que ha contagiado a otros sectores. Así sucede con las promesas en las vísperas electorales. Son frases de incumplimiento.  Fórmulas de hipocresía.  El protocolo periódico de la antigua y nueva farsa, a lo que educadamente deberíamos responder: Gracias, estamos servidos. O entregarles las talegas de nuestras decepciones para que las lleven sobre sus espaldas como recordatorio de sus promesas incumplidas.

Manuel Machado y Ahillones

 

Entre costuras, la abuela echó un vistazo al suplemento dominical del periódico HOY, que su nieto, Antonio Marín Guerrero, había dejado sobre la mesa del comedor. Unas fotografías llamaron su atención. Se detuvo a observarlas más detenidamente poniéndose las gafas de cerca. Correspondían a un reportaje sobre los hermanos Machado. Sorprendida le comentó que uno de los señores que estaba en las fotos iba en ocasiones al pueblo. Había reconocido a Manuel Machado. Le dijo que en aquellas visitas le acompañaban su esposa, Eulalia Cáceres, y la hermana de ésta, Carmen.

Los anfitriones eran Luis Durán y su hermana Matilde, que estaba casada con Narciso Maesso Cabezas, acaudalado terrateniente que fue diputado provincial desde 1871 hasta 1877 y posteriormente diputado por Badajoz en el Congreso en cinco ocasiones, en el periodo que va de 1876 hasta 1919.

Y lo más sorprendente. El mayoral de Narciso Maesso era José Dolores Durán, padre de su abuela Josefa y, por lo tanto, su bisabuelo. Le dio más detalles. Le gustaba al poeta pasear por las extensas propiedades que poseía el dueño e informarse de temas campesinos y sociales de la zona. Formas de cultivo, siembra, recolección y relaciones de los trabajadores con quienes eran conocidos como amos o señoritos. Tiempo de desamortizaciones, acumulación de fincas y voto censitario, con sus consiguientes daños colaterales.

Estos testimonios despertaron la curiosidad de Antonio Marín, que actualmente es cronista oficial de Ahillones, y comenzó a investigar más detalladamente sobre el tema. Debían de estar escribiendo por entonces los hermanos Manuel y Antonio Machado la obra de teatro ‘La Lola se va a los puertos’. Así se lo escuchó su abuela Josefa decir a su padre,  a quien se lo dijo el escritor en alguno de aquellos paseos.

Hay algunos detalles interesantes que parecen avalar esta afirmación.

Luis y Narciso, los nombres de sus anfitriones, están asignados en la obra teatral a dos de sus personajes. Y el de José Dolores, su bisabuelo, también aparece. En una conversación entre don Diego, el dueño del cortijo, y su hijo, éste le dice: “Yo no entiendo una palabra de fiestas de campo…”  “Eso es lo de menos. Tú hablas con el mayoral, José Dolores, para las vacas y los becerros; Guerrero, el picador de las cuadras, puede sacar hasta doce caballos”. Apellido este de Guerrero muy común en Ahillones. Así se apellidaba un caballista de las fincas.

Aún se conservan las dos casas donde se alojaban tan ilustres huéspedes.  Una en la calle Nueva y otra en Sierra Morena. En la primera, actualmente dividida en dos mitades, encontró su antigua propietaria un ejemplar de ‘La Lola se va a los puertos’, con dedicatoria manuscrita de Manuel a Luisa Durán Laguna, hija de Luis Durán. Desafortunadamente, está desaparecido. De la otra vivienda queda el nombre de la habitación donde se hospedaban, conocida por miembros de la familia como la de Manuel Machado.

Semana Santa y luna llena

 

La primavera ha llegado este año pletórica. Las lluvias y el sol nos la han traído con sus mejores galas.

Tan pujante está que hasta por las juntas de las baldosas, grietas de las paredes y resquicios de las rocas asoman las plantas sus cabezas para colaborar al festín de aromas y colores. Con ella llega la Semana Santa. De las que viví de niño, cuando Estado e Iglesia carecían de lindes en los predios del poder, recuerdo los bares con las luces apagadas al paso de los cortejos procesionales, los toques de la matraca sustituyendo a las campanas, las parejas de novios paseando por las calles aledañas al templo, los santos tapados con túnicas moradas, las comuniones masivas del Jueves Santo y los potajes que hacía mi madre.  El entierro, el viernes por la tarde y las filas en silencio con la Virgen de la Soledad de noche. Las velas alumbraban las caras de las mocitas, a las que seguíamos con la mirada que, a veces, para nuestro gozo, se cruzaban con las suyas. Los pesados sermones de las siete palabras. Los monaguillos bostezando en los bancos del altar y las personas adultas con caras de tener la mente en otro sitio. Y siempre la luna llena en el cielo. Los alabarderos con la espada y la alabarda el día de los encuentros entre la madre y el resucitado. El agua bendita, en la puerta de la iglesia para ahuyentar al demonio de todos los rincones de nuestras casas. Las jiras y el cortejo amoroso adolescente entre los trigales verdes…

¿De dónde esa relación de la luna llena con la Semana Santa?

En el Concilio de Nicea, en el año 325, se estableció que el Domingo de Pascua sería el inmediatamente siguiente a la primera luna llena de la primavera. Dos siglos después, el monje Dionisio, llamado el Exiguo por su estatura, fijó reglas más concretas. El 21 de marzo sería la fecha eclesiástica del equinoccio. Hay años que no coincide con el astronómico, como el actual. Pero en este no hay disonancias porque la luna llena ha sido el lunes día 25. Pueden producirse, no obstante, como sucedió en el año 2019.  El equinoccio astronómico de primavera se produjo el miércoles día 20 y la luna llena fue el 21 de marzo. Sería, astronómicamente, la primera de la primavera y el Domingo de Pascua debería haber sido el 24 de marzo, pero como el equinoccio eclesiástico está fijado el 21 hubo que esperar al ciclo lunar siguiente.  Por tal motivo el Domingo de Resurrección fue el 21 de abril, después de la luna llena del 19.

Otra particularidad es que, si el primer plenilunio después del equinoccio cae en domingo, se traslada al siguiente el de pascua para no coincidir con la judía.

 Otro año más siguen los ritos. La misma luna, los mismos pasos. Los que cambiamos somos nosotros.

Piedras

 

Hay muchas clases de piedras y muchos dichos sobre ellas. Jabalunas del color de la piel del jabalí cuando se moja, lunares de la rebeldía que gritó Miguel Hernández, molares de los molinos, preciosas, por las que se mata y se muere a veces. Almendrillas de las vías y carreteras. Majanos en tierras labrantías, las que forman cercas, las de los pasiles en arroyos. Las de los cauces de los ríos, variadas de color y redondeadas por el arrastre de corrientes y torrenteras. Las que amojonan cañadas, sesmos y cordeles.  Las de las umbrías, que ofrecen posada verde al musgo y las de las solanas, solaz a la inquieta lagartija.

Antes del cemento y alquitrán empedraban las calles. No todas, sólo las principales.  Las que quedaban de tierra abastecían de material espiral a las tolvaneras en verano y de barro en tiempo lluvioso a los transeúntes.

Las traían con carros y las iban dejando a trechos. Yo era niño, pero admiraba la pericia que mostraba el maestro albañil para buscarle acomodo a cada una de ellas. Las miraba, les daba vueltas y las colocaba en el sitio justo.  Una labor artesanal, con las rodillas en tierra o sobre algún cartón para aminorar daños. Pocos coches las transitaban entonces.  Animales de labranza y carros eran los usuarios más frecuentes. Del roce de los aros de hierro de las ruedas y de las herraduras de la caballería saltaban chispas a su paso, más visibles a la hora del regreso, al anochecer.

Las usábamos para muchos de nuestros juegos. Uno de ellos, ‘Las tres piedras’. Se formaban dos grupos de jugadores y cada uno tenía como misión robarle al otro con fintas y carreras las tres que custodiaban.

Nos sirvieron de rayuela y de postes de las porterías de fútbol, sobre las que dejábamos las prendas que nos iban sobrando. Con las más planas cortábamos el agua lanzándolas sobre su superficie, como pez que se alejaba a saltos.

Los hombres del campo encendían fuego arrimando yesca a las chispas que saltaban del choque de dos de ellas: pedernal y eslabón.

Las utilizábamos también, a falta de monedas, para decantar la suerte a cara o cruz, escupiendo en una de sus caras.

León Felipe aspiraba a que su vida fuera piedra ligera, pequeña, la que rueda por las calzadas y las veredas, guijarro humilde de las carreteras, la que en días de tormenta se hunde en el cieno de la tierra y luego centellea bajo los cascos y bajo las ruedas…

Dan ganas de eso, de ser piedra y apartarse de esta locura de vida donde algunos paranoicos con mucho poder y más odio están ensuciando los atributos que nos distinguen como personas para convertirnos en víctimas de sus delirios.  Ahora hay que prepararse, nos avisan para la guerra que estos megalómanos pueden provocar. La que, si se produce, no dejará piedra sobre piedra.

 

Pícaros

Contaban los viejos de mi pueblo que un vecino se encontró una mañana con la sorpresa de que le habían robado las gallinas de su corral durante la noche. No tuvo que hacer muchas averiguaciones para saber la hora en que se había producido el hecho porque del cuello del gallo colgaba un letrero que decía: “Desde las dos estoy solo”.

Referían también el caso de un zapatero que tenía su pequeño taller en una habitación de su casa, cuya ventana daba a la calle. Entre puntada y puntada, seguía las idas y venidas de la gente.  Observó que el pescadero ataba su burro en la argolla de la pared de la casa de la vecina de enfrente y tardaba en salir más de lo que de la transacción comercial podía suponerse.

El espabilado artesano de la lezna y el cuero, pensó que la ocasión la pintaban calva. Cuando calculaba que el vendedor ambulante andaría en plena faena amorosa, él aprovechaba para birlarle algunas sardinas del serón, que envolvía en el mandil donde cerote y cabos hacían mixtura.

Dos casos que tendrían cabida en la novela picaresca, que tuvo cuna y brillante desarrollo en España durante los siglos XVI y XVII, época dorada de la literatura hispana. Algunos ejemplos señeros, ‘La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades’, de autor desconocido, ‘La vida del Buscón llamado don Pablos’ de Francisco de Quevedo y la “Vida del pícaro Guzmán de Alfarache”, de Mateo Alemán.

Sus autores nos muestran a través de las andanzas de sus protagonistas la realidad social de la época con sus estamentos de nobles, clérigos y villanos. 

Doña María Moliner define en su Diccionario de uso del español la palabra pícaro como “tipo de persona no exenta de simpatía, que vive irregularmente, vagabundeando, engañando, estafando o robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia».

El pícaro de nuestro tiempo ya no pertenece al lumpen social, al contrario de aquellos de las novelas de nuestro Siglo de Oro, que aguzaban el ingenio por la necesidad. Los de ahora pertenecen a clases sociales elevadas. No roban sardinas ni gallinas. Disimulan sus verdaderas intenciones con ardides sofisticados en pantallas de televisión y atriles de oratoria. Nos lían con la letra pequeña de farragosos contratos. Gente de educadas formas que meten mano en cartera con sonrisas y reverencias a la japonesa. No fingen, hurgándose con palillos entre los dientes, que han comido con hartura sin haber probado bocado, sino que comen en restaurantes finos. Ni esconden lo sustraído en mandiles, sino en una maraña de leyes y reglamentos, cuando no se los saltan olímpicamente a la torera.

A los que nos hurtan el vino de nuestros consuelos por el orificio hecho en la base del jarro de nuestra ingenuidad, solo nos queda el pataleo, sin poder rompérselo en la cara, como hizo el ciego con el Lazarillo. 

 

 

El campo se rebela

Los que vivimos en zonas rurales y tenemos más que mediada la vida hemos conocido la evolución de los trabajos en el campo. Desde aquellos hombres que, en palabras de Luis Chamizo, despertaban a las gallinas cuando salían con los burros del cabestro, hasta la situación actual en que luchan por mantener la supervivencia de sus explotaciones.    

Hemos asistido al tránsito del arado, con la mano en la mancera tirado por bestias, a los tractores, del carro al remolque, de la siega con la hoz a las cosechadoras.

Compartimos charlas con los pastores, sabios de soledades y observaciones. Vimos la esquila manual con tijeras y la posterior con máquinas. El lento ir y venir de las vacas de los corrales a los ejidos.

Supimos de la recolección de las aceitunas de verdeo, con bancos y cesta al cuello.  De la de aceite, con vareo y rodillas sobre los surcos helados.

Sabíamos cómo se presentaba la cosecha, si había exceso o insuficiencia de precipitaciones, de los solanos abrasadores que la mermaban. De vallicos, de gramas y amapolas, que quitaban con la escarda. Eran los temas de los que se hablaba todos los días.

La actividad económica de nuestros pueblos estaba condicionada por las cosechas. El tendero y el tabernero abrían listas a débito hasta que se recogían.

En las ciudades viven más ajenos a estas actividades. Solo llegan noticias a ellas cuando las ovejas atraviesan Madrid, cuando hay una subida brutal en los productos del campo o cuando los agricultores se manifiestan en sus calles con tractores. Ahora lo están haciendo por toda Europa.

Las grandes urbes tienen sus metros y sus autobuses, sus fábricas de coches, sus bancos e inmobiliarias, sus comercios y oficinas, pero si al llegar la hora de comer encuentran sólo mantel y cubiertos y faltan los alimentos se darían cuenta de la importancia que este primer eslabón de la cadena alimentaria tiene. 

Hay un síntoma evidente de la decadencia del trabajo de ganaderos y labradores. Sus hijos no quieren seguir con el oficio de sus padres porque no ven un futuro claro ni rentable.

Trabajar con la incertidumbre de no saber cuál va a ser el resultado de su esfuerzo es penoso.  Irrita que los precios los marquen unos señores que no pisan el campo ni se manchan las manos con la tierra. Frustra que los de la maquinaria, fertilizantes y combustibles suban desmesuradamente y lo que ellos reciben por sus productos no les compense. Desconcierta la maraña de leyes y reglamentos y están justamente indignados ante la competencia desleal que supone que las exigencias que se imponen aquí no se les apliquen a los productos importados de países extracomunitarios. Sin agricultura y ganadería, nos faltaría el sustento diario. Y con las cosas de comer no se juega.

Tomen las medidas necesarias quienes tienen poder y medios para hacerlo y ofrezcan un futuro de esperanza para el campo.