Sastres
‘El sastre de mi pueblo’, Carlos Alberto González
Quedan muy pocos sastres, esos artesanos de cinta métrica al cuello, jaboncillo azul en mano, solapa llena de alfileres, tijeras, aguja y dedal han ido desapareciendo con los nuevos usos y costumbres. La crisis económica también les ha afectado. Hacerse hoy un traje a medida con buen paño, es caro, pero no tanto si se tiene en cuenta la calidad y duración de su obra. Un terno de sastre tiene marchamo de calidad y vocación de permanencia. Mientras el cuerpo no invada los predios vecinos, reservados a los excesos de volumen, el traje aguanta las embestidas del tiempo y por su versatilidad lo mismo sirve para un duelo que para una boda. Incluso con capacidad de adaptación para los descendientes, si el caso fuera, con un nuevo pase por sastrería.
Un buen sastre tarda años en formarse. Tiene que pasar por las etapas de aprendiz y oficial para conseguir finalmente la maestría, como todos los oficios artesanos. Aprenden a medir, cortar y probar y sobre una mesa extensa y plana a ajustar pespuntes y dejar el toque personal de su estilo.
El sastre adecúa la tela al cuerpo del cliente, disimula chepas, oculta sobrepeso y realza el tipo. Ahí está la mano del artista. Los más afamados dieron el salto hacia el diseño y se hicieron modistos de alta escuela, pero el grueso del pelotón ha ido desapareciendo. Los que quedan intentan adaptarse y sobrevivir.
De muy joven recuerdo haber oído las excelencias de algunos de ellos por esta zona, como Fidel Martín en Berlanga y Germán Martínez en Llerena.
Un chascarrillo para rematar. En una ocasión llegó un señor algo ignorante y poco versado en modas a una sastrería para que le confeccionaran un traje. Su cuerpo no presentaba ninguna anomalía física que obligara al sastre a hacer filigranas para disimularlas. No debía de andar muy rodado aún el alfayate porque cada vez que el cliente iba a probarse le hacía forzar posturas. Levante usted un poco la pierna, saque el brazo, doble un poco la espalda… Tal, que el buen hombre hubo de ejercer más de contorsionista que de paciente maniquí. El costurero en lugar de acomodar el tejido al cuerpo lo forzaba a adaptarse a las pifias que iba cometiendo. El cándido señor, confiado en el buen hacer del sastre, aunque él no entendiera bien su proceder, callaba y obedecía sus indicaciones. Por fin salió a la calle con su traje nuevo. Como no se había visto en su vida en otra semejante pensó que así debería ser, aunque él se sintiera algo forzado. En realidad, iba hecho un adefesio, pero hete aquí que dos señores que lo vieron caminar por la acera de enfrente se pararon asombrados y dándole el uno al otro con el codo le hizo el siguiente comentario: “Hay que ver lo mal hecho que está el tío y lo bien que le sienta el traje”.
Yo me lavo las manos
No para eximirnos de culpa, sino para librarnos del ya manoseado coronavirus nos recomiendan las autoridades sanitarias que nos lavemos las manos frecuentemente. Las extremidades que lo tientan todo tienen una relación preferente con la boca a la que visitan asiduamente junto a las malas compañías que se les unieron en sus trajines y que son poco recomendables para nuestra salud.
A nosotros, aquellos niños de entonces, nos las inspeccionaban en la escuela y en casa para ver cómo venían de sucias tras haber andado de expedición por tierras, covachuelas y regajos. ¡Dónde habrás estado? ¡Mira cómo traes las manos!, nos decían mientras les daban la vuelta por el haz y el envés. Cuando la suciedad pasaba las tonalidades del castaño oscuro nos las restregaban con estropajo, quedando estas, además de limpias, coloradas y calientes por la friega. ¡El agua que ha soltado!, remataban a modo de rúbrica y constatación.
En las tardes de verano, palangana, jabón verde y silla costurera, nos escamondaban en el corral para después, repeinados y con lustre, salir a la calle, pan y chocolate en ristre, a jugar con los amigos. Los sábados de invierno nos sentaban al lado de la camilla con las enagüillas levantadas y la camiseta de felpa sobre la alambrera.
No se observaban muchas precauciones para evitar contagios. Las comuniones eran masivas el jueves y el viernes santo en la iglesia del pueblo. Los monaguillos, sosteniendo vela y bandeja, hacíamos escolta al cura y nos reíamos de la forma de abrir la boca y sacar la lengua de los fieles. Tímidas unas, extrovertidas y enormes otras. Ni imaginar darla en las manos. Todas por la boca con el índice y el pulgar rozando labios y lenguas. Los besos a la imagen del niño Jesús los días de Navidad, Año Nuevo y Reyes, todos sobre la piernecita cruzada. De vez en cuando un paño blanco para limpiarla.
En algunos pozos del campo había una cuba en el brocal y una lata sujeta con alambre al asa para que el caminante aplacara su sed. Un leve enjuague después de usarla y se dejaba donde y como se encontró.
En las calderetas y comidas en grupo, caldero en el medio, corro de gente alrededor, y cuando tocaba, ‘cuchará’ y paso atrás. Tras el coto, vuelta a repetir la operación. He visto repartir vino de una jarra y beber de un mismo vaso a todos los asistentes. Eso sí, apurándolo hasta el culo y si quedaban escurrajas se tiraban. En las bodas de dulces y aguardiente, bandeja con dos o tres copas de tamaño poco más grande que un dedal. Por cierto, siempre me sorprendió que siendo tan pequeña los que las tomaban echasen exagerada y bruscamente la cabeza hacia atrás.
Eran otros tiempos. Pero entonces todavía se bebía el agua corriente de las gavias y se cogían berros en los alrededores de fuentes y manantiales.
Estatura
Nací en un pueblo donde la estatura de sus naturales está por encima de la media. Como en todas las estadísticas hay quienes se pasan y otros que no llegan. Es conocido el caso de los dos comensales que estadísticamente se habían comido medio pollo cada uno, pero en realidad uno salió a dos velas y al otro le brillaba el aceite en la barbilla.
Pues en esto de la alzada también hay quienes suman y restan a la media. Estar por debajo en un lugar en el que hay hombres y mujeres tan altos, no desmerece en otros lares, pero aquí parece que achica la figura de los más pequeños. La relatividad de las apreciaciones.
De adulto importa menos, pero en la adolescencia y en la juventud, la estatura sí condiciona. Hay puestos de trabajo que exigen explícitamente un mínimo para acceder a ellos, como en las Fuerzas Armadas. Un metro cincuenta y cinco para las mujeres y uno sesenta para los varones. Así se recoge lo dispuesto en una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea para que se diferenciara el límite por sexos, pues la estatura media de las mujeres en España es de un metro con sesenta y tres y la de los hombres uno con setenta y cuatro.
Los que no descollamos, siempre tenemos el recurso de saber que los buenos perfumes se venden en frascos pequeños y que la estatura de un hombre (úsese sin distinción de sexo) no se mide del suelo a la cabeza, sino de la cabeza al cielo, como dicen que dijo Napoleón, pero la realidad diaria tiene menos retórica y presenta situaciones variopintas.
En los bailes de salón, si la pareja es dispar, puede parecerle al observador que uno de ellos baila solo hasta que, en las revoleras de los pasodobles, aparece el partenaire procedente del lado oculto de la luna. Por eso antes de ofrecer gentil invitación para compartir baile se descartan las que son mucho más altas, so pena de que el atrevimiento conduzca a una situación incómoda si la invitada acepta o a encontrarse con la negativa de la requerida que opta por no verse en situación comprometida. Esta limitación priva de bellas compañías para los bailes y limita las posibilidades de elección. En los casos de boleros resultaría muy complicado, si llegado fuera el caso, de juntar mejilla con mejilla cuando la cabeza solo llega a la pechera.
Yo, en un pueblo de tan altas cumbres, marcaba la evolución de mi crecimiento haciendo una raya cada dos o tres meses a donde llegaba la cabeza en un madero del doblado que seguía la vertiente del agua. Pero los estirones fueron cortos y espaciados. Ni con fiebre de cuarenta, que decían las vecinas que eso era porque estaba creciendo, logré aproximarme a cimas tan señeras. Y me quedé más cerca del alero que del caballete.
Dejando el tono liviano y humorístico de lo expuesto, la poca estatura o la excesiva, que también es posible, pueden crear complejos y frustraciones en las etapas de la vida en las que se lucha por ser aceptado por los demás y el físico sí importa. No se valoran en muchas circunstancias la inteligencia y otros valores porque en desfiles, pasarelas y bailes de salón son prescindibles.
Móviles y manos
Nuestro cuerpo habla constantemente sin articular palabras. La tristeza, la alegría, las frustraciones, el cansancio, los enfados…salen al exterior a través de sus manifestaciones.
Después de la cara, que es espejo, las manos son las más expresivas e inquietas y, como a los niños cuando llegan las visitas, hay que tenerlas entretenidas para que no revelen interioridades. El lenguaje corporal tiene en ellas a unas delatoras que pregonan lo que ocurre en nuestro interior. Nos desnudan y nos exponen a la vista de quienes saben interpretar sus expresiones. Sudan y tiemblan. Agitan inoportunas el folio que leemos en público o alisan los cabellos de la nuca cuando presienten desconcierto. Dudan dónde colocarse en situaciones comprometidas y azoran a su dueño. A los designados para altas funciones de representación o integrantes de noble alcurnia los instruyen sobre cómo colocarlas, aunque también meten las manos donde no deben.
En ocasiones necesitan asideros para disimular el estado de su dueño. El orador les pone atril, punzón el maestro y bolsos las mujeres. Esos objetos les sirven de cauce para drenar tensiones. Son como la toma de tierra por donde escapa el nerviosismo.
El tiempo que estamos solos en lugares públicos echamos mano del periódico, de algún folleto o miramos la televisión con tal de desviar la atención que puedan estar prestándonos ojos ajenos. Cuando yo frecuentaba discotecas, y a falta de mejor lugar donde ponerlas, los vasos les servían de asidero. Parecía uno más seguro teniéndolas en el cristal por donde resbalaba el vaho. Otras veces utilizábamos para este menester las llaves, el cigarro o el mechero, cuando los locales públicos eran fumaderos insalubres.
De niño, en la iglesia, me fijaba en quienes venían de comulgar y en las vacilaciones que mostraban algunos. Dudaban si ponerlas como en la primera comunión, juntas y con los dedos en la barbilla, escondidas entre los brazos cruzados, enlazadas por delante o por detrás o caídas siguiendo el compás del paso.
Los móviles han venido a unificar muchos de los usos que les dábamos a los objetos que nos servían de descarga, disimulo o protección. Son aplicaciones que no vienen detalladas en los manuales de instrucciones y que tampoco necesitan conocimientos técnicos específicos para su utilización.
Pueden servir como evasión en situaciones donde no tienes mucha confianza o no deseas mantener una conversación ni cruzar miradas con quienes no conoces. Pongamos por caso, en las salas de espera de las consultas médicas donde cada uno lleva sus cuitas y cavilaciones y en lugar de contarle a quien no conoces los síntomas de tus males te fugas por el teclado.
Hay quienes los utilizan para evitar el saludo del conocido que se cruza en la calle. La solución tradicional era hacerse el desentendido y ponerse a mirar escaparates. O reparar en lo bien que había quedado una fachada. Ahora sacan el móvil y simulan que se han acordado repentinamente de que tenían que dar una razón o se lo llevan a la oreja, hablan o aparentan que lo están haciendo.
Entre los usos no previstos ni deseados están lo de meter los pies en los charcos, en una alcantarilla sin tapa o arrollarse con la escalera apoyada en la pared donde arriba hay un operario afanado en su trabajo que se lleva un susto de muerte.
Guateques y discotecas
Con los guateques achicamos espacios para el baile y ahorramos gasto en luminaria. Del giro revolero del pasodoble en los salones pasamos a la quietud de la baldosa.
Buscábamos locales apropiados y tocadiscos con discos de vinilo. Hasta algún gramófono de los abuelos con altavoz de caracola nos sirvió. Tantas eran las ganas que teníamos de hacerlos que no nos desanimaba la falta de medios. En una ocasión lo organizamos con un aparato de radio. Buscábamos emisoras que tuvieran melodías y sin más dilación nos arrancábamos a bailar. En los anuncios, descanso o a buscar otra sintonía. La peor hora era la del parte en la que todas conectaban con Radio Nacional. En onda corta sonaba música mora a la que por mucho que lo intentábamos no le cogíamos el son.
El baile siempre ha servido para tocar otros cuerpos, excusa para rodear la gavilla del talle a las mocitas y retener sus manos más allá del tiempo de saludo. Sin él sería descaro y osadía. Motivo de más para una buena bofetada. Así eran aquellos tiempos. El asalto a las murallas del pudor se acompañaba con pasodobles y boleros. El baile lento esa la gloria que tendía alfombras para el roce de mejillas, llave de candado para acercarse al predio ajeno. De los codos y los límites se encargaban ellas. A veces interpretábamos mal la señal. Una retirada del brazo para colocarse bien el pelo creíamos que era permiso para el avance, pero alta iba la linde, caballero, había que volver con las tropas hasta los cuarteles de invierno.
La intendencia se ocupaba de aminorar la intensidad de la luz y conseguir un ambiente más íntimo. Cuanta menos claridad, mejor. Rodeábamos la bombilla con papel de celofán rojo o poníamos una anémica de vatios.
Llegaron después las discotecas. La de los bombardeos de luces y decibelios. La barra era el otero desde donde se observaba y se dejaba uno ver. Allí se planificaban conquistas que muchas veces acababan en fracasos estrepitosos. Un postureo, un reclamo de gallo postinero. ‘Aquella liga, seguro’ ¡Qué ilusos! La mujer liga cuando quiere y con quien quiere. El varón cuando lo dejan.
Algunos hablaban entre sí sin mirarse a la cara, porque la mirada andaba buscando otros ojos que se cruzasen con ella. El vaso largo en la mano era el asidero a la seguridad para no sentirse solos cuando no se tiene compañía.
En mi pueblo habilitaron un local con techo de hueveras de cartón para que el sonido no reverberase.
A las localidades cercanas íbamos a la aventura. Sin conocer a nadie era más complicado entablar relaciones. Poco a poco fuimos desbrozando selvas y haciendo amistades. Un compañero de andanzas, algo entrado en años, me acompañaba algunas veces. Quería disfrutar de las nuevas oportunidades de diversión que no había conocido de más mozo. La seducción no era su fuerte, así que iba al grano: ¿Bailas? Lo hacía rutinariamente, de punta a punta del local, con resultado negativo. Pero una vez para su asombro recibió el ansiado sí. Nervioso, tiró el cigarro recién encendido. Le faltó poco para quemar a los que estaban a su alrededor y se dirigió a la pista como paladín que cruza los campos Elíseos entre una lluvia de luces de colores.
Esaboríos
Si hay algo que me molesta
es cruzarme con personas
que la vida me perdonan
desde su empinada cresta.
Es su pose tan apuesta
que niegan los buenos días
a quienes con cortesía
primero se los han dado
porque les han enseñado
a obrar con galantería.
Semejantes groserías,
en mi modesta opinión,
demuestran su condición:
Más que probada idiotez
-eso también, mire usted-
muestran su ineducación.
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