Por mi puerta pasarás

Teníamos por costumbre reunirnos en una taberna, con parada y fonda en los últimos peldaños de la noche. Días de vino y rosas de juventud.

Algunos acudían después de pelar la pava con sus pretendidas y los que no teníamos donde poner las manos, sino en el pentagrama del aire para apoyar conversaciones, tras haber estado de ‘cordeleo’, actividad también denominada viacrucis, sin ser pastores en el primer caso ni penitentes en el segundo.

Tío Juan era el dueño de la tasca. Analfabeto de papeles, pero avispado por naturaleza y por aprendizaje adquirido con el trato con la gente en sus diversos oficios. Recovero, comprador al peso de hierro, vendedor de cuajo para hacer queso y tabernero, entre otros. Bagaje que le ayudó a comprender los vericuetos de la condición humana y reflejarlo en sus opiniones y en la cautela al exponerlas.

Ponía de aperitivos patatas y sangre aliñadas con tomate. Gozaron de merecida fama en los contornos.

Nos avisaba cuando quedaba un resto con la salsa y esa noche comprábamos un pan para mojar en la perola. Charla, vino, comida y buena compañía.  Pequeños placeres de la vida.

Él cenaba detrás de la barra mientras nosotros charlábamos en una mesa camilla sobre cualquier tema que caía a pelo con la fogosidad y vehemencia de la juventud.

Escuchaba y callaba. Sólo en ocasiones participaba con comentarios puntuales para aclarar alguna historia del pueblo de la que desconocíamos los detalles o para dar referencias de parentesco.

Si uno de los presentes exageraba en el relato se colocaba su pañuelo en la cabeza, lo que venía a significar que para él aquello era una trola difícil de digerir.

Usaba una frase admonitoria cuando referíamos acciones que él, por su edad avanzada y sus achaques, ya no podía realizar: ‘Por mi puerta pasarás’, dándonos a entender que las limitaciones que él padecía entonces las sufriríamos nosotros cuando llegáramos a su edad.   Y vaya si tenía razón.

Mi amigo José María reside desde hace muchos años en Badajoz. Me comenta las dificultades para desplazarse por la ciudad. Tiene amputada una pierna y utiliza una silla de ruedas motorizada. Su domicilio está en una esquina donde se cruzan la Avenida de Colón y Antonio Masa. Me da detalles de aceras cercanas y de su mal estado.  El otro día para llegar al río tuvo que hacer parte del trayecto por la calzada, con el consiguiente peligro. ¿Que a qué viene esto? Pues porque ya hemos llegado a aquella puerta que nos decía el curtido tabernero. Traigo aquí su caso para apoyar su petición, que, hasta ahora, no ha recibido respuesta. 

Pónganse, señores munícipes, en su lugar y en el de todos los que están en parecidas circunstancias. Por esa puerta habrán de pasar también ustedes y comprenderán entonces cuánto se agradece poder pasear por la ciudad donde uno vive sin que haya que ir esquivando obstáculos. 

Meditaciones al alba.

Los compañeros meditaban,

unos con los ojos cerrados,

otros a media persiana.

Yo leía novelas que forraba

para que no me descubrieran.

De vez en cuando alzaba la vista

simulando rezar por si espiaban

y también por si algún compañero,

exuberante de devociones, levitaba

y tenía que agarrarlo por los pies

para que volviera al asiento.

Uno de ellos, a quien todavía recuerdo,

más velador de mi salvación que de la suya,

le fue con el cuento al prefecto.

Ayer hirió, hoy lo agradezco.

Me llamó a su cuarto y con gesto muy serio

me dijo sin más prolegómenos:

¿Cuándo se va a ir usted casa?

Yo, prevenido, no me corté un pelo:

Pues, mire usted, ya lo tengo hablado con mi padre.

Y aquella Semana Santa del sesenta y siete

monté el colchón en la baca de la furgoneta

y le dije adiós a la Cañada de Sancha Brava.

Se portó don José muy bien conmigo,

librado de este seminarista disipado.

He vuelto a los cincuenta años,

sin odios ni rencores,

pero ya estaban casi todos muertos.

Evaluaciones

Puestos ya los pies en polvorosa, este mes de mayo enfila el último fin de semana de su existencia. Desaparecerá del calendario, caduco ya de horas y crepúsculos, dejando una estela de incertidumbre sobre el porvenir de sus sucesores. No lo olvidaremos, como tampoco a sus antecesores que con cielo pardo y fecunda lluvia lo vistieron con sus mejores galas, a pesar de los indeseables huéspedes que impidieron romerías, bodas y despedidas. Y también interrumpieron la actividad académica.

Andan ahora maestros y profesores calificando a distancia a sus alumnos, con la división de opiniones derivada de las peculiaridades de cada Comunidad Autónoma. Algunas vinculan el disentir con una reafirmación de su idiosincrasia.

La suspensión de la docencia directa ha obligado a las autoridades educativas a improvisar y regular los métodos y medios con los que evaluar este tercer trimestre del curso, lo que ha provocado al principio desconcierto y confusión entre padres alumnos y profesores.

Tienen de base para hacerlo los dos primeros trimestres y eso hace menos imprevisibles los resultados, pero es complicado evaluar sin saber quién está haciendo los deberes que se han encomendado al otro lado del terminal.

En mis tiempos de estudiante por esta zona del sur de Extremadura, como por la mayor parte de la región, no había todavía institutos nacionales de bachillerato, así que teníamos que desplazarnos al Zurbarán de Badajoz para realizar los exámenes.  Podías ir por libre, a cuerpo limpio, a jugarte a una carta un año de trabajo o estudiar en un colegio de pago, lo que desgraciadamente no estaba al alcance de la mayoría. Los exámenes de las reválidas al final de cuarto y sexto curso debían realizarse en un centro oficial. Surgieron entonces los que en la terminología administrativa de la época denominaban colegios libres adoptados. Preparaban a sus alumnos y los avalaban en estos exámenes de grado y en los de los cursos de bachillerato para los que no estaban reconocidos.

Por estas fechas cercanas a las fiestas de san Fernando, que se celebran en la Barriada de la Estación, llegamos la primera vez al edificio de la Avenida de Huelva, temerosos ante lo desconocido. Después no fue para tanto. Había un buen plantel de profesores para corregir y llegamos bien preparados.

Quedan en la nebulosa del recuerdo algunos nombres de aquel tiempo. Diego Algaba con la maestría de su evocadora prosa retrató a dos de ellos sentados en la terraza del bar La Marina. Eran Enrique Segura y Ricardo Puente.

Me reconoció y saludé a don Carmelo Solís, una de las personas más cultas de las que tuve la suerte de ser alumno.

Después de los exámenes queda el poso de lo que se asimila, olvidado lo accesorio. Lo que pasa a formar parte de tu formación y cultura. Aprender a aprender es más importante que conocer el nombre de un mineral o el afluente de un río.

Ejercicios espirituales

A primeros de noviembre programaban los ejercicios espirituales. Suspendían las clases y se cerraba el pico. Silencio absoluto durante tres días. Las fechas, cercanas a la celebración de los Difuntos, en un Badajoz con nieblas y pocas horas de luz, eran propicias para la meditación. Entre plática y plática paseábamos por el patio de tierra. Algunos compañeros lo hacían con expresión muy seria, muy trascendente. No permitían que nos agrupáramos. Cada cual con sus cuitas y cavilaciones. Solo a hurtadillas nos comunicábamos algunos mensajes.
Cada uno de nosotros disponía de una libretita para anotar las impresiones y propósitos de enmienda. Por aquel tiempo ideé un abecedario que asociaba a cada letra una grafía. Así la ‘a’ era un punto, dos la ‘e’. Una especie de morse para uso doméstico. De esta forma escribía mis interioridades sin que nadie se enterase.
Durante aquellos días el Seminario parecía más un cenobio que un colegio. Yo tenía doce años la primera vez que los viví. Un pajarillo en una jaula que encontraba más agrado en mirar al cielo y observar el comportamiento de los compañeros que en pensar en lo que no entendía.
Para los más pequeños los ejercicios duraban tres días. Una semana para los filósofos y teólogos. Estos regían sus actividades por los toques de la campana que pendía en una esquina del hermoso patio de las columnas. La tocaba el portero, Francisco Franco, persona de aspecto y condición afables.
Cuando venían algunos compañeros de comulgar yo me asomaba al pasillo para asegurarme de   que lo hacían andando y no levitaban. Tal era el misticismo que expresaban sus caras. Me costaba trabajo comprender ese estado de concentración que alcanzaban cuando mi mente volandera se iba a los prados de mi pueblo corriendo detrás de un balón.  
En el refectorio para pedir el agua tocábamos levemente el brazo del que estaba al lado y juntábamos los dedos de la mano. Así pasaba el aviso de unos a otros hasta llegar al que tenía enfrente la jarra, que la enviaba siguiendo el camino inverso. Para pedir el pan dábamos dos palmadas sobre la mesa. La sal simulábamos echarla con la mano. Así no se rompía el silencio.
Sólo se escuchaba el ruido de los cubiertos y la voz del lector, que leía subido en el púlpito situado en el centro del comedor. En el desayuno, la “Imitación de Cristo” de Tomás de Kempis. Difícil de digerir tan temprano.
Se suponía que después de los ejercicios debía de haber una mejoría en los comportamientos. Un año, recién acabada la misa y antes de bajar a desayunar, estábamos tan deseosos de hablar que nos reunimos en una camarilla varios compañeros cuando aún había que guardar el llamado silencio mayor, que abarcaba de la cena al desayuno. La puerta de la habitación estaba abierta pues no permitían cerrarla habiendo más de uno dentro.  Yo, de espaldas a la entrada, no me di cuenta de la llegada del prefecto, que se puso detrás, casi echándome el aliento en el cogote. Solo la cara de sorpresa de los compañeros me alertó de su presencia. “¡Buenos propósitos hemos sacado de los ejercicios!” Nos escabullimos como conejos y desaparecimos. El día ya estaba hecho. Un auténtico “fiche”, de fichaje. Así decíamos cuando nos pillaban haciendo lo que no debíamos.

Merendillas

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Merienda, Francisco de Goya
Me ocurre con la palabra merienda lo mismo que con la de almuerzo. Cuando las oigo, si el contexto aclara poco, me producen confusión pues las dos pueden referirse a comidas principales del día o ser sostén más liviano  a media tarde o de mañana. La gente del campo deslinda bien las acepciones y reserva horario de mañana al almuerzo y de mediodía a la merienda.
Nosotros, los colegiales de entonces, para evitar equívocos, siempre usábamos el diminutivo para desambiguar la posible confusión con las de mantel, plato y cuchara.
Las primeras merendillas que recuerdo fuera de casa  son las del  queso amarillo y cuadrado,  viatico para doblegar la tarde que los americanos enviaban en latas con la intención de asentar bases y de paso  aliviar la carpanta que cabalgaba a sus anchas por los pueblos de España. Los maestros de entonces cortaban  y repartían el queso,  llevándose, como siempre  ha hecho el que reparte, la mejor parte.  Tiempos hubo en que el dicho  popular de pasar más hambre que un maestro de escuela no fue vano ni carente de sentido, sino constatado por hechos evidentes, tanto que la acuciante necesidad   fue elevada y puesta a la altura del desempeño de tan noble oficio. Agradecían más una docena de huevos o una caja de galletas que billetera de cuero o figura de cerámica.
Independizada la merendilla de los pupitres se hizo divisa festiva en el lomo de la tarde separando  las clases   del  juego.
Ingesta nómada e  inquieta  detrás de los balones y en lo alto de las bicicletas. Con una mano a la guía  y con la otra al condumio, arreándole bocados intermitentes.
Chirriaba  en nuestros dientes  la arenilla que acompañaba al cacao de dudosa honestidad, aquel de las “Tres tazas”,  que compartía cama en la jícara, que así llamábamos a la porción desprendida de la libra o tableta. En mi casa al menor descuido  volaban de la alacena  si mi madre, poco precavida, no las ponía  a buen recaudo.
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En el  regazo del pan desmigajado  nos echaban  el aceite y el azúcar que esporádicamente sustituía al sucedáneo del cacao,   eufemismo que servía   para dar gato por liebre. Después se volvía a colocar el migajón a modo de tapadera en el cuenco empapado.  También el queso bien asentado,  guardado en tinas y untado con aceite formó parte de ese sustento vespertino, engañándolo con pan. El cuchillo que lo cortaba sonaba  con un  chirriar metálico, como la rueda del tren cuando frena en el raíl.
En el  internado tornóse triste el hábito y en lugar de divisa festiva fue puya de castigo en el morrillo de la angustia. Era un masticar lento y preocupado, temiendo el inminente comienzo de las clases.
Tenía yo algunas asignaturas con quienes mi imaginación pintaba como morlacos cuatreños  de negro pelaje  que me cortaban el proceso digestivo cada tarde, así que cuando tocaba el timbre para acabar los juegos una corriente de banderillas eléctricas recorría mi estómago con descargas nerviosas. Mal cobijo en ese estado para sustento alguno.
Con la madurez se fueron las merendillas  y uno, que no es adicto al café ni a las pastas ni a romper ayuno entre comidas, atraviesa la raya del crepúsculo de corrido, sin pinchar en el lubricán divisas ni puyas.

Aquel Badajoz

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Desde los torreones  del edificio del Seminario veíamos  salir el sol por la Alcazaba y la torre de  Espantaperros. No existían entonces edificaciones cercanas que obstaculizaran esta estampa de singular belleza. Por la parte de atrás  el Seminario limitaba con el campo abierto. Sólo por su flanco derecho había   una fila de chalés que llegaban hasta la carretera de Portugal. Entre ellos se encontraba el antiguo campo del Vivero.

Las tardes de los domingos que había fútbol nos llegaban  los jubilosos gritos de los goles o los silbidos de desaprobación.  Uno de aquellos años ascendió el C.D. Badajoz de categoría y  fueron prolongados  el clamor y los estampidos  de los cohetes. Recuerdo los nombres de algunos jugadores de entonces, como Alcaraz, Cabello, Pachón, Pereira…Con este último-quién iba a decírmelo- coincidí en el C.D. Santa Marta cuando él ya jugaba por pura afición.

Badajoz despertaba  lentamente del letargo  y de los años de plomo y olvido.  Las motos rompían el silencio al despuntar el día  cuando los obreros se dirigían a sus trabajos. Se veían más motocarros que camiones atravesando los dos puentes.  Olía a calamares fritos en los kioscos de san Francisco y en el bar de los Corales, el café “Camelo”, traído de estraperlo del país vecino  por rutas que los estraperlistas frecuentaban,  circulaba camuflado en cajas y bolsas  y afloraba en ofertas en cualquier esquina en la voz queda y precavida de los vendedores. Si eran descubiertos se lo requisaban. Guardias de  uniforme  azul con cascos y correajes blancos dirigían la circulación y por las calles se veían militares de uniforme y curas con manteos. El  bar “La Marina” era lugar de encuentro de personas conocidas de la sociedad local y aspirantes que tomaban café a media mañana o se sentaban  por la tarde  en su terraza.   Por la Plaza Alta  los  gitanos con el “cutis amasado con aceituna y jazmín”,  fina vara de mimbre entre las  manos  y clavel en la solapa tarareaban  canciones de Porrina, el cantaor de Zalamea adoptado por Badajoz. “…porque me empezó a llover, ¡ay si la tarde está buena!”. En tiendas y autobuses proliferaban pegatinas  con veinticinco años de paz sobre la efigie de Franco.

Los otoños lluviosos se anegaban las casas de las Moreras bajo el puente   y en las tardes azules escamas de sol dorado cabrilleaban en el agua del   Guadiana que  enfilaba el   camino de Portugal componiendo magníficas postales  vistas desde  el puente Nuevo.

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A los seminaristas nos sacaban de paseo los jueves por la tarde,  a Palomillas,  una finca  de eucaliptos lindera  por la izquierda con la carretera de Portugal o circunvalábamos la ciudad por la carretera de Madrid. Íbamos en formación de ternas con sotana, beca roja sobre los hombros  y birrete en las cabezas. Los transeúntes  nos miraban  con una mezcla de asombro, cariño y compasión.

Dos o tres veces durante el curso nos llevaban a la catedral a algunas efemérides importantes y nuestros ojos infantiles, esponjas vírgenes, captaban asombrados la vida que bullía fuera de aquellas paredes.

 

Reencuentro en el Seminario.

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Cuarenta y siete años son muchos para reconocer a una persona a la que no ves desde entonces. La tienes delante y sabes que debe ser uno de los  niños que un veintitrés de enero de 1963 se incorporó contigo al seminario y compartió juegos, estudios, alegrías y tristezas, pero el tiempo ha modificado   la  imagen  que guardabas  de cada uno de ellos y es difícil dar un salto tan extenso sin caer en el error.  Una tarjeta identificadora en el pecho (qué buena idea) o la pronunciación de un  nombre abren las compuertas y originan la avalancha de recuerdos retenidos, pero cuesta unir los extremos  del ayer y del presente en un instante.

Este diecisiete de mayo volvimos a pisar el mismo suelo y subir las mismas escaleras, como hicimos tantas veces cuando bullían por todos sus rincones cientos de seminaristas. Hoy es un conjunto de edificios excelentemente  reparados y conservados, pero casi vacíos de  internos aspirantes al sacerdocio.  

Recorrimos las clases, el comedor, la capilla, el patio de recreo, los dormitorios, donde a solas y en silencio nos acordábamos de nuestras casas en aquellas  noches bajo el manto de las estrellas que don Joaquín Obando nos evocaba a través de la megafonía con fondo de música gregoriana…

Por estas estancias fuimos dejando la piel de niño y adentrándonos en el proceloso mundo de la adolescencia entre confiados y devotos rezos, partidos de fútbol las mañanas  de los domingos,  olor a la flor de los naranjos, nieblas del Guadiana y humedad resbalando por el mármol de aquellos largos pasillos.

El silencio y la palabra  se turnaban al compás de los toques de  campana del patio de las columnas, recogida  hoy la cadena y  sin la mano de Francisco Franco que la blandiera. Aquí quedaron flotando  las vivencias de  una etapa de nuestras vidas que hoy  nos ha salido al encuentro para unirse  a la memoria de  estos maduros y curtidos cuerpos, mediada ya sobradamente la travesía de la vida.

José María Cerqueira, personificación de la bonhomía, ha sido el artífice y alma de este reencuentro que nos ha ayudado a conectar las dos orillas del mar donde cada uno, en particular periplo,  siguió un rumbo y un destino y en el que unos pocos naufragaron tempranamente.

Nos trajo José María en sus palabras petición ajena de perdón y mucho sentimiento. Si hubo algo que perdonar, perdonado queda porque el perdón humaniza a quien lo pide y ennoblece  a quien lo otorga.

Cuando mediada la tarde nos despedíamos me pareció escuchar por los altavoces que dan al patio de tierra   “En un mercado persa” entre el bullicio infantil de los juegos.

Gracias a todos los que habéis colaborado para que este día  nos trajera tantos recuerdos y removiera tantas sensaciones, aunque ya los de antes no seamos los mismos, como escribió  Pablo Neruda. 

Cartas de puño y letra.

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 (Carta en el periódico HOY 19/12/2013)

Ya no se escriben esas cartas. Los teclados y el lenguaje abreviado, casi criptográfico para los no iniciados,  han sustituido al papel y la pluma. El telegrama, que  por economía nos obligaba a la utilización de  enclíticos y a condensar pensamientos, es el digno ancestro de los nuevos mensajes digitales.

La caligrafía se ha convertido en una reliquia, pero a mí  me gustan las cartas escritas de puño y letra, esas que contienen sentimientos  trabados en las colinas y los valles de los trazos. Da igual que los renglones salgan torcidos, lo  que importa es que sean propios de quienes los escriben. Al recibir una carta imaginas las circunstancias en que  te la han escrito. Yo, en mi época de internado,  pensaba en mis padres, sentados al brasero  en las horas tranquilas del anochecido, tras el trajinar diario. Una carta escrita a mano  es un retrato del ánimo en un momento concreto que termina siempre con un abrazo firmado.

Cuando pasa el tiempo y vuelves a releer sus líneas  en las cuartillas ya pajizas,  notas aún los  latidos del corazón azul de la tinta. La misma sensación que te produce  una flor seca  guardada entre las hojas de un libro.  

Seminario, décima parte.

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Nos despertaban los días lectivos a las seis y media y los domingos a las siete con música generalmente gregoriana o clásica. El día de la Pura del año 1967, estudiando quinto curso, empezó a sonar  “El pequeño tamborilero” interpretado por Raphael. Fue una de las veces que con más alegría y diligencia me levanté. Salí al pasillo inmediatamente y allí me encontré con otros compañeros, entre ellos Luis Cañamares (q.e.d) y compartimos la alegría que nos produjo, en vísperas de Navidad,  escuchar esta canción, que entonces estaba en pleno apogeo. 

Antes de subir a la capilla para la meditación y la misa dejábamos las camas con las mantas y sábanas echadas hacia atrás para que se aireasen. Nunca llegué a saber con exactitud qué es lo que tenía que hacer en la meditación  y cuando preguntaba a los compañeros me decían que pensar en Dios y contarle tus cosas como si fuera un amigo. El asunto es que entre la hora intempestiva y que yo no estaba por la labor, mi imaginación volaba a mi pueblo y a correrías por él, cuando no me entregaba plácidamente a un sopor somnoliento. En cuarto y quinto curso pensé que esa hora podía emplearla en leer  historias  más amenas y decidí forrar libros para que no se vieran las pastas y llevármelos a la capilla.. Mientras mis colegas de al lado entornaban los ojos con sus meditaciones religiosas o leyendo el evangelio,  yo me  refugiaba en las historias de esos libros. Claro que esto no duró mucho pues uno de los vecinos de banco, que después me enteré quién fue, pero no voy a decir,  le fue con el cuento al prefecto. Un día me llamó por medio del delegado de curso a su cuarto. Fue directamente al grano, preguntándome en  qué textos buscaba la inspiración para mis meditaciones.

No fue este el único episodio con mis lecturas.  En  mi camarilla, en lugar de estudiar los latines y los griegos, también me dedicaba a leer novelas que me traía de casa.  No sé cómo, pero el prefecto entró un día en mi cuarto sin estar yo allí y vio sobre mi mesa “La selva”, de Louis Bromfiel y en una de las pláticas, sin decir mi nombre, dijo que había algunos disipados que en lugar de estudiar se dedicaban a leer no sólo libros que no eran de texto, sino de los que estaban en el Índice de la Iglesia como condenables. Como dijo el título del libro y el autor, recibí el impacto en silencio e intentando que no se me notara en la cara el directo a la mandíbula. Fue  el principio del fin de mi estancia en el seminario.

Seminario, novena parte.

Las pláticas eran las charlas que periódicamente nos daban los prefectos cuando ellos consideraban que había que dar un toque de atención sobre  normas de comportamiento en la convivencia diaria.  

Las de D. José Díez eran temibles. A este prefecto no le vi nunca pegar a nadie, pero su presencia, sus gafas ahumadas, su voz, su expresión de casi permanente enfado, imponían.  A veces, cuando te acercabas a decirle algo con la voz que casi no te salía del cuerpo y estaba de malas te soltaba con un vozarrón: “¡Ehhhh!” “¡Cómooo!”. De tal manera que cuando le repetías lo que tenías que decirle las palabras salían  de la boca liadas  y  tartamudeadas.

Para las pláticas  nos reunía al atardecer a toda la comunidad, generalmente, en el salón de actos cuando el asunto era de enjundia y requería un marco solemne. Sin nombrar a nadie, escondidas sus referencias tras el pronombre “algunos” iba desgranando su retahíla de llamadas al orden. Después nosotros le íbamos poniendo nombre y cara a los que pensábamos que se había referido.

En cuarto y quinto dormíamos en camarillas independientes y completas porque a las de tercero les faltaba el techo y la de los Sagrados Corazones tenían sólo los tabiques laterales. Los dormitorios de los Gramáticos, como ya he dicho, eran corridos. Las de quinto estaban dedicadas cada una a un santo, eran las de construcción más reciente y los nombres eran los señalados por los benefactores. A mí me tocó la de San Antonio. En estas camarillas dormíamos y estudiábamos, o sea, que  consumíamos la mayor parte de del tiempo dentro de ellas. Los  cursos inferiores tenían su tiempo de estudio en un lugar común.

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El cuarto del Prefecto D. José Díez estaba en la misma planta  que los dormitorios de los de quinto, pero no en el mismo pasillo, sino en una estancia que se comunicaba con éste por una puerta. Cuando durante las horas de estudio necesitábamos salir o bien al aseo o a consultar algo con otro compañero y nos lo encontrábamos en el pasillo con su mole inmensa, negra y  con sus gafas oscuras nos coartaba tanto, por lo menos a mí,  que hasta se nos olvidaba a lo que habíamos salido, en unos casos nos dirigíamos al servicio, pues estaba mal visto que fuésemos a la camarilla de un compañero, pero si no había más remedio había que dejar la puerta abierta mientras se permanecía dentro. Otras veces  nos dábamos media vuelta sobre nuestros pasos y nos metíamos de nuevo dentro de nuestra camarilla. Por las mañanas después el desayuno  abría el periódico “HOY”  y allí permanecía leyéndolo en el pasillo hasta que se quedaba todo en silencio y él se retiraba a su cuarto. Muchas veces abríamos la puerta con mucho cuidado y por la rendija comprobábamos si todavía estaba por allí. Si lo veíamos metíamos otra vez la cabeza dentro, como los lagartos.

Tengo que decir que se portó conmigo extraordinariamente una vez que le comuniqué mi decisión de abandonar los estudios eclesiásticos y cuando tuve que ir a examinarme de quinto, pues me salí en Semana Santa, todo fueron facilidades.

La última vez que lo vi fue en Segura de León, en el entierro de don Fernando Maya. Me dirigí  a él. De pronto no me reconoció, pero al decirle que era de Ahillones y referirle algunas cosas más se alegró y estuvimos comentando cosas de aquel tiempo ya tan lejano.