Los compañeros meditaban,
unos con los ojos cerrados,
otros a media persiana.
Yo leía novelas que forraba
para que no me descubrieran.
De vez en cuando alzaba la vista
simulando rezar por si espiaban
y también por si algún compañero,
exuberante de devociones, levitaba
y tenía que agarrarlo por los pies
para que volviera al asiento.
Uno de ellos, a quien todavía recuerdo,
más velador de mi salvación que de la suya,
le fue con el cuento al prefecto.
Ayer hirió, hoy lo agradezco.
Me llamó a su cuarto y con gesto muy serio
me dijo sin más prolegómenos:
¿Cuándo se va a ir usted casa?
Yo, prevenido, no me corté un pelo:
Pues, mire usted, ya lo tengo hablado con mi padre.
Y aquella Semana Santa del sesenta y siete
monté el colchón en la baca de la furgoneta
y le dije adiós a la Cañada de Sancha Brava.
Se portó don José muy bien conmigo,
librado de este seminarista disipado.
He vuelto a los cincuenta años,
sin odios ni rencores,
pero ya estaban casi todos muertos.