Norias y huertas

¿Recuerdas aquellos atardeceres cuando nos sentábamos a la sombra del moral que crecía al lado de la alberca?
Íbamos allí a coger hojas para los gusanos de seda que guardábamos en una caja de zapatos. ¡Cómo nos gustaba observar la elaboración de los capullos y la asombrosa transformación en frágiles y efímeras mariposas que morían después de poner multitud de huevecillos!
La noria vaciaba allí el agua clara y fresca. El manantial estaba debajo de una bóveda de ladrillos.  Nos vencía la curiosidad y bajábamos a verlo por unas escaleras de losetas rojas. Una cancilla cortaba el paso a mitad de camino. El fondo oscuro nos impresionaba. Solo cuando el sol estaba cercano al mediodía un haz luminoso llegaba hasta él. Las escamas plateadas de los peces brillaban fugaces cuando les daba la luz en sus vientres.
Cerca de la alberca tenía el hortelano su huerta. La burra con los ojos tapados, dócil extremo del radio de un mono surco rayado, extraía el agua en los cangilones. Una feria de cosquillas y de risas acuosas parecía el sonido de la que volvía a caer otra vez en el venero.
Distribuía el agua por los canales tapando o abriendo el acceso. Qué olorosa frescura percibíamos entonces. La labor del horticultor es la que más mima la tierra. La desmenuza cuidadosamente, la peina con el rastrillo, acaricia la espalda a los canteros y da vida a sus arterias con el riego.
Dice el refrán que ‘quien tiene un huerto tiene un tesoro y si el hortelano es moro, doble tesoro’.  Fueron maestros en la horticultura y en el uso de agua, construyendo aceñas, azudes, pozos, norias, acequias…
El fraile franciscano Juan Mateo Reyes Ortiz de Tovar, nacido en Hornachos en 1725, en su manuscrito ‘Partidos triunfantes de la Beturia Túrdula’, el territorio prerromano situado entre el Guadiana y Sierra Morena, ensalza la labor de los moros por la traída desde África de árboles frutales y por la utilización sabia del agua y la labranza del terreno, lo que daba lugar a productivas y hermosas huertas. Este manuscrito, convertido en libro, se conservó gracias al interés por él de Vicente Barrantes Moreno.  El original se conserva en la biblioteca del  monasterio de Guadalupe.
Ya no se utilizan las norias y el número de huertas ha disminuido considerablemente.  
En el Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura de 1791 decían de mi pueblo que había “doce huertas de regadío y agua de pie plantadas de arboleda de pera, higueras, ciruelas de distintas clases, cerezas, guindas, de buena calidad todo, y de legumbres, lechugas, escarolas, cardos, coles, zanahorias, cebollas, ajos, tomates, habichuelas, nabos, pimientos, pepinos, berenjenas, y otros cuyos frutos son saludables y de buen gusto”.
Hoy he vuelto por aquellos parajes que tantas veces recorrimos de niños.
La hierba se ha apoderado del lugar donde estaba la noria. Tiene el palo del mayal roto y los cangilones oxidados, pero aún se nota tenue el camino redondo del andén que los pasos repetidos de los asnos hicieron.
Al pasar por la puerta del cortijo me he acordado de los que sin prisas se sentaban debajo del parrón y charlaban hasta que el cricrí de los grillos y la primera luz de los luceros se fundían en una sinestesia de los sentidos.

Paja y granos

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Las tardes de verano, cuando el sol templa  rigores,  suele soplar  marea, pero no siempre, pues no  es amante  fiel  de compromiso a citas fijas este  céfiro  suave que viene de la  mar lejana y que aquí si gira al noroeste también llaman gallego.  En las eras después de extraer el fruto  de sus vainas con la circular noria del trillo  se necesita la ayuda de este soplo para separar paja y grano. Aventados con palas de madera hacia el pecho de su empuje cae el  cereal por su mayor  peso cerca  y la paja, más liviana,  se aleja un poco aunque  dejando  una estela   de cola de cometa entre  los dos montones.

Mas la brisa  no puede con las granzas y  se necesita que las cribas las retengan y escapen  por su celosía los áridos.

Son los últimos trabajos  de la recolección. Las eras son hormigueros de trasiego y de faenas. Se envasan el trigo, la cebada, la avena y los  garbanzos. Uno llena la cuartilla, rasa y vierte en el costal que otro sostiene, estira y mueve  para acomodar el grano al fondo. Una vez llenos  los atan con abacales y los agrupan para después subirlos al carro. Sobre los hombros y espaldas, como se hará después por las empinadas escaleras de los doblados.

 Hay una cuesta que da acceso al pueblo desde el ejido.  Para subirla con el carro lleno se añade otra caballería de tiro en la parte delantera. El carretero se coloca sobre la lanza que va hasta el yugo, agarrado a las costillas de este para servir de contrapeso y que la carga no se vaya hacia atrás.  Arrea  a las bestias en el tramo más difícil  con voces y zurriago en mano.  Del  roce  de las herraduras con las piedras en el duro bregar de los animales saltan chispas. Los  mayores se reúnen en ese lugar desde donde se divisa todo el ejido. Conocen las dificultades y al paso animan y jalean la  habilidad y el esfuerzo de los  carreteros.

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También se  transporta la paja. Llenan  los carros con sus redes lanzándola desde el suelo  a golpes de horquilla y bieldo. Uno arriba la recibe y tupe para compactarla.  El traqueteo de los carros al pasar por las calles empedradas deja un reguero  cada vez más espeso que dura hasta que operarios del ayuntamiento la recogen cuando se termina la temporada.  Descargan en las puertas de las casas para meterla poco a poco al anochecido, con la fresca.  Sábanas anudadas por los cuatro picos son el embalaje  para el porte hasta el pajar. Los muchachos ayudamos a la tarea, pero cuando nos pierden de vista los mayores  jugamos revolcándonos sobre el montón.  Imaginen cómo llegamos a casa   y  la cara de alegría de nuestros padres al vernos.

 El ejido se  queda  casi solo cuando encienden las luces del pueblo. Esas horas en que Gabriel y Galán aconseja “que una moza casadera no debe estar en la era si no está el sol en el cielo”.

Antiguas centralitas.

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Después del cura la telefonista de la central  era la persona más informada del pueblo.  Sus manos combinaban   las clavijas  que ponían en contacto telefónico a los pocos vecinos que en los años cincuenta y sesenta  disponían en su casa de este servicio.

Los que no lo tenían se dirigían  a la central si necesitaban poner una conferencia. En la entrada había un banco para sentarse a esperar pues la comunicación no se establecía inmediatamente y las demoras eran frecuentes y duraderas.

 Si te iban a llamar te enviaban a tu casa un aviso de conferencia para que a una determinada hora estuvieses allí.

Solía haber interferencias y ruidos, quizás por eso nuestros padres tenían el hábito de hablar por el teléfono  a voz en grito, costumbre que conservaron siempre.

Había formulismos que crearon costumbres en los conferenciantes. Del “oiga” del que llama al “diga” del que escucha, pasando por responder “al aparato” cuando preguntaban  por el que  estaba al otro lado de la línea o “¿con quién hablo?” para identificar al  interlocutor.

No había facturas al final de mes. Cuando terminaba  cada llamada pedías el importe y  pagabas en el acto.

Ya no existen estas centrales. Quedan las  cabinas que prestan  este servicio público para casos puntuales de urgencia sin disponer de otros medios.

El decreto 726/2011 obliga a Telefónica, en el artículo 32, a garantizar una oferta de teléfonos públicos hasta diciembre de 2016.  Se exige que haya una cabina por cada 3.000 habitantes en poblaciones pequeñas y grandes, mientras que en los núcleos más pequeños tiene que haber, al menos, uno. O sea, que a partir de 2017 pueden desaparecer.

Pero no hay más privacidad  ahora que entonces, cuando la telefonista de la central podía enterarse en primicia de la muerte de un familiar o del nacimiento de un hijo.  El gran hermano está con  su ojo avizor más potente que nunca. Por muy escondidos que estemos somos vigilados por GPS y nuestras conversaciones,  grabadas. Que se lo pregunten, por citar algunos casos sonados,  al ex duque de Palma, al presunto asesino Sergio Morate detenido por encender el móvil en Portbou (Girona), o a los que un misil  borró del mapa al encenderlos. Estos últimos no van a responder a la llamada.

 

Las eras

Llorey Lorite

(Foto de Llarey Lorite)

Ya no ponen eras en los ejidos del pueblo. Cuando las hubo íbamos los niños a comernos la merendilla y a jugar a esconder entre los haces y los montones de grano. Ajenos al duro trabajo de los labradores nuestra mayor ilusión era montarnos en el trillo y dar vueltas en el círculo de la parva extendida.  Los hombres se protegían del sol con sombreros de paja y pañuelos en la nuca. Guardaban el barril con agua entre los haces humedecidos previamente para que  se mantuviera algo fresca. Con el bieldo aventaban las mieses para separar la paja del grano cuando soplaba el aire gallego, viento blando y suave que sopla del mar, opuesto al solano,  calentón y reseco. Llenaban los costales con la cuartilla,  ataban sus bocas   con abacales  y los juntaban para cargarlos en los carros y subirlos a los doblados de las casas, a lomos, por empinadas escaleras. La paja se cargaba y se tupía en los carros dispuestos con varas y redes para transportarla hasta los pajares. También nos gustaba a los niños meterla anochecido con sábanas anudadas por los cuatro picos y jugar enterrándonos en ella.

En este tiempo estaban los ejidos llenos de gente que se movía  de una faena a otra sin desmayo. Sólo cuando caía la tarde se echaba un rato de charla con los vecinos que acudían a una de las eras donde cambiaban impresiones de lo acontecido en el día. 

En verano no se podía fumar en el campo. La guardia civil vigilaba para que se cumpliera esta norma, llegando incluso al registro de bolsillos. Así y todo los irremediablemente adictos  esquivaban esta prohibición. El hato era el lugar menos adecuado para guardar los útiles del vicio, pues era lo primero que registraban.  Así  que escondían la petaca con el  tabaco picado, el librito de liar  y el mechero de mecha entre los montones  y cuando fumaban disimulaban   el cigarro cubriéndolo con la palma de la mano. ¡Qué  habilidad liándolos casi a hurtadillas!

Juegos de niños.

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En las calles de nuestros pueblos ya no se juega como antes. Los juegos tradicionales se pierden.  Los niños y menos niños, absorbidos  por el sumidero de los móviles, son  estatuas sedentes con  destellos y sonidos que emiten sus  “smartphones” de última generación.

Antes, para disfrutar del tiempo de ocio, no disponíamos de estos artilugios que avisan  a cada instante de  que el amigo  que está a sólo unos metros de ti  ha tenido una genial ocurrencia o en los que un guerrero virtual  llega a su destino después de haber superado múltiples obstáculos y matado a cientos de enemigos.  Un trapo que esconder, por ejemplo,  servía para jugar a encontrarlo guiado por las indicaciones del ocultador que te orientaba con una escala de temperaturas  del frío al caliente. El propio cuerpo valía para esconderse y que el que quedaba de guardia te localizase camuflado en las penumbras de paredes y rincones o para saltar unos sobre otros en sus múltiples modalidades.

Con un aro recorríamos calles y ejidos en una carrera de diestros aurigas a pie. Con una soga atada a  un madero,  péndulo sin  reloj, nos columpiábamos. Un balón y un prado con límites difusos de bandas y áreas nos servían para emular fintas y regates de nuestros ídolos, conocidos entonces sólo  por los cromos y la radio.  Un clavo,  para clavar rejones en  la tierra blandecida del otoño, una pelota del gorila para jugar a corra, una piedra de rayuela para cruzar fronteras sin pisarlas, una billarda que se acercaba o se alejaba del circulo a raquetazo limpio, los bolindres, los “repiones”…

Y cuando la vorágine del juego cesaba, esperábamos la llamada de casa para la cena contando historias en  un rincón cualquiera.

No es lo peor que se pierdan estos juegos, sino que no encontremos a los niños.

 

Reloj, no marques las horas

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Algunos labradores y ganaderos  llevaban un reloj con cadena en un bolsillo del chaleco,  asido a un ojal del mismo. Eran los acreditados  “Roscopatent”, que deben su nombre a su inventor, el alemán nacionalizado suizo  Georges Frederic Roskopf,   pero la mayoría no los necesitaba. La vida rural se regía por el sol.

Parte de las largas noches de  invierno se pasaban al fuego o al brasero entre charlas y  juegos de mesa y de fondo radio Andorra. Después a la cama a soñar con los angelitos.   En verano la vida bullía con el trajín de la recolección. Las eras del ejido, los carros con el grano y la paja por las calles, las casas de par en par  para que el fresco de la noche aliviara las calores del día… Si se dormía poco tiempo para eso estaba la siesta.

Llega otra vez el cambio de hora, que dicen los que entienden que se ahorra mucha energía. Yo no lo entiendo,  pero creo que acomodándonos a la luz, sin mover las manillas, podríamos adelantar o atrasar las faenas y no trastornar bruscamente dos veces al año los hábitos de todos. 

La pegatina

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La oficina administrativa de la  ITV  es  la sala de espera de una clínica con médicos de monos azules que inspeccionan tu vehículo y dan el visto bueno para que puedas seguir circulando. Llegan el dueño o la dueña de la máquina rodante con gesto serio y despistado pidiendo la vez. Tras el aguardo algo nervioso y pensativo, pasan, carpeta en ristre con la documentación, al túnel de operaciones.  Luces, limpiaparabrisas, claxon, gases, meneos de los ejes, rodillos, frenos, volantazos a izquierda y derecha  (por cierto, tuve ocasión de observar el ímpetu con que movía el volante el conductor que me precedía. No sé cómo quedaría con sus cervicales). El examen termina y  se sale a la luz del día por la puerta opuesta tras el inmisericorde  zarandeo propinado al coche. De nuevo a la oficina  donde se espera con ansiedad el dictamen facultativo. Llama el empleado que devuelve la documentación con  la pegatina recién obtenida o pronuncia la temida frase: “tiene que volver”. El apto  conlleva un cambio radical en el semblante del dueño del vehículo. Si a la llegada dio unos buenos días que daban pena, ahora falta poco para que abrace  al oficinista que le entrega tan preciado salvoconducto.  La despedida a los presentes que siguen aguardando, es eufórica y amable, hasta la acompaña de gestos de  cabeza y  manos. Y es que somos como niños.

Gastos de representación

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Oí hace muchos años  una anécdota, seguramente falsa, pero significativa del descontrol y manga ancha con que se elaboraban y justificaban algunos presupuestos municipales tiempo ha. Un alcalde y su secretario  dudaban en qué capítulo ubicar un gasto de dos millones de pesetas de la época. El alcalde, sin complicarse mucho la vida  encontró pronto la solución:

-Ponlos en tinta.

Ya no hace falta que las seseras de ciertos representantes y adláteres se devanen buscando acomodo presupuestario a partidas de difícil justificación.  Hay capítulos elásticos, cajón de sastre donde  pillos y vividores  de laxa conciencia y escasos escrúpulos  esconden o disfrazan  sus juergas y hartazgos. Los gastos diversos y los de representación pueden albergar desde libaciones en whiskerías hasta comilonas pantagruélicas, pasando por fiestas nocturnas en la feria de Sevilla, o mariscadas regadas con selectos vinos de Jerez. Los beneficiarios de estos dispendios  cubren su descaro y desvergüenza con la manta protectora de la indefinición contable.

Si se comete  la torpeza de especificar demasiado algún gasto como de feria, por ejemplo, siempre cabe la posibilidad  de diluirlo, a instancia de superior, dentro de los gastos de representación,  con lo que desaparecen como por encanto cena con músicos incluidos y barra libre.

Reclamos

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(Fotografía de Juan Miguel Sánchez)

Carta en el periódico HOY (25-1-2015)

En las mañanas y las tardes de finales de enero  y del mes de febrero en que el sol desbroza lentamente las sombras y ensancha la luz por sus extremos, comienza el celo de la perdiz a picar nuestros campos  con  sus reclamos.

En el preludio de la primavera, entre las siembras, que repuntan con vigoroso verdor, quebradas, olivares y dehesas, el instinto animal  de esta bella gallinácea busca su procreación con  variados cantos y disputas entre rivales por el  favor de las hembras

Pulpitillo, tronera, plaza, canto de buche, cuchicheo, mantilla, responso, puesto… son expresiones  que se escuchan por estas fechas entre los aficionados a esta modalidad de caza,  que tiene sus fervientes defensores y sus acérrimos detractores.

Sin ánimo de ofender y por poner sonrisa al drama, me imagino en este tiempo de preludio electoral, los  reclamos de los distintos grupos políticos intentando llevar a plaza a los  electores.  Los  decepcionados de la anterior temporada desconfían y buscan la voz honrada y sincera  entre cantos de  falsete, brindis al sol y tonadas a la luna. 

Por una cabeza

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(Cuadro de Gonzalo Perdomo Martínez)

Como aquel turista que se quedó sin los agasajos que le brindaron al que hacía los dos millones y que se hizo popular por una canción en los años sesenta,  las dos bolas que salieron antes y después del gordo en el sorteo de la lotería de Navidad  han perdido la oportunidad de hacerse con el primer premio. La cantinela de los niños del colegio de san Idelfonso sólo les recibió con el monótono son de la  pedrea, lejos del eufórico y repetido del premio mayor.

En su salida por el angosto esfínter, quién sabe si por un educado  pase usted primero o por precipitarse con empujones, se jugaron su suerte. La mayoría, abúlica y conformista, permaneció en el voluminoso vientre del anonimato, volteados  con cosquillas ruidosas en la noria de alambres. 

El enlace de un  número plebeyo con la bola  de más rancio abolengo se celebró con las mejores galas de flashes, radios, televisiones  y  primeras páginas de periódicos. A partir de ahora el 13.437 entra a formar parte de la nobleza crematística y adquiere por matrimonio blasón y fuste 

Ya lo decía el tango: “Por una cabeza de un noble potrillo que justo en la raya afloja al llegar…”  o don Antonio Machado: “Todo es cuestión de medida, un poco más, algo menos”. En un segundo o por un metro les cambia a algunos la vida.