Paja y granos
Las tardes de verano, cuando el sol templa rigores, suele soplar marea, pero no siempre, pues no es amante fiel de compromiso a citas fijas este céfiro suave que viene de la mar lejana y que aquí si gira al noroeste también llaman gallego. En las eras después de extraer el fruto de sus vainas con la circular noria del trillo se necesita la ayuda de este soplo para separar paja y grano. Aventados con palas de madera hacia el pecho de su empuje cae el cereal por su mayor peso cerca y la paja, más liviana, se aleja un poco aunque dejando una estela de cola de cometa entre los dos montones.
Mas la brisa no puede con las granzas y se necesita que las cribas las retengan y escapen por su celosía los áridos.
Son los últimos trabajos de la recolección. Las eras son hormigueros de trasiego y de faenas. Se envasan el trigo, la cebada, la avena y los garbanzos. Uno llena la cuartilla, rasa y vierte en el costal que otro sostiene, estira y mueve para acomodar el grano al fondo. Una vez llenos los atan con abacales y los agrupan para después subirlos al carro. Sobre los hombros y espaldas, como se hará después por las empinadas escaleras de los doblados.
Hay una cuesta que da acceso al pueblo desde el ejido. Para subirla con el carro lleno se añade otra caballería de tiro en la parte delantera. El carretero se coloca sobre la lanza que va hasta el yugo, agarrado a las costillas de este para servir de contrapeso y que la carga no se vaya hacia atrás. Arrea a las bestias en el tramo más difícil con voces y zurriago en mano. Del roce de las herraduras con las piedras en el duro bregar de los animales saltan chispas. Los mayores se reúnen en ese lugar desde donde se divisa todo el ejido. Conocen las dificultades y al paso animan y jalean la habilidad y el esfuerzo de los carreteros.
También se transporta la paja. Llenan los carros con sus redes lanzándola desde el suelo a golpes de horquilla y bieldo. Uno arriba la recibe y tupe para compactarla. El traqueteo de los carros al pasar por las calles empedradas deja un reguero cada vez más espeso que dura hasta que operarios del ayuntamiento la recogen cuando se termina la temporada. Descargan en las puertas de las casas para meterla poco a poco al anochecido, con la fresca. Sábanas anudadas por los cuatro picos son el embalaje para el porte hasta el pajar. Los muchachos ayudamos a la tarea, pero cuando nos pierden de vista los mayores jugamos revolcándonos sobre el montón. Imaginen cómo llegamos a casa y la cara de alegría de nuestros padres al vernos.
El ejido se queda casi solo cuando encienden las luces del pueblo. Esas horas en que Gabriel y Galán aconseja “que una moza casadera no debe estar en la era si no está el sol en el cielo”.
Antiguas centralitas.
Después del cura la telefonista de la central era la persona más informada del pueblo. Sus manos combinaban las clavijas que ponían en contacto telefónico a los pocos vecinos que en los años cincuenta y sesenta disponían en su casa de este servicio.
Los que no lo tenían se dirigían a la central si necesitaban poner una conferencia. En la entrada había un banco para sentarse a esperar pues la comunicación no se establecía inmediatamente y las demoras eran frecuentes y duraderas.
Si te iban a llamar te enviaban a tu casa un aviso de conferencia para que a una determinada hora estuvieses allí.
Solía haber interferencias y ruidos, quizás por eso nuestros padres tenían el hábito de hablar por el teléfono a voz en grito, costumbre que conservaron siempre.
Había formulismos que crearon costumbres en los conferenciantes. Del “oiga” del que llama al “diga” del que escucha, pasando por responder “al aparato” cuando preguntaban por el que estaba al otro lado de la línea o “¿con quién hablo?” para identificar al interlocutor.
No había facturas al final de mes. Cuando terminaba cada llamada pedías el importe y pagabas en el acto.
Ya no existen estas centrales. Quedan las cabinas que prestan este servicio público para casos puntuales de urgencia sin disponer de otros medios.
El decreto 726/2011 obliga a Telefónica, en el artículo 32, a garantizar una oferta de teléfonos públicos hasta diciembre de 2016. Se exige que haya una cabina por cada 3.000 habitantes en poblaciones pequeñas y grandes, mientras que en los núcleos más pequeños tiene que haber, al menos, uno. O sea, que a partir de 2017 pueden desaparecer.
Pero no hay más privacidad ahora que entonces, cuando la telefonista de la central podía enterarse en primicia de la muerte de un familiar o del nacimiento de un hijo. El gran hermano está con su ojo avizor más potente que nunca. Por muy escondidos que estemos somos vigilados por GPS y nuestras conversaciones, grabadas. Que se lo pregunten, por citar algunos casos sonados, al ex duque de Palma, al presunto asesino Sergio Morate detenido por encender el móvil en Portbou (Girona), o a los que un misil borró del mapa al encenderlos. Estos últimos no van a responder a la llamada.
Las eras
(Foto de Llarey Lorite)
Ya no ponen eras en los ejidos del pueblo. Cuando las hubo íbamos los niños a comernos la merendilla y a jugar a esconder entre los haces y los montones de grano. Ajenos al duro trabajo de los labradores nuestra mayor ilusión era montarnos en el trillo y dar vueltas en el círculo de la parva extendida. Los hombres se protegían del sol con sombreros de paja y pañuelos en la nuca. Guardaban el barril con agua entre los haces humedecidos previamente para que se mantuviera algo fresca. Con el bieldo aventaban las mieses para separar la paja del grano cuando soplaba el aire gallego, viento blando y suave que sopla del mar, opuesto al solano, calentón y reseco. Llenaban los costales con la cuartilla, ataban sus bocas con abacales y los juntaban para cargarlos en los carros y subirlos a los doblados de las casas, a lomos, por empinadas escaleras. La paja se cargaba y se tupía en los carros dispuestos con varas y redes para transportarla hasta los pajares. También nos gustaba a los niños meterla anochecido con sábanas anudadas por los cuatro picos y jugar enterrándonos en ella.
En este tiempo estaban los ejidos llenos de gente que se movía de una faena a otra sin desmayo. Sólo cuando caía la tarde se echaba un rato de charla con los vecinos que acudían a una de las eras donde cambiaban impresiones de lo acontecido en el día.
En verano no se podía fumar en el campo. La guardia civil vigilaba para que se cumpliera esta norma, llegando incluso al registro de bolsillos. Así y todo los irremediablemente adictos esquivaban esta prohibición. El hato era el lugar menos adecuado para guardar los útiles del vicio, pues era lo primero que registraban. Así que escondían la petaca con el tabaco picado, el librito de liar y el mechero de mecha entre los montones y cuando fumaban disimulaban el cigarro cubriéndolo con la palma de la mano. ¡Qué habilidad liándolos casi a hurtadillas!
Juegos de niños.
En las calles de nuestros pueblos ya no se juega como antes. Los juegos tradicionales se pierden. Los niños y menos niños, absorbidos por el sumidero de los móviles, son estatuas sedentes con destellos y sonidos que emiten sus “smartphones” de última generación.
Antes, para disfrutar del tiempo de ocio, no disponíamos de estos artilugios que avisan a cada instante de que el amigo que está a sólo unos metros de ti ha tenido una genial ocurrencia o en los que un guerrero virtual llega a su destino después de haber superado múltiples obstáculos y matado a cientos de enemigos. Un trapo que esconder, por ejemplo, servía para jugar a encontrarlo guiado por las indicaciones del ocultador que te orientaba con una escala de temperaturas del frío al caliente. El propio cuerpo valía para esconderse y que el que quedaba de guardia te localizase camuflado en las penumbras de paredes y rincones o para saltar unos sobre otros en sus múltiples modalidades.
Con un aro recorríamos calles y ejidos en una carrera de diestros aurigas a pie. Con una soga atada a un madero, péndulo sin reloj, nos columpiábamos. Un balón y un prado con límites difusos de bandas y áreas nos servían para emular fintas y regates de nuestros ídolos, conocidos entonces sólo por los cromos y la radio. Un clavo, para clavar rejones en la tierra blandecida del otoño, una pelota del gorila para jugar a corra, una piedra de rayuela para cruzar fronteras sin pisarlas, una billarda que se acercaba o se alejaba del circulo a raquetazo limpio, los bolindres, los “repiones”…
Y cuando la vorágine del juego cesaba, esperábamos la llamada de casa para la cena contando historias en un rincón cualquiera.
No es lo peor que se pierdan estos juegos, sino que no encontremos a los niños.
Reloj, no marques las horas
Algunos labradores y ganaderos llevaban un reloj con cadena en un bolsillo del chaleco, asido a un ojal del mismo. Eran los acreditados “Roscopatent”, que deben su nombre a su inventor, el alemán nacionalizado suizo Georges Frederic Roskopf, pero la mayoría no los necesitaba. La vida rural se regía por el sol.
Parte de las largas noches de invierno se pasaban al fuego o al brasero entre charlas y juegos de mesa y de fondo radio Andorra. Después a la cama a soñar con los angelitos. En verano la vida bullía con el trajín de la recolección. Las eras del ejido, los carros con el grano y la paja por las calles, las casas de par en par para que el fresco de la noche aliviara las calores del día… Si se dormía poco tiempo para eso estaba la siesta.
Llega otra vez el cambio de hora, que dicen los que entienden que se ahorra mucha energía. Yo no lo entiendo, pero creo que acomodándonos a la luz, sin mover las manillas, podríamos adelantar o atrasar las faenas y no trastornar bruscamente dos veces al año los hábitos de todos.
La pegatina
La oficina administrativa de la ITV es la sala de espera de una clínica con médicos de monos azules que inspeccionan tu vehículo y dan el visto bueno para que puedas seguir circulando. Llegan el dueño o la dueña de la máquina rodante con gesto serio y despistado pidiendo la vez. Tras el aguardo algo nervioso y pensativo, pasan, carpeta en ristre con la documentación, al túnel de operaciones. Luces, limpiaparabrisas, claxon, gases, meneos de los ejes, rodillos, frenos, volantazos a izquierda y derecha (por cierto, tuve ocasión de observar el ímpetu con que movía el volante el conductor que me precedía. No sé cómo quedaría con sus cervicales). El examen termina y se sale a la luz del día por la puerta opuesta tras el inmisericorde zarandeo propinado al coche. De nuevo a la oficina donde se espera con ansiedad el dictamen facultativo. Llama el empleado que devuelve la documentación con la pegatina recién obtenida o pronuncia la temida frase: “tiene que volver”. El apto conlleva un cambio radical en el semblante del dueño del vehículo. Si a la llegada dio unos buenos días que daban pena, ahora falta poco para que abrace al oficinista que le entrega tan preciado salvoconducto. La despedida a los presentes que siguen aguardando, es eufórica y amable, hasta la acompaña de gestos de cabeza y manos. Y es que somos como niños.