Julio viene envuelto en embalaje de rastrojos, ardores de cal viva desde el fondo de la tierra y luz que deslumbra a las niñas de los ojos. Sus noches estrelladas producen asombro y más preguntas que respuestas.
Pasan labriegos- “el ciego sol, la sed y la fatiga”- con sombrero de paja y zurriago en mano, arreando a las caballerías por caminos polvorientos. Carros cargados de mieses segadas con hocinos a golpes de brazadas. En las calles, corros de vecinos charlan al fresco. Ventanas y balcones en los que los grillos hilan la noche con pespuntes de luna desde una lata con agujeros.
Una huerta frondosa y una noria con una higuera donde se está muy cerca de la gloria cuando el sol se despide en los resaltos.
El aire en calma, desmayado sobre la tierra ardiente. A lo lejos, un espejismo tembloroso que sale del suelo. De pronto, un remolino asciende en espiral y levanta briznas de paja y espinos secos. Se escucha algún cante de trilla al compás del silencio. Avispas esquivas dan vueltas alrededor de la cuba en el brocal del pozo. El agua, desde el fondo, misteriosa y oscura, devuelve las voces de niños hechas ecos en las horas espesas de la siesta.
En la mecedora de madera de nogal, curvada de eses, el abuelo dormita echado sobre el respaldo de mimbre entrelazado.
Las sombras en julio son como ovejas acosadas por los lobos. El sol vertical del mediodía las junta y estrecha.
Para aliviar un poco el bochorno, hay que buscar el cobijo de los árboles y sacar el agua de los pozos.
Unas cubas izadas con garrucha se vierten sobre las cabezas. También en recipientes de plástico con alcachofas para controlar y dosificar. A los más pequeños se la calientan al sol, cerca de la pared que da al poniente en los corrales.
Las casas se comunican con el exterior por las puertas del corral y de la calle. Cortina y cortinón hacen frontera para proteger del calor y de las moscas. Para estas, el aparato del ‘flit’, con un pequeño depósito de insecticida delante, como si fuera un perro de San Bernardo. Se pulveriza con bombeo manual. Prendidas en el techo, las tiras donde quedan pegadas.
En el cuerpo intermedio de las viviendas están las cantareras y a lo largo, rollitos para el paso de los animales.
Lo más económico para aliviar sudores, el abanico y las tiras de cáscara de pepino sobre la frente. El ventilador, solo en algunas. El botijo, al relente durante la madrugada con tapaderas en el piporro y en la boca para evitar que entren bichos. Y en las eras, el barril entre los haces.
Mosquitos atraídos por la luz de las bombillas y las salamanquesas pacientemente al acecho.
Son recuerdos que vuelven, turbios de tiempo y de distancia, pero aún, como la brasa entre cenizas, conservan el calor en sus entrañas.