La comba

En el juego de la comba dos niños hacen girar una soga y los demás saltan, procurando que pase por debajo de los pies y por lo alto de la cabeza. Hay que sincronizar las entradas y las salidas para no ser eliminados o penalizados con la sustitución de los que están moviéndola. Terminada una tanda se vuelve a hacer cola por la parte contraria. El juego se acompaña con canciones tradicionales. El cochecito leré… Al pasar la barca me dijo el barquero… De Cataluña vengo de servir al rey…

A los que son muy hábiles y tardan en ser eliminados les incrementan la velocidad hasta que los hacen fallar.

El sol es la comba que va del orto hasta el ocaso, y la tierra, con nosotros dentro, la niña que juega a luces y sombras con sus giros.

 El astro rey ha ido subiendo en el horizonte poco a poco desde la sima del invierno hasta llegar a lo más alto, ampliando las horas de luz y dilatando los crepúsculos vespertinos.  

El reparto de claridades tiene sus límites en las veinticuatro horas que dura la rotación. Lo que pierde la noche lo gana el día.

Intento vano ampliar o reducir fronteras, por muchas prisas que nos urjan.  

El próximo mes colgarán en las administraciones de lotería, los décimos de Navidad, jinetes de piernas abiertas sobre los alambres de la suerte.

Ansiamos que lleguen las rebajas cuando no hemos estrenado algunas prendas de las que adquirimos en las últimas.

Queremos que pasen los días y lleguen las vacaciones, el viaje proyectado, el reencuentro familiar, la fiesta; que pase el calor y que venga el frío para luego ansiar lo contrario cuando nos salen sabañones. 

Tenemos prisas por llegar a un lugar y una vez allí nos impacientamos y queremos volver a donde estábamos.

Nunca el gozo es duradero y no damos por completa dicha alguna. En cuitas se nos va el hoy y el mañana nunca llega. Paso que avanzamos, paso que se aleja.  La angustia de no estar a gusto en ningún sitio, de viajar sin saber si es búsqueda o huida el impulso que nos mueve.

Hay que entrar al salto en el momento justo y disfrutar lo que tenemos sin los apremios de las prisas.

De camino hacia el solsticio de verano la comba del sol ha ido remontando en la bóveda del cielo. Golondrinas, aviones y vencejos rayan el intenso azul de las mañanas con sus vuelos. Las calimas reverberan a lo lejos. En olivares y encinares la chicharra recorta el aire denso de la siesta y de noche la rana y los grillos trenzan, con encajes de luna, un vestido de plata al agua en la ribera.

Disfrutémoslo. No tengamos prisa por llegar de donde no podremos regresar nunca.

En este juego planetario, una vez que sales, no hay ocasión de colocarse de nuevo a la cola.

Fernando Fuentes

(Fotografía de Juan Sevilla Durán)

¿Guardarán memoria los repechos, las lomas, los recodos, las llanuras de las huellas de quienes los pasaron? ¿La arboleda, de las sombras, el éter del firmamento, de las charlas?  Él ya no volverá a pisarlos físicamente. No sé si los espíritus en las noches de luna vuelven por donde anduvieron sus dueños llenando de plata los caminos.

 Los manillares de tu bicicleta tienen la horma de tus manos y los pedales el peso de tu fuerza cuando la vida salía por los poros. Aunque inanimada, si la miramos, notaremos la triste melancolía de las ausencias. Parece que te está esperando.

Tus amigos de Astoll volverán por los mismos parajes por los que anduviste, charlarán a la sombra de un castaño, de una encina o de un olivo y tú estarás presente. También cuando tras las rutas tomen cervezas en cualquier plaza de los muchos pueblos por los que pasasteis. Allí estarás con ellos porque el rastro de las buenas personas, de los buenos compañeros permanece siempre en el recuerdo de los que los conocieron.

Que el viaje que emprendiste el día de san Fernando, que cruel coincidencia, no te sea gravoso y vueles con las alas de los sentimientos de los que te trataron, que seguro irán acompañándote para que esta ruta por la que también nosotros pasaremos, te sea leve.

No somos nadie

 

Los proverbios, refranes y aforismos, condensan los resultados de experiencias y observaciones de los que nos precedieron. De tanto usarlas las convertimos en tópicos y las utilizamos como comodines para ahorrarnos el trabajo de pensar qué deberíamos decir o hacer en según qué situaciones. Otros ya lo hicieron por nosotros. Forman parte del acervo cultural de los pueblos y, aunque pierden lustre por el uso, no dejan de ser constataciones sentenciosas de una forma de entender la vida.

La expresión ‘No somos nadie’ la utilizamos cuando la muerte presenta sus cartas credenciales a personas conocidas.  Cada vez que sucede nos damos cuenta de que no hay grandeza que no quepa en un nicho. Cuando todo se reduce a la nada multiplicada por cero.

A San Francisco de Borja, que antes de ser elevado a los altares, ostentó numerosos títulos nobiliarios con grandeza de España incluida, se le atribuye esta otra expresión: ‘Nunca más servir a señor que se me pueda morir’. Según cuentan la pronunció ante el féretro que contenía los restos mortales de Isabel de Portugal, esposa de Carlos I de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Dicen que fue una mujer de gran belleza, fallecida a los treinta y seis años.

Esta misma idea de no ser nadie una vez muertos, la glosó Jorge Manrique en los versos de las ‘Coplas a la muerte de su padre’: “Tantos duques excelentes, /tantos marqueses y condes/y varones/como vimos tan potentes, /di muerte, ¿do los escondes/y traspones?”.

Es difícil encontrar escritores y filósofos que no hayan tratado en sus obras sobre la fugacidad de la vida y las consecuencias de la muerte.

Siendo esta la que nos iguala y la que nos pone en ese lugar donde nada es todo, salvo creencias ultraterrenas.

 

 

 

 

Existen congéneres que se arrogan atribuciones que solo al proceso natural de la existencia corresponden y disponen de las vidas ajenas como si fueran dueños de ellas.

Buscando su grandeza y alimentados sus egos desde las paranoias más severas, desprecian al resto de los mortales aniquilando a unos e ignorando las peticiones de clemencia de otros.

Destacaron en esta infame labor personajes históricos investidos de poder por diversas circunstancias, no siendo las menores las que se consiguieron con traiciones y engaños. Estos caudillos, que se creen ungidos por sus dioses respectivos o elegidos por el destino para salvar a sus pueblos, son impermeables a los ruegos y surgen cuando las condiciones de tolerancia e indiferencia internacionales les son propicias.

 

 

 

 

 

 

 

Características comunes son su afán de dominio y la aspiración de crear imperios, aunque para conseguirlo tengan que hacer limpiezas étnicas o invadir tierras que no son suyas. Lo perpetran por la fuerza bruta de sus sinrazones e intereses y a los demás nos ignoran descaradamente mientras consiguen su botín.

No pongo nombres para evitar que salgan las palabras manchadas de sangre.

No somos nadie, pero déjennos ser. 

Secretos

Si alguien en un grupo quiere comunicar a uno de los presentes algo reservado hace un aparte con él. Aunque los secretitos en reunión dicen que son de mala educación, es práctica frecuente hasta en las reuniones de más alto copete.

La confidencia es el drenaje por el que un secreto se transmite a quien pensamos que es merecedor de confianza.  Nos advierte Séneca que el secreto mejor guardado es el que guardas tú mismo. Tres podrían guardarlo si dos de ellos hubieran muerto, afirmó Benjamín Franklin.

Compartirlo establece un vínculo de complicidad que solo se rompe si la indiscreción o la traición de uno de ellos lo hace llegar a terceros. Si así obrara sería la prueba de que nos equivocamos al elegir a esa persona. Según André Maurois, es la forma de comprobar si era digno o no de nuestra confianza.

Hay quienes adornan la transmisión con halagos y prevenciones. Que te lo cuentan a ti porque eres tú, pero no se lo digas a nadie. Con este cuento tienen ya un listado tan numeroso como la lista de Schindler.

De niños teníamos como llave de seguridad la palabrita del Niño Jesús y el beso en los dedos cruzados.

Juan Ruiz de Alarcón nos previene que, incluso con todas las precauciones que se tomen, las paredes oyen. Bien lo saben los que viven en pisos colindantes. Pueden llevar la contabilidad de las veces que el vecino le da a la cisterna y de discusiones y divertimentos varios.

Las trastiendas en los locales comerciales antiguos eran lugares propicios para las confidencias.

También las callejas, las umbrías de las iglesias, las afueras del pueblo…  Siempre con susurros y mirando a derecha e izquierda para comprobar que no hay testigos de cargo. El campo, tan amplio y solitario, ha sido un lugar idóneo. Ahora, sin embargo, habría que mirar primero hacia arriba por si los drones sobrevuelan.

En la edad inestable de la adolescencia el rubor inoportuno que sube a la cara nos delata. Nos parece que aflora los pensamientos que queremos ocultar. Le pasó a un amigo cuando en un bar cruzó su mirada con la del padre de su pretendida. Tuvo la sensación de quedar desnudo y descubierto.

Con los wasaps y demás redes sociales nos hemos confiado en demasía. Los dedos, toma de tierra de los estados de ánimo, han descargado sobre las teclas nuestras frustraciones, anhelos y desengaños. Lo que en un momento es alivio puede convertirse mañana en la daga que nos corte.  Pasar de los extremos cifrados a los medios, expuestos al morbo de unos y escarnio de otros. Hoy contra mí, mañana contra ti. Que no pare el espectáculo. Intereses o indiscreciones de receptores, la desidia de los custodios o la vileza de los bribones nos acechan. No se fíen. Nos tienen cogidos por los teclados y el día menos pensado nos los retuercen.

Azul y rojo en mayo

Mi intención era escribir esta columna sobre la luz del mes mayo, pero estando en ello se fugó la eléctrica por no sé qué vericuetos cableados. Noté su ausencia en el corte de las comunicaciones y me produjo una sensación de aislamiento, acostumbrados como estamos a la prontitud de los wasaps y los teléfonos. Y entonces me acordé de los grandes hormigueros que son las ciudades, jaulas con los ascensores detenidos a mitad de camino entre dos puertas. De los trenes parados en túneles y en vías como culebras metálicas muertas. De los semáforos con sus guiños ciegos. Me acordé del kit de supervivencia que había recomendado la Comisión Europea por medio de su Comisaria de Gestión de Crisis.

En estos casos de grandes sucesos es conveniente salir a la calle para pulsar en las esquinas y mentideros la opinión de los vecinos. La compañía alivia.  Uno de los presentes, poco hablador, pero expresivo en gestos, se rasca la nuca con un ojo cerrado y otro mirando al infinito de la suspicacia. ¡A mí no me la dan con queso! Se habla de otros tiempos, de cuando había que tener siempre a mano velas, quinqués y candiles porque al menor soplo del viento se caían los palos del tendido.

Hay desconfianza y recelo. Creemos poco y dudamos de todo. Los bulos en las redes están liando una madeja de la que es muy difícil encontrar los cabos. Un agorero predicador de calamidades suelta que ya estamos igual que algunos países caribeños con los cortes de luz.  Otro, que aquí hay vatio encerrado. Casi nadie se fía de las noticias oficiales.

Lo que es cierto es lo dependientes que somos de la energía. Y en qué bases tan inestables se apoya nuestro bienestar. Hasta la cerveza que cae espumosa en los vasos con solo mover una palanca del surtidor necesita la cosquilla que le presta la corriente eléctrica.

Visto lo visto y oído lo oído me voy a casa. La radio nos une al exterior, como aquella tarde de febrero del 81. ¿Recuerdan? Al escribir la fecha un estremecimiento de asombro ante el abismo del tiempo ha recorrido mi mente.  

Voy a lo que iba, a mi intención primera de escribir esta columna sobre el mes de mayo. De la luz natural y de las flores.  De la fertilidad de la tierra que aflora pletórica de frutos.

Del rojo de la sangre de Chicago que dio origen a la celebración del Día del Trabajo, de la que ocasionó la Guerra de la Independencia. Del azul del cielo y la ofrenda al patrón de los campesinos.  De la celebración de Las Cruces en Feria, Zahínos y Azuaga. Me incordian los recelos que empañan colores con ideologías en cuyo fango siempre hay alguien dispuesto a cargar el mosquetón de las diatribas. Paz y bien. Mayo levanta el telón del escenario de la vida. A disfrutarla.

Gallinas y gallos

Casi todas las casas disponen de patio y corral. Y en cada corral hay gallinas y un gallo pendenciero defensor de sus dominios al que hay que mantener a raya con un palo para que no se nos tire.

Una misma especie y dos caracteres diferentes marcados por el sexo. Referentes de la cobardía y la valentía.

Esquivas, ellas. Solo cuando están echadas en la puesta consienten que se les pase la mano por encima. Altaneros, los gallos. No necesitan cambio de horario de invierno y verano. Al clarear despiertan y al ocaso se acuestan.  En su madrugar solamente los superan aquellos labriegos con agallas cuando salen con los burros del cabestro y en el campo despabilan las alondras ‘agachás’ entre los surcos del barbecho, según cuenta Luis Chamizo en los Consejos del tío Perico.

El canto del gallo, que marcó las tres negaciones de Pedro, es descrito en bellas imágenes literarias con las prisas por querer quebrar albores en el Cantar de Mio Cid y con las piquetas que cavan buscando la aurora en Federico García Lorca.

Unos y otras escarban y remueven la tierra afanosamente buscando el alimento. Su época dorada, allá por septiembre cuando, recogido el cereal de las eras, les dan larga por los ejidos para apurar los sobrantes.

Las gallinas dan nombre al reconfortante caldo para convalecientes y al tabaco de liar. Surtidoras de alacenas y despensas de casas humildes y pudientes. Los huevos fritos no son clasistas. El refranero recoge el ciclo más provechoso de su producción: Véndelas por San Juan y cómpralas por Navidad. Los palos donde duermen dan nombre a las localidades más altas y baratas de los espectáculos.

Anidan cluecas y a los veintiún días sacan sus polluelos, ovillos de algodón que encuentran protección bajo las alas extendidas de la madre.

En las noches frías de primavera los metemos en una caja y los colocamos en la tarima al lado del brasero. Tras unos leves piares quedan en silencio hasta la mañana siguiente que los devolvemos con su madre.

Se ha perdido el oficio de recovero y el cacareo del medio día anunciando la puesta.

Gallinas, gallos y demás aves de corral han sido llamados a capítulo por el Gran Hermano que todo lo controla. No prohíben tenerlos, pero las explotaciones de autoconsumo que no sobrepasen el número de treinta también deberán estar registradas, como las grandes granjas. Los propietarios deben darse de alta, con gestión de claves para tramitación electrónica y especificar las especies, finca donde las tienen y tipos de producción, entre otros detalles. Todo sea por la salud, prevención y control de las pandemias.

¡Si mi vecina Josefa levantara la cabeza! Tenía tres gallinas en su pequeño corral y esperaba cada día a que pusieran para venderlos o cambiarlos en el comercio de comestibles por unas sardinas con una cucharada de aceite. Aquella economía de subsistencia que era el trueque…

Pantallas

 

 

 

 

 

 

 

 

(Fotografía del periódico El Mundo)

El día que vi a una madre darle a su hijo un teléfono móvil para que dejara de llorar me di cuenta de que estábamos en una nueva era.  El niño dejó el llanto y comenzó a matar marcianitos en un juego que absorbía su atención. 

 Los ordenadores llegaron a la enseñanza como la llave que daba acceso con facilidad al disfrute del conocimiento.

Hubo que preparar con cursos acelerados a los docentes, que mayoritariamente desconocían sus aplicaciones y funcionamiento y, en muchos casos, produjo la indiferencia y el rechazo de los más veteranos. Era tal el desconcierto que ni las autoridades educativas tenían muy claro el alcance y límites de su utilización.

Las Comunidades Autónomas competían por dotar a sus centros del mayor número de los nuevos medios en sus centros educativos.

Los extremeños, que no estamos acostumbrados al vértigo de las alturas, escalamos a los primeros puestos y nos colocamos a la cabeza mundial de ordenadores en las aulas.

En el año 2003 la Junta instaló de una tacada 45.000 nuevas pantallas con el sistema operativo Linux en la enseñanza secundaria. Un PC para cada dos alumnos.

Es evidente que la informática ha supuesto una gran revolución en la sociedad.  En educación ha facilitado la gestión administrativa de los centros, ha dado fluidez a las comunicaciones familiares en el proceso educativo de los hijos y ha puesto a disposición de todos los estamentos una ingente fuente de información.

Pero venían con muchas luces centelleantes, con muchos cantos de sirena que desde la orilla distraen a los alumnos de su principal cometido. 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mirar las estrellas en un lago es hermoso, pero aparta la atención del cielo. La función de las familias, de las autoridades educativas y de los docentes es fundamental para administrar provechosamente la avalancha descomunal de datos y utilidades que llegan a través de estos medios digitales. Cada edad necesita sus dosis y, como en la alimentación, a nadie se le ocurre dar un bocadillo de chorizo a un lactante.

A la vista de estudios realizados, hasta el momento los resultados no son tan buenos como se esperaban.  

Y nos llega otra oleada. La Inteligencia Artificial.  Con ella podemos preguntar cómo se resuelve una ecuación o cómo se analiza una oración subordinada y en pocos segundos tenemos las soluciones ante nuestra vista. Una maravilla sorprendente, pero que puede suponer también una invitación al vagueo y a no profundizar.

Aunque aquello de que la letra con sangre entra pasó afortunadamente a mejor vida, el esfuerzo y la constancia siguen siendo hábitos recomendables para conseguir resultados provechosos.

No deben prohibirlos, sino regular su uso, separando el grano de la paja.  Hay que evitar que mientras un profesor se afana en el encerado explicando el teorema de Pitágoras los alumnos estén chateando en las redes sociales o jugando a Candy Crush .

El encerado y la tiza tienen que prestar todavía muchos servicios.

El coche de san Fernando

Después de un periodo de andar a gatas empezamos a dar los primeros pasos, vacilantes y temerosos ante lo desconocido. Unos brazos siempre abiertos, como de ángeles custodios, nos protegían y abrazaban efusivos al finalizar cualquier pequeño trayecto. ¡Qué alegría cuando llegábamos hasta ellos tras ir apoyándonos de silla en silla!

Principiábamos a practicar el medio de locomoción más antiguo y autónomo. El que nos llevaría y traería sin tener que sacar billete ni darle explicaciones a nadie. Ha pasado de generación en generación sin modificaciones en lo básico, que es poner un pie detrás de otro.  El ingenio popular lo bautizó como el coche de san Fernando, un rato a pie y otro andando.

Los trabajadores del campo lo practicaban con ropa de faena, alforja al hombro y botos bastos para desplazarse a los tajos. 

Ahora, generalmente, caminamos para conseguir una aceptable forma física, mantener las analíticas sin altibajos preocupantes y por el placer de disfrutar de la naturaleza recorriendo bellos parajes.  

Se le han añadido accesorios.  Calzado, vestimenta de marca y bastones que más que de senderismo parecen de esquí. Todo con un toque anglosajón en la terminología para darle caché y esnobismo a esta actividad milenaria. Está bien, sobre todo lo del calzado adecuado.

Los jóvenes de antes gastábamos las medias suelas desplazándonos a otros pueblos cercanos.  Los del mío íbamos a Berlanga, que está a tres kilómetros, sobre todo para asistir a los bailes de los domingos en el salón anexo al Bar Nuevo. Los organizaba un célebre personaje conocido en toda la comarca.  Por su minusvalía se sentaba al lado de la puerta de entrada con su muleta en ristre, como barrera de aduana y aviso para los avispados que intentaban colarse sin pagar. Acompañaba el alzamiento amenazante de la muleta con una retahíla de improperios de los de santiguarse cuando alguien intentaba engañarlo. Pero tenía buen corazón.

Los que disponían de bicicleta la utilizaban para ir y venir. Disponían de un faro de dinamo o de una linterna atada al manillar para alumbrar el camino y que los vieran. Los bajos de los pantalones se los recogían con unas pinzas.  Las voces de sirena de los amoríos eran el combustible del pedaleo. En ocasiones viajaban dos en la misma. El acompañante en el portamaletas o a mujeriega en la barra. Las guardaban en un bar cercano por un precio módico para quitarlas de la intemperie y evitar desperfectos mientras duraban el baile y los cortejos.

 

De vuelta a casa se comentaban las incidencias de la velada.  Unos volvían con ganas de que llegara pronto el próximo domingo y otros con más vasos que besos en el cuerpo. A mitad de camino, al paso por el Cerro Gordo, que a mí me parecía muy grande y ahora muy pequeño, todavía resonaban en nuestras cabezas los acordes del saxofón de Julio el de Alvarito. Quedan gratos recuerdos y amigos de entonces.

Cabos de amarre

Los calendarios internos de nuestra infancia no contaban días, semanas ni meses. Se regían por las sensaciones que nos causaban determinados hechos. El comienzo y final del curso. La llegada de los Reyes Magos.  El amarillo de las eras, los carros dejando rastro de paja por las calles empedradas. Las lluvias otoñales que ponían verdes los prados del ejido. La llegada de las golondrinas que hacían sus nidos en los maderos donde se guardaba el cisco y donde a nosotros nos ponían los columpios con una soga y un costal. Las migraciones de los gansos que pasaban de noche por los caminos del cielo. El canto de los grillos, los largos crepúsculos veraniegos y su pronto declinar cuando pasaba la feria.

Pasábamos de las zapatillas a las katiuskas, de los paraguas y el uso de zancos para meternos en los charcos a andar descalzos por la acera en las soporíferas horas de la siesta.

La naturaleza nos marcaba el ritmo. Caían las hojas de los árboles y salían nuevas yemas a las ramas.

En esos cambios, separados por amplias lindes, fuimos descubriendo el mundo. Atisbamos a la muerte en los dobles de campanas y en los lutos, que caían como una capa de silencio sobre las rutinas y cerraban las puertas de la calle al paso de la luz en los zaguanes. Supimos que las cigüeñas no eran cosarios de la vida, que existían amores distintos a los de los padres, que alteraban la forma de comportarnos.

Las obligaciones eran pocas:  ir a la escuela y hacer algunos recados. Lo demás, el juego y los amigos. Pero la tristeza de la familia calaba nuestro estado de ánimo. Los tictacs del reloj en la sala donde se reunían cada noche las hijas con su padre, que pasaron hasta entonces desapercibidos, empezaron a punzar los silencios entre suspiros cuando este murió.

Casi sin darnos cuenta, nos hicimos adultos. Empezamos a poner razones donde antes solo había sentimientos y la vida fue mudando la piel delicada por otra más curtida.

Quedan islotes de entonces. Un micelio de memoria los une bajo el agua.  Lo demás se ha ido sumergiendo poco a poco en el fondo. De vez en cuando salen a la superficie, fugaces, como los peces en las aguas del pantano. La atractiva muchacha de un circo, un borracho que pasa por la calle de tierra con charcos y sin luces cantando ‘La cama de piedra’.  Un tiro en la noche que nos sobrecoge y aún retumba de roca en roca. 

Lo peor de la memoria es que quienes compartieron contigo algunas vivencias las hayan olvidado o hayan muerto. Cuando cuentas algo y miras alrededor para buscar asentimiento faltan muchos que puedan confirmarlas. Caes entonces en la cuenta de que los cabos de atraque se han ido soltando poco a poco del amarradero del puerto y tu barca navega mar adentro a la deriva.

 

Intransigentes

 

 

 

 

 

 

Fui testigo de un hecho del que sentí al mismo tiempo odio y pena. Lo primero por el déspota causante de la humillación que sufrió una joven y lo segundo por ella. Sucedió en un bar cercano al ferial de una gran ciudad, aparentemente alegre y confiada. La muchacha se equivocó en la devolución del cambio a un cliente que estaba sentado en la terraza y le cobró cinco euros de menos. Cuando se percató del error ya se había marchado y no pudo corregirlo.  El encargado del establecimiento, que estaba por dentro de la barra llevando el control de la caja, le recriminó con tal crudeza el error que sentí el agravio como si me lo estuviera haciendo a mí. Delante de todos y azorada, la muchacha le pidió disculpas y le prometió reiteradamente que nunca más volvería a suceder. Al menos tres veces se lo echó en cara. Y otras tantas ella, se disculpó.

Al abonar mi consumición dejé el dinero sobre el mostrador con todo el desprecio que pude acumular en mi mirada y en el gesto, evitando ponerme a la altura del miserable energúmeno. Al paso, mientras enfilaba la salida, le hice una pregunta recriminatoria ¿Usted nació sabiendo todo y no se ha equivocado nunca? Como no creí que la esperara ni nos conocíamos de nada, y para evitar posibles discusiones, no aguardé su respuesta y salí con la intención de no volver jamás a ese bar.

Cuando una persona se incorpora por primera vez a un puesto de trabajo, es habitual que lo haga con nervios e ignorando todavía muchos detalles del oficio. Lo que necesita es ayuda y comprensión, no a tiranos faltos de empatía que los tratan con la punta del pie.

La intransigencia está muy extendida. El caso del conductor que pasa todos los días por el mismo sitio le recrimina al que quizás sea la primera vez que lo hace y ha dudado un instante si tomar o no una calle que es dirección prohibida.

Baja la ventanilla y mostrando su pericia adquirida a base de repeticiones le suelta una sarta de improperios, tratando al que titubeó por un momento de aldeano y bellotero, al tiempo que hace sonar insistentemente el claxon.

Empleados hay que aprendieron a duras penas a estampar un sello en documentos con marcialidad sonora, ufanándose de su elevada misión ante los ignorantes de tanta burocracia, que preguntan, balbuceantes, por alguna duda.

Y sin embargo, en contraposición, qué confortable satisfacción cuando encuentras empleados y funcionarios amables y comprensivos que se ponen en el lugar del que llega despistado y lo ayudan con agrado en todo lo que necesitan. Les dicen que nadie nace sabiendo y que ellos también tuvieron que preguntar lo que no sabían cuando empezaron.  Personas con este proceder hacen la vida más agradable a los demás y no dicen vuelva usted mañana, sino, eso lo arreglamos ahora mismo.