Va de huevos

Siempre ha habido clases. También en las aves.  De corrales, de campo abierto y en cárceles de alambre. De sus huevos tienen mejor venta los camperos que, al menos en las etiquetas, evocan a la naturaleza y en su interior lucen naranja.

Si los cerdos salvaron tantas vidas como la penicilina, no le van a la zaga las aves de corral.

Entre los recuerdos de la infancia de los que vivimos en los pueblos, los que con más viveza permanecen en nuestra memoria son los patios y corrales, los ejidos, las eras y por allí rondando, gallos y gallinas. Comen a pico y pata, no por condena, sino por tendencia natural de subsistencia.

Les ha llegado la hora del censo y protección. El peligro viene de arriba, esa zona que ellas miran girando la cabeza hacia un lado, de otras aves que vuelan y bajan en busca de agua y alimento.  Eso dicen los que saben. Como no es cuestión de ponerles mascarillas a cada una, se les confina en interiores o al menos protegiéndolas con redes pajareras para evitar que otras congéneres accedan a los bebederos y comida. ¿Saldrán comisionistas nuevos?

De paso, los controladores se meten un poco más en nuestras vidas. Pronto nos sacarán la cera de los oídos y tendremos que pagar por la plusvalía de hacerla velas.

Además de huevos y carne para el arroz de los domingos, aportaron riqueza a nuestro vocabulario. Sus dormitorios sobre palos bautizan a las localidades más altas y baratas de cines y teatros. A la gallina se le colgó la etiqueta de la cobardía por su tendencia a guardar distancias, a huir y evitar confrontaciones. El gallo, por el contrario, es altivo y pendenciero, defensor de sus dominios. Hasta le dio nombre a una saga de toreros. El caldo de la gallina es sustento reconstituyente y fue marca de clase de tabaco. La emoción y el miedo se reflejan en nuestros cuerpos poniéndonos la carne como a ellas. Y si las circunstancias vienen mal dadas puede salir uno como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando.

Sus plumajes son variados. Van del blanco al negro, pasando por anaranjados y jabados.

La cresta del gallo, más roja y erguida, la de la gallina, más descolorida, caída hacia el lado como gorrilla de jornalero.

El amanecer y el anochecer están muy vinculados a la asignación de cualidades que les asignamos.  Los gallos por ser pregoneros del alba y las gallinas por acostarse temprano. Parece como si las últimas estrellas de la alborada fueran granos de trigo que ellos se comen. A Venus lo dejan para el postre. Un chupito de luz.

El precio del producto estrella de estas gallináceas corraleras ha subido de los nidales a las estanterías con un vuelo más veloz y potente que el de sus ponedoras. Consecuencias de la oferta y la demanda. La cosa tiene huevos.

Vanidades

En la vida aspiramos a superarnos y a mejorar personal y profesionalmente. Para ello es necesario el esfuerzo y la lucha contra las dificultades. Fijarse una meta, pelear por ella y no hacer caso a las sirenas que intentan distraernos en nuestra travesía.

Es encomiable el tesón de los que se esfuerzan por conseguir lo que se proponen con su trabajo o sus estudios. Ese afán es el motor que hace que la humanidad progrese.

Salvo los sabios, a los que no les atraen ni el dorado techo de los palacios ni les enturbia el estado de los soberbios, en palabras de Fray Luis de León, los demás luchamos por prosperar y aportar lo que podamos a la sociedad.

Cursar carreras universitarias, crear empresas, destacar en actividades artísticas o deportivas, investigar… son algunos campos en los que la actividad humana puede encontrar el modo de satisfacer sus aspiraciones. Todas necesitan muchas horas de trabajo y de renuncias y, salvo envidiosos, el reconocimiento de los demás, pues es un estímulo que ayuda a perseverar en el empeño.

Ciertos sujetos, ajenos al esfuerzo y sacrificio que estos logros suponen, los buscan por atajos, pero no renuncian al brillo social que los mismos representan. Todos los vicios dan tregua, pero la vanidad del mundo nunca dice basta, escribió Baltasar Gracián.

Los que tienen la habilidad social de rodearse de personas de las que pueden conseguir favores y prebendas, lo intentan por esa vía. ¿Se han fijado ustedes en las reuniones de alto copete en las cabezas que giran como brújulas en busca de otras personas más influyentes sin hacerles ni puñetero caso a quienes les están hablando?

Para el acceso a la, en teoría, noble actividad política, no se exigen condiciones previas de preparación, salvo el ser español mayor de edad y no estar privado por sentencia judicial firme del derecho a ser elegido. Así tiene que ser en puridad democrática. Entran los que van con la loable intención de mejorar las condiciones de vida de sus conciudadanos y los que, a rebufo, medran por sus intereses personales. Alguno lo dijo a boca llena: me he metido en política para forrarme.

Verse de la noche a la mañana con poder, infla la vanidad de ciertos electos. La atracción por honores y coronas de laurel es insaciable y ha llevado a algunos a añadir a sus currículos títulos falsos para dar lustre a sus ensoñaciones. Pero los títulos, salvo los heredados de origen medieval con pomposos apellidos, preposiciones y conjunciones, hay que trabajarlos y merecerlos.

Aparentar lo que no se es disfraza un complejo de inferioridad y una humillación cuando son descubiertos. El escudero al que sirvió el Lazarillo, intentaba engañar a los demás engañándose a sí mismo cuando paseaba con buena disposición y razonable capa y sayo sin haber comido el día anterior nada más que un mendrugo de pan que le trajo su criado.

Viejos oficios

 

 

 

 

 

 

(Fotografía del periódico El Norte de Castilla)

Los adelantos técnicos y los cambios sociológicos han hecho que en el medio rural haya ido cambiando la forma de trabajar y desapareciendo muchos oficios. La mayoría dependientes, directa o indirectamente, de la agricultura y la ganadería. De la siembra a voleo y la siega a mano con la hoz a las modernas sembradoras y cosechadoras hay una gran diferencia, con ahorro de esfuerzo y rentabilidad económica.

Las grandes casas de labranza disponían de numerosas y variadas plantillas.

De aperadores a gañanes y de mayorales a pastores, sin olvidar a yunteros y vaqueros, por ejemplo. Además de las personas que empleaban para el servicio doméstico: planchadoras, niñeras, cocineras, lavanderas… Ni sueldos ni impuestos ni derechos eran los de ahora.

La desaparición de los animales de labor llevó consigo la de los profesionales que se dedicaban a la confección y reparación de sus arreos y aperos. Talabarteros, herreros y herradores tuvieron que adaptarse a los cambios o desaparecer.  

En mi pueblo, de más de diez zapaterías, con maestros y aprendices, no ha quedado ninguna.

 

Las actividades de echar unas medias suelas, reparar tacones, clavar tachuelas, coser con leznas y engrasar con cerote los cabos fueron desapareciendo paulatinamente.

Tan vinculados estaban los oficios a las personas que los ejercían que bautizaban a ejercientes y herederos con los nombres del oficio.  Juan el del molino, Carlos el jabonero, José el mayoral, tío José el caballista… Lo de tío y tía es un tratamiento que se conseguía con la edad y el respeto. Entre el don y el tú.

En Llerena, mi amigo Francisco Escudero todavía conserva el sobrenombre de Espartero, no por el torero, sino por la digna y artística profesión de su padre que trabajaba con el esparto.

Los recoveros recorrían aldeas y cortijos cambiando productos de los que no disponían allí, por otros de producción campestre, como huevos y gallinas.

Desaparecieron de las calles los afiladores con sus bicicletas y sus chiflos.  Los silleros que echaban los asientos de las sillas con las eneas cogidas en el río. Paragüeros y lateros de estaño y alicates…

Dejaron sus ocupaciones curtidores y ladrilleros, carreros y arrieros con sus borricos por caminos en mal estado. Los caleros que extraían la cal viva de las caleras. Picapedreros, canteros y peones camineros. Poceros de soga a la cintura y asidero en el brocal, jaboneros de aceite usado…

Hasta un sastre tuvimos de jaboncillo azul y cinta métrica. 

Cisqueros y carboneros de retamas y encinas, de negro aspecto y rojo fuego.

Diteros de libreta a crédito.

Telefonistas de centralita y latiguillo de ‘le pongo’. Pregoneros de voz ronca y trompetilla. Relojero de lupa y soplo.

No sospechábamos entonces que el verso de Juan Ramón Jiménez que dice que “el pueblo se hará nuevo cada año” se iba a transformar con el paso del tiempo en el pueblo se irá haciendo viejo y languideciendo poco a poco cada año.

Pisos compartidos

Todos los animales tienen un lugar donde sentirse protegidos. Donde refugiarse en tiempo de inclemencias y descansar del ajetreo de la vida.  Nidos, guaridas, madrigueras, covachuelas… incluso las ramas de los árboles sirven para ello. Las personas tenemos nuestras viviendas, sean más pequeñas o más grandes, más sencillas o más lujosas. Cuatro paredes y un techo forman un hogar. En ellas los corsés de las vestimentas que nos imponen las etiquetas sociales se cuelgan en las perchas.

Cobijo en el que la familia charla sin oídos inoportunos, comparte tristezas y alegrías y se lavan los trapos sucios si los hubiera.

En esa burbuja los ajenos tienen su tiempo de acogida y cortesía, pero nada más porque, según establecen los buenos modales y la experiencia, las visitas deben ser cortas y limitarse a los cumplidos.

La Constitución Española establece en su artículo 47 el derecho al disfrute de una vivienda digna y adecuada y a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones necesarias para hacer efectivo este derecho. Una aspiración de buenas intenciones que está lejos de alcanzar sus objetivos.

En nuestros pueblos era frecuente en tiempos no tan lejanos que los recién casados, a falta de vivienda propia, se quedaran en las de los padres de uno de los cónyuges, generalmente en los de la mujer. Una rama ganaba un hijo y otra lo perdía.

Acondicionaban una habitación como su zona exclusiva.  Las demás dependencias de la casa: cocina, cuarto de aseo, sala de estar, patios, corrales y pasos eran de uso compartido por todos los miembros de la familia, que podía incluir también a los abuelos. Todos, aun no queriendo, estaban al tanto de las peripecias y horarios de los demás.

La convivencia es complicada y exige renuncias y adaptaciones. La zona exclusiva de cada morador se reduce a unos metros cuadrados. Tienen que regularse el uso de los servicios, los gastos comunes, las visitas de amigos y familiares… Y lidiar con el carácter de cada uno. En suma, se pierde libertad y aumentan las molestias.

Los grandes datos de la macroeconomía española, según nos dicen, son buenos, pero, como la lluvia, van calando lentamente hasta las zonas más profundas.  Y a veces ni llega porque antes la han absorbido las capas de arriba.

Ahora que los pueblos pequeños están perdiendo moradores y existen más ofertas de casas no hay quienes las compren ni arrienden. Los jóvenes salen fuera a estudiar o trabajar. En cambio, en las ciudades aumenta la demanda de viviendas, lo que las encarece en exceso y para la mayoría, dificulta o imposibilita las opciones de adquirirlas. Hay residencias de estudiantes a más de mil euros por mes para los que pueden pagarlas. Pero el grueso del pelotón tiene que compartir piso con compañeros, unas veces conocidos y otras, desconocidos, como antes se hacía con suegros y parentela anexa. Ninguna de las dos opciones es deseable.

La percepción del tiempo

El próximo día 22 el sol se situará frente a la línea imaginaria del ecuador de la tierra. Con ello se igualará la duración de los días y las noches en los dos hemisferios. Esta noria que nos lleva con rítmico compás en viajes periódicos alrededor del sol no produce cosquillas en la barriga ni alborota el cabello, como las que mecen en las ferias las ilusiones infantiles. El astro rey seguirá su descenso hacia el sur acortando las horas de luz.  Las alamedas vestirán de tonos ocres y dorados sus hojas, que emprenderán en los brazos del viento su caída hasta las riberas de los ríos.

Es la tierra, como sabemos, la que gira sobre sí misma y alrededor del sol. Realidad que no siempre fue aceptada por los moradores del planeta. El movimiento aparente del sol confundía.

La teoría geocéntrica fue defendida por eminentes filósofos como Aristóteles y astrónomos de prestigio, como Ptolomeo. La iglesia la sostenía fervientemente, aunque ya doscientos años antes de Jesucristo, el sabio griego Aristarco de Samos propuso un modelo heliocéntrico del universo. No le hicieron mucho caso y el geocentrismo se mantuvo durante mil setecientos años más, hasta que Copérnico le dio el famoso giro a esa suposición y Galileo posteriormente lo demostró, no sin que le obligaran a negarlo y ser condenado con arresto domiciliario.

Los astrónomos empezaron a parcelar el tiempo. Las primeras referencias para hacerlo estaban a la vista: el sol y la luna en sus cadencias, sin que faltaran interpretaciones mágicas y brujerías. Los días se partieron en horas, minutos y segundos y se agruparon en semanas, meses, lustros, décadas y siglos. Con esas particiones organizamos nuestras vidas.

Los instrumentos de medida y el temor o el deseo condicionan la percepción de su transcurrir. La fijación en grandes períodos produce perspectiva y sosiego y los pequeños, ansiedad. Un cronómetro marcando décimas de segundo origina la sensación de que la vida se escapa de las manos y caemos irremediablemente hacia el abismo.

 Cuando lo que se espera es placentero parece que el tiempo transcurre con más lentitud. Pongamos como ejemplo el comienzo de las vacaciones.  Por el contrario, cuando se teme una fecha porque no queremos que llegue, percibimos que transcurre con más rapidez. No corre igual escuchando el tictac del reloj en la madrugada cuando esperamos a nuestros hijos que bebiendo cerveza en el bar con los amigos. Ni de jubilados como cuando éramos niños.  Los que hicimos el servicio militar sabemos que los veteranos, también conocidos como abuelos, iban borrando los palotes que habían marcado en sus gorras con los días que les faltaban para la licencia. Con esta ansiedad las jornadas se les hacían interminables.

¿Tendrán la misma percepción los que detentan el poder y los que aspiran a ejercerlo? Pongamos por caso el de los señores Pedro Sánchez Pérez-Castejón y Alberto Núñez Feijoo y sus adláteres.

Árboles

El mes de agosto ha pasado, dejando tras de sí fuego en la tierra, humo en el cielo y desolación, muerte y tristeza en las personas y animales que poblaban los parajes quemados. Los árboles han quedado como esqueletos que murieron gritando de dolor sin poder huir. Como el hombre de la camisa blanca con los brazos extendidos en el cuadro de los fusilamientos de Francisco de Goya. Como rayos inmovilizados en el momento del relámpago.

El intenso calor del verano cambió bruscamente el verde esplendoroso de las hierbas primaverales por el blanco pajizo. Combustible voraz que salta cercados y caminos y repta sinuoso por gavias, lindes y regajos, dejando la negrura de la devastación por dehesas, montes, alquerías y cortijos. Las catástrofes más devastadoras las han ocasionado en España en los últimos meses el agua y el fuego. Tan beneficiosos e imprescindibles cuando están controlados y tan dañinos y mortales cuando se desmandan. Las llamas, como las cabras, tiran al monte, tienen tendencia a subir hasta las escarpadas cumbres. El agua en su crecida busca impetuosamente sus vertientes naturales camino del mar, llevándose consigo todo lo que encuentra a su paso. La lluvia y la candela nos producen tanta seducción como espanto el fuego incontrolado y la riada salvaje.

Las precipitaciones del próximo otoño se llevarán las cenizas y brotarán de nuevo con pujante verdor. ¡Qué resistentes sus semillas! Pero los árboles son cantar de otras riberas, sombra y alimento en la dehesa, aceite en los olivares, vivienda de las aves y oxígeno para nuestros pulmones. Tardarán años en recuperarse.

Son parte fundamental de nuestra infancia y sus recuerdos. Trepamos a las moreras a coger moras y hojas para los gusanos de seda. Buscamos nidos entre las ramas de la higuera, setas en los troncos de alamedas y choperas.

¡Cómo suena el viento entre sus ramas anunciando la llegada de los temporales!

Cuando se queman no solo desaparece la parte material. También la espiritual.  El nogal al lado de la noria, la encina frente al cortijo, testigos de tantas charlas. Quizás de alguno de ellos haya desaparecido un corazón con una flecha que la adolescencia grabó una tarde de paseo.

Me lo resumió un amigo cuando se jubiló después de estar muchos años trabajando en una finca. La propiedad material, me dijo, es del dueño, pero la sentimental también es mía. Conozco cada árbol, cada rincón, cada encina…

Qué simbolismo el de los brotes verdes en los árboles que, estando en las postrimerías de su vida, aún les queda savia para dar luz a otros nuevos. Lo describió el gran poeta Antonio Machado en su excelso poema “A un olmo seco”.  “Con las lluvias de abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido”, lo que en él trasciende a la esperanza: “Mi corazón espera también hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera”.

Cuadrillas

Para unir pasado con presente hay tiempos y lugares en los pueblos. Resolanas, al tibio sol de invierno, carpinterías y fraguas en los días desapacibles. Sentados a la lumbre en los recesos de las matanzas. Esquinas y mentideros. Entre olivos en la recolección de la aceituna…

También en los bares y tabernas, en las horas tranquilas en las en las que ya solo quedan los habituales veceros, sin prisas ni agobios.

Son los momentos en los que se trasvasa información de los que vivieron o escucharon los hechos que se narran a los nuevos moradores. Conexión y enlace entre generaciones para mantener viva la memoria colectiva, acumulando un bagaje cultural y etnográfico que conforma la idiosincrasia de las comunidades y el sentido de pertenencia a ellas de sus miembros. Peculiaridades con las que se identifican los naturales y se marcan diferencias con los forasteros.

Los mayores cuentan, los jóvenes callan, escuchan y preguntan. Transmisión oral de un legado del que se hacen depositarios para transmitirlo a su vez a las siguientes. Una cadena que no apresa, sino que enlaza.

Hoy recuerdo las conversaciones sobre las cuadrillas de trabajadores en las faenas del campo. En la recolección del grano y la escarda recorrían las hazas, alineados horizontalmente, como los soldados en los desfiles.  El que se adelantaba o atrasaba quedaba a la vista del manijero, que vigilaba desde la linde. Este no le quitaba las ganas al que iba con delantera, sino que animaba a los demás a ponerse a su altura.  Había compañeros solidarios que, viendo el agobio de los que quedaban atrás, les echaban una mano, cuando el atraso no era causado por pereza, sino por la poca práctica o destreza en el oficio, sin que faltara voluntad de conseguirlas.

De las habilidad y diligencia mostradas nacía una reputación, una jerarquía sin galones visibles, que se ponía de manifiesto a la hora de ser contratados. Los patronos elegían a los más avezados. Esta presión hacía que muchos alardearan de fuerza, maña o resistencia, aun a costa de sufrir lesiones o deterioro físico para no quedarse atrás en la estima y labrarse buena fama. Primero entre los compañeros de cuadrilla y después, de boca en boca, entre el resto de vecinos, que asignan glorias o destruyen reputaciones. Por ello algunos cargaban los sacos más pesados sobre sus espaldas, a pesar de que les temblaran las piernas subiendo las escaleras empinadas de los doblados o hacían alardes de su pericia en la conducción de los carros cargados de mieses.

Como la vida misma. La competencia y opinión ajena condicionan nuestro comportamiento. Sin regatear elogios al triunfo y al tesón por conseguir metas de los que se afanan en ello, conviene echar la vista atrás para ayudar al rezagado porque no todos tenemos las mismas oportunidades ni capacidades.  Echar una mano al que flaquea es una virtud al alcance sólo de las almas generosas.

Retazos de julio

Julio viene envuelto en embalaje de rastrojos, ardores de cal viva desde el fondo de la tierra y luz que deslumbra a las niñas de los ojos.  Sus noches estrelladas producen asombro y más preguntas que respuestas.

Pasan labriegos- “el ciego sol, la sed y la fatiga”- con sombrero de paja y zurriago en mano, arreando a las caballerías por caminos polvorientos. Carros cargados de mieses segadas con hocinos a golpes de brazadas. En las calles, corros de vecinos charlan al fresco. Ventanas y balcones en los que los grillos hilan la noche con pespuntes de luna desde una lata con agujeros.

Una huerta frondosa y una noria con una higuera donde se está muy cerca de la gloria cuando el sol se despide en los resaltos.

El aire en calma, desmayado sobre la tierra ardiente. A lo lejos, un espejismo tembloroso que sale del suelo. De pronto, un remolino asciende en espiral y levanta briznas de paja y espinos secos.  Se escucha algún cante de trilla al compás del silencio. Avispas esquivas dan vueltas alrededor de la cuba en el brocal del pozo. El agua, desde el fondo, misteriosa y oscura, devuelve las voces de niños hechas ecos en las horas espesas de la siesta.

En la mecedora de madera de nogal, curvada de eses, el abuelo dormita echado sobre el respaldo de mimbre entrelazado.

Las sombras en julio son como ovejas acosadas por los lobos. El sol vertical del mediodía las junta y estrecha.

Para aliviar un poco el bochorno, hay que buscar el cobijo de los árboles y sacar el agua de los pozos. 

Unas cubas izadas con garrucha se vierten sobre las cabezas. También en recipientes de plástico con alcachofas para controlar y dosificar.  A los más pequeños se la calientan al sol, cerca de la pared que da al poniente en los corrales.

Las casas se comunican con el exterior por las puertas del corral y de la calle. Cortina y cortinón hacen frontera para proteger del calor y de las moscas. Para estas, el aparato del ‘flit’, con un pequeño depósito de insecticida delante, como si fuera un perro de San Bernardo. Se pulveriza con bombeo manual. Prendidas en el techo, las tiras donde quedan pegadas.

 En el cuerpo intermedio de las viviendas están las cantareras y a lo largo, rollitos para el paso de los animales.

 Lo más económico para aliviar sudores, el abanico y las tiras de cáscara de pepino sobre la frente. El ventilador, solo en algunas. El botijo, al relente durante la madrugada con tapaderas en el piporro y en la boca para evitar que entren bichos. Y en las eras, el barril entre los haces.

Mosquitos atraídos por la luz de las bombillas y las salamanquesas pacientemente al acecho.

Son recuerdos que vuelven, turbios de tiempo y de distancia, pero aún, como la brasa entre cenizas, conservan el calor en sus entrañas. 

Honor y reputación

Santos Cerdán desafió desde su escaño en el Congreso de los Diputados a una diputada del PP, moviendo la mano como si fuese boca de pato, para que le dijera fuera lo que le estaba soltando desde la tribuna de oradores. Imagen que me recordó a los escolares cuando, con motivo de cualquier disputa, se citaban fuera del aula para arreglar las desavenencias por la fuerza en vez del diálogo. ¡A ver si sales, que te vas a enterar! Para añadir más expresividad se pasaban el dedo índice por el cuello o agitaban la palma de la mano de un lado a otro, abriendo los ojos desmesuradamente.

En tiempos pasados las afrentas se dirimían con duelos. Tenían su ceremonial. Un lugar apartado, padrinos y testigos. A primera sangre o a muerte, con espadas o pistolas. Podía suceder que el agraviado en los casos de desafíos ocasionados por infidelidades matrimoniales se llevara la peor parte e irse con toda la cornamenta al más allá. Pero el honor quedaba restituido porque la sangre lo lavaba.

Según el diccionario de la RAE, el honor es una “cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo”. Hay tres caminos para conseguirlo: la virtud, el mérito y las acciones heroicas. Como consecuencia de ello y a nivel social se obtiene una determinada reputación.

Curiosamente, en las definiciones que da el diccionario de honor y de honra, las referidas a las mujeres coinciden: “En épocas pasadas o en algunas sociedades, honestidad y recato de las mujeres”.

El linaje y la cuna lo determinaban. Nacer en una familia noble y rica llevaba aparejado el honor. Incluso los más tarambanas de las estirpes seguían manteniéndolo, a pesar de sus deslices, porque ya se sabe que unos sufren un ligero mareo cuando beben y otros son unos borrachuzos. Las clases bajas tenían que hacer méritos para escalar en la pirámide, siendo la educación el ascensor social más cotizado. Entonces y ahora.

Los miembros de algunos estamentos, como plebeyos, intocables, esclavos y negros llegaban al mundo con la marca de la marginación.

Hay cargos que por su relevancia confieren honor a quienes los ejercen. Personas que por su buen hacer dan categoría a oficios aparentemente insignificantes y bribones que desprestigian el puesto que ocupan.

Existen quienes optan por la política para su ascenso.  Sólo necesitan el voto de sus conciudadanos, sin más exigencias de preparación o formación. Así es en puridad democrática. El poder siempre ha atraído por su su erótica. Un honor al que hay que corresponder con una gestión eficiente y un comportamiento ejemplar. Desafortunadamente esta forma de ascenso da lugar a que elementos sin   escrúpulos y carentes de los más elementales principios morales y cívicos nos engañen y se cuelen como gusanos en las manzanas para medrar en su propio beneficio y pudrir el noble ejercicio de la actividad política.

La comba

En el juego de la comba dos niños hacen girar una soga y los demás saltan, procurando que pase por debajo de los pies y por lo alto de la cabeza. Hay que sincronizar las entradas y las salidas para no ser eliminados o penalizados con la sustitución de los que están moviéndola. Terminada una tanda se vuelve a hacer cola por la parte contraria. El juego se acompaña con canciones tradicionales. El cochecito leré… Al pasar la barca me dijo el barquero… De Cataluña vengo de servir al rey…

A los que son muy hábiles y tardan en ser eliminados les incrementan la velocidad hasta que los hacen fallar.

El sol es la comba que va del orto hasta el ocaso, y la tierra, con nosotros dentro, la niña que juega a luces y sombras con sus giros.

 El astro rey ha ido subiendo en el horizonte poco a poco desde la sima del invierno hasta llegar a lo más alto, ampliando las horas de luz y dilatando los crepúsculos vespertinos.  

El reparto de claridades tiene sus límites en las veinticuatro horas que dura la rotación. Lo que pierde la noche lo gana el día.

Intento vano ampliar o reducir fronteras, por muchas prisas que nos urjan.  

El próximo mes colgarán en las administraciones de lotería, los décimos de Navidad, jinetes de piernas abiertas sobre los alambres de la suerte.

Ansiamos que lleguen las rebajas cuando no hemos estrenado algunas prendas de las que adquirimos en las últimas.

Queremos que pasen los días y lleguen las vacaciones, el viaje proyectado, el reencuentro familiar, la fiesta; que pase el calor y que venga el frío para luego ansiar lo contrario cuando nos salen sabañones. 

Tenemos prisas por llegar a un lugar y una vez allí nos impacientamos y queremos volver a donde estábamos.

Nunca el gozo es duradero y no damos por completa dicha alguna. En cuitas se nos va el hoy y el mañana nunca llega. Paso que avanzamos, paso que se aleja.  La angustia de no estar a gusto en ningún sitio, de viajar sin saber si es búsqueda o huida el impulso que nos mueve.

Hay que entrar al salto en el momento justo y disfrutar lo que tenemos sin los apremios de las prisas.

De camino hacia el solsticio de verano la comba del sol ha ido remontando en la bóveda del cielo. Golondrinas, aviones y vencejos rayan el intenso azul de las mañanas con sus vuelos. Las calimas reverberan a lo lejos. En olivares y encinares la chicharra recorta el aire denso de la siesta y de noche la rana y los grillos trenzan, con encajes de luna, un vestido de plata al agua en la ribera.

Disfrutémoslo. No tengamos prisa por llegar de donde no podremos regresar nunca.

En este juego planetario, una vez que sales, no hay ocasión de colocarse de nuevo a la cola.