Vino amargo

 

Las tabernas eran lugares de encuentro y solaz donde la presión abría su espita y el vino ocupaba el espacio que quedaba. Fugaz quimera que duraba el tiempo de los efluvios del alcohol en la cabeza. Momentos dados a imaginar una vida distinta a la existente. Alivio engañoso, pasajero y pendenciero. ‘A mí no me la da nadie. A ese le canto yo las verdades del barquero cuando lo vea’. De la marginación a la exaltación de la autoestima.

Pero con tan poca base los castillos se deshacían y caían del delirio al suelo. Como los cisqueros que vendían picón por las calles y al intentar subirse en los burros, tras la ingesta, resbalaban una y otra vez por el lado opuesto. No es que se bebiera más que ahora, es que se comía menos. Tiempos difíciles. De pómulos salientes y ojos hundidos.

Los niños, con los sentidos de par en par abiertos a la vida, íbamos descubriendo lo que no se nos enseñaba en las escuelas. La sordidez y la derrota quedaban en días de fiesta tendidas en las aceras. La evasión y los deseos de aliviar penas, arrojados a la vuelta de la esquina entre los vómitos de la resaca.

Sin agua corriente todavía, se usaba un lebrillo con la del pozo para lavar y enjuagar la escasa vajilla. De incolora en la mañana iba tornándose oscura según pasaban las horas.  El urinario, en el descanso de una escalera, junto a una escoba o en un rincón con agujero. Si era de noche se evacuaba en la calleja. Mejor si llovía porque así se fundían el ruido de las canales y la meada. No importaba mojarse, la lluvia refrescaba y el vino hacía de impermeable.

En un ambiente de humo y alcohol los clientes bebían y charlaban. Es un decir, porque las conversaciones no se mantenían con susurros.  Eran voces con algún grito y golpe en la mesa para cargarse de razones.

Curiosas historias.- Aquellos carteles de “Hoy no se fía, mañana sí”… – La Barbería de Jerez

Dos eran las normas básicas, escritas sobre un cartón en la pared amarillenta para recuerdo y constancia: Se prohíbe el cante.  No se fía. En un establecimiento de un pueblo vi un bozal con una inscripción al lado: “Para los blasfemos”. Los taberneros eran, a su manera y según don de persuasión, garantes de la moral y las buenas costumbres por la cuenta que les tenía. Pero no podían poner puertas al desborde y a veces se cantaba y se blasfemaba.

Me refirieron que en otro pueblo cercano uno de los clientes, ligero de lengua y caliente de vino, depuso en   la máxima divinidad con la contundente frase que le costó al Cabrero dos meses de cárcel en 1982. La imprecación a la que me refiero fue escuchada por alguien con poder que pasaba por la puerta. El autor terminó también entre rejas.

Tiempos pasados de vino amargo, que no daba alegría ni quitaba las penas.

Gira el mundo

La tierra en su periplo alrededor del sol ha echado la cabeza atrás por la inclinación de su eje imaginario y la luz solar nos llega más oblicua desde el sur. Las sombras alargan sus dominios por el hemisferio norte y las umbrías están a sus anchas. Vamos hacia el solsticio de invierno, momento en el que el sol se da la vuelta y comienza su lento ascenso por los paralelos.

Un viaje de ida y vuelta desde el trópico de Cáncer al de Capricornio.

Los viajeros de esta nave vamos como niños en la noria de una feria, festejando los momentos del trayecto en que el sol alcanza su máxima altura y la mínima o cuando cruza el ecuador dos veces al año en primavera y en otoño. Celebramos sobre todo los pasos por las estaciones del invierno y del verano, que no son de salida ni llegada, sino momentos de su órbita en los que saludamos desde las ventanillas poniendo abundante luminaria en las calles o haciendo candelas en las playas.

Siempre la luz como referente.

Y en esos viajes de ida y vuelta vamos consumiendo la vida y nos van llegando los años, sabiendo que cualquiera de ellos será sin billete de regreso y la misma tierra donde duermen las semillas a la espera de otras nuevas primaveras nos dará cobijo eterno.

Vienen jornadas de crepúsculos fríos con luceros de la tarde y la mañana que parecen trocitos de hielo flotando en una gran copa de cielo azul. Si el viento llega con silbos afilados y la escarcha cubre tejados y campos, a la vera del fuego toma asiento. Sin prisas, que en esta época hay lugar para llenar las llamas de derroches y fijar sin premura las miradas en los leños, a la vez que cavila el pensamiento. O solo mirarlos, sin pensar en nada.  Las lenguas oscilantes de la lumbre y brasas rojas en el hogar nos protegen del hálito gélido del norte. Qué añoradas aquellas estampas de chapetas sonrosadas en las mejillas y ojos brillantes de asombro cuando los abuelos relatan cuentos y las llamas de la candela arrojan nuestras sombras contra la pared.

El frío, casi sólido y cortante de la madrugada, deja prendidas bolitas de hielo en los filos alargados de las retamas que, a contraluz de los tibios rayos de sol de la amanecida, se convierten en traslúcidos diamantes.

El carbón de encina en el anafre enrojece a golpes de soplillo. Mi madre prepara el café en un puchero y en un tazón de porcelana lo miga con tostadas, poniendo la nata como cumbre nevada sobre ellas. Amanece. En los tejados, la pelona y en la cañada, el sol entre brumas. El humo de las chimeneas se eleva solemnemente hacia el cielo… Nos vamos al arroyo para romper el carámbano con piedras y, si aguanta, pasar a la otra orilla andando sobre él.

De comidas y cenas

Entre un pastor que almuerza, navaja en mano, con el dedo pulgar sujetando una loncha de tocino veteado sobre un pedazo de pan, con su glúteo apoyado en la garrota mientras las ovejas pacen tranquilamente en el prado y un banquete de exquisitas viandas, servida en loza de Sargadelos, dorada cubertería y cristalería de Bohemia hay una característica común: la necesidad de alimentarse. Y muchas diferencias en ceremonias y protocolos, derivadas de la extracción social de los comensales y de los usos que cada cual ha ido asimilando.  

Usanzas que se han ido incorporando al hecho fisiológico de comer. Unas, basadas en la lógica y otras en remilgadas cursilerías, de forma que el que conoció lo del caldero al medio con cucharada y paso atrás se siente perdido en un laberinto de copas, cuchillos, cucharas, tenedores y cubiertos sin saber muy bien con qué entradas, principios, postres o guarniciones han de ser casados cada uno de ellos.

La elaboración de los alimentos también ha pasado de ingredientes básicos a virguerías asombrosas servidas en grandes platos con poco contenido en el centro y extensas firmas de salsa alrededor.

La historia nos ofrece ejemplos de comidas que trascienden el hecho fisiológico.

Algunas tuvieron como signo distintivo la frugalidad y el simbolismo. Fue Eva, tras su consumada tentación, la que ocasionó nuestra expulsión del paraíso y destierro en este valle de lágrimas.   

La última cena de Jesucristo con sus discípulos, frugal también, a pan y vino, influyó en generaciones y generaciones por los siglos de los siglos. En ella se consumó la traición por treinta monedas de plata.

El banquete que describe Platón en uno de sus diálogos con eximios y filosóficos comensales derivó, tras la ingesta de excelentes viandas y vinos, acompañados de música y bailes, hacia una conversación de altura sobre el amor. Platónico, naturalmente. Los efluvios del alcohol predisponen a la querencia.

Las bodas de Camacho que el Quijote refiere, tuvieron abundancia de víveres e ingeniosa astucia de Basilio para engañar al rico hacendado y desposarse con la hermosa Quiteria.

El más multitudinario banquete que los anales refieren en cuanto a número de comensales, manjares y duración (diez días) fue el que organizó Asurbanipal II con motivo de convertir a la ciudad de Kalah en la capital de Mesopotamia, quitando este honor a la de Nínive.

Otras comidas fueron interrumpidas por enigmáticos mensajes, como los aparecidos sobre la pared del salón donde celebraba sus orgías el rey asirio Baltazar: ‘Mane, tecel, fares’, que predijeron la caída del monarca y de su reino a manos de los persas capitaneados por Darío.

Hay comidas de mero sustento, de celebraciones festivas, de despedidas, de homenajes, en las que todo el mundo es excelente…. Unas acompañadas de discursos y otras en silencio. En esa burbuja acogedora el tiempo pasa inadvertido mientras la lluvia cae  fuera con un rumor de panales sobre calles y tejados.

El hábito descubre al monje

El psicólogo estadounidense Philip Zambardo realizó en 1971 un experimento en la Universidad de Stanford. Escogió a un grupo de estudiantes entre los que se prestaron voluntariamente para desempeñar por sorteo funciones de guardianes y prisioneros. Una especie de representación teatral y juego de rol con todos los detalles y equipamientos. Porras y uniformes para los carceleros y batas, sandalias y cadenas en los pies para los prisioneros.  Todo con el fin de conseguir el máximo realismo posible.

Los que ejercían el papel de guardianes se lo tomaron tan a pecho que empezaron a vejar, humillar y maltratar a los que hacían de prisioneros. A la vista de los derroteros, transcurrida la primera semana, suspendieron la experiencia para evitar males mayores.

Una de las conclusiones que sacaron es que, dependiendo de las circunstancias, en situaciones límites, pueden surgir héroes o verdugos, personas solidarias o rateros.

El resultado demuestra también la adaptación y obediencia de las personas cuando se les imbuye o inculca una ideología y un apoyo institucional que los ampara y legitima.

El ensayo fue criticado por otros psicólogos debido a su falta de ética y objetividad. Pero la vida nos ofrece ejemplos abundantes de los cambios que se producen en ciertos grupos de personas, según vengan dadas. Las dictaduras tejen un entramado de leyes con las que justifican sus arbitrarias decisiones y los ejecutores de las mismas sienten el amparo y protección que les ofrecen. Caldo de cultivo para que surjan monstruos aberrantes que, a poco que indaguemos, aparecen tras doblar cualquier esquina de la historia.

El hábito no hace al monje, pero nos descubre su forma auténtica de ser cuando por razón del cargo o cambio a mayores de estatus o fortuna, modifica su comportamiento. El poder de los entorchados y los uniformes y del poderoso caballero don dinero. ¡Usted no sabe con quién está hablando!

Los energúmenos en el fútbol aumentan su agresividad cuando se sienten alentados, protegidos o consentidos por las entidades que deberían velar por mantener la seguridad en los estadios.

Despojados de vitolas, aureolas y charreteras, quedan desnudos y en evidencia ante sus conciudadanos. Los más camaleónicos no dudan en confundirse con la maleza de la situación sobrevenida y reconvertirse en ardientes defensores de las nuevas ideas. Del azul al rojo y viceversa solo basta una camisa y un bote de tinte.

Dijo Henry Kissinger que el poder es el mayor afrodisíaco que existe. Un preboste debe de sentir como un orgasmo cósmico al contemplar una plaza a rebosar que lo aclama.

Una combinación de complejo de inferioridad, paranoia y poder puede resultar nefasta en estos casos para la sociedad.

Mas no conviene generalizar. Tenemos que poner en valor el admirable comportamiento de las personas que son consecuentes y mantienen sus ideas y forma de ser con el viento a favor o en contra.  Son paradigmas que enaltecen la condición del ser humano.

 

 

Dinero

Cuando se paga en metálico parece que se le da más importancia al dinero. Yo asistí hace muchos años como testigo a la compra de un cuartón de tierra por parte de un vecino. Poca cosa, pero para él, que había amasado su pequeña fortuna peseta a peseta con mucho esfuerzo, aquel acto solemne ante comprador, testigos y notario, suponía entregar una parte de sí mismo y también una muestra de orgullo y satisfacción por los rendimientos conseguidos con su trabajo. Poner billetes de mil unos encima de otros con la figura majestuosa de don José Echegaray en su anverso, no estaba al alcance de la mayoría.  Aquel momento me recordó al cardenal Cisneros cuando los nobles le preguntaron en virtud de qué poder los gobernaba y abriendo el balcón les señaló a los soldados y cañones formados en el patio: “Estos son mis poderes”. Eso me pareció el gesto de mi vecino aquel anochecido cuando, llegada la hora del pago, sacó un sobre del bolsillo y empezó a contar los billetes ante el silencio expectante de los presentes.  Unos nuevos, otros descoloridos y ajados.  Incluso algunos, con roturas unidas con el papel blanco donde venían los sellos de correos. Los contó primero el que compraba y tras él, a su ruego, (el dinero es para contarlo, le dijo) el vendedor de la tierra.  Así se consumó la compraventa.

Está disminuyendo el uso material del dinero en las transacciones. Ahora cada mes nos comunican los abonos y pagos que se han producido en nuestra cuenta bancaria, sin verlo ni tocarlo. Así nos pagan, así se lo llevan, como ilusionistas de circo. Nada por aquí, nada por allá. Los números y el plástico nos han suplantado en estos menesteres. Un simple contacto con la tarjeta o un rápido pase por la ranura de una maquinita están sustituyendo al papel moneda. Los aparatos de cobro son como linces agazapados a la espera sigilosa de la presa sobre la que saltan con las uñas afiladas en el momento que se la acercan. La engullen de un bocado.  ¿Quiere copia? Es la lengua lo que nos sacan una vez saciado su apetito. Se lo llevan inmaculado, sin mancha ni mácula, como nos explicaban los curas que se produjo el embarazo de la virgen María. Un rayo de sol que atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo. Larga mano digital que llega y traspasa de nuestra cuenta a otra ajena en un intercambio mágico de dígitos. Muy frío y mecánico todo.

El dinero se ha vuelto volátil, espirituoso, inconsistente. Apuntes impersonales que han perdido la mística del cuento y el recuento humedeciendo cada poco los dedos.  Y qué curioso que se le siga mejor el rastro a lo intangible e invisible que a las bolsas y maletas llenas de billetes que ínclitos compatriotas y delincuentes de alcurnia se llevan a los paraísos fiscales. 

Enseñar y aprender

 

En estos tibios días de octubre ya debe de estar el curso académico encarrilado en sus distintos niveles, desde las guarderías a la universidad. Promociones de alumnos que entran y otras que salen.

Mi generación y aledañas aprendimos con la enciclopedia Álvarez como libro de cabecera y el Nuevo Catón como lectura. Desde entonces se han sucedido muchas leyes educativas para intentar adaptar la enseñanza a la evolución de la vida, que es esquiva y se va de las manos como los peces que pescábamos con las manos en los arroyos. Intentan ponerse a la altura, pero no bien llegadas aparecen otros retos por la rápida evolución de la sociedad.

Ha cambiado mucho la organización de los centros desde entonces.  De un solo maestro, que impartía todas las materias al mismo grupo de alumnos, pasando por el adoctrinamiento religioso y político que marcaban los programas nacionales de educación, a un jubileo de profesores entrando y saliendo de las aulas, según especialidades. De la separación por sexos a la integración.

La pizarra y la tiza resisten a la introducción de medios audiovisuales e informáticos.  Se ha reducido el número de alumnos por aula y se ha incrementado el de profesionales, con la dotación de equipos de orientación y logopedas.  Se imparten idiomas, los grandes ausentes de tiempos pasados.

El papeleo se limitaba a tener una lista de clase con el nombre de los padres, domicilio, profesión, un registro de faltas de asistencia con un breve historial académico, el ERPA (Registro Personal Acumulativo) y el Libro de Escolaridad, donde se anotaban oficialmente las calificaciones finales.

En esta labor quizás se les haya ido la mano a los legisladores y, como el camalote en el Guadiana, la burocracia ha extendido sus tentáculos en demasía por todos los estamentos. Tareas administrativas, programaciones, adaptaciones curriculares, reuniones a todos los niveles que deben quedar reflejados por escrito para gloria y constancia de no sé qué vitrinas.

¿Y los resultados qué? Andreas Schleicher, investigador alemán en temas educativos y coordinador de PISA (Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes), ha dicho que los alumnos españoles son buenos reproduciendo contenidos, pero no aplicándolos.  

No sé si habrá un estudio comparativo de los niveles que se conseguían en el antiguo bachillerato con cuarto y reválida, los de la EGB y los que se obtienen ahora al terminar segundo de ESO, que son niveles equivalentes en épocas distintas.

Por medios no es.  Puede que, en Primaria, que es el cimiento desde el que se levanta el edificio de todo lo que vendrá después, falte más profundización en la herramienta fundamental: la Lengua. Lectura expresiva y comprensiva, expresión oral y escrita, desmenuzando textos y discursos y componiéndolos. Los  comentarios de textos adaptados a los distintos niveles. El lenguaje es la llave que da acceso al conocimiento y facilita el camino para asociar, relacionar y sacar conclusiones. Para aplicar lo que se aprende.

Mitos

 

Unos niños juegan en la plaza sin ser conscientes de que están construyendo un mundo de añoranzas para cuando sean mayores. Echarán de menos a esos amigos con los que comparten sus juegos, el toque de las campanas llamando a misa, el sol que se despide amarillo del chapitel de la torre y los grajos y palomas que vuelan alrededor.

Para entonces el tiempo habrá modificado en su memoria este momento.

En su transcurso la fantasía irá llenando de aderezos sus recuerdos. Y ya no serán como fueron, sino como les gustaría que hubiesen sido.  “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, en palabras de Gabriel García Márquez.

Suele darse en las vivencias de nuestra infancia y juventud. De ahí, quizás, lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero no es así. Tendemos a quitar espinas y a conservar las rosas, a mantener lo dulce y a eliminar lo amargo. Si le ponemos un poco de luz a la razón veremos que lo que se idealiza no fue tan placentero como lo contamos. Que sufrimos y tuvimos que enfrentarnos a momentos desagradables, traumáticos en ocasiones.  Que cuando estábamos en el cenit de lo que se supone el disfrute de la juventud también zozobramos muchas veces.

Creamos mitos y los veneramos, como los pueblos primitivos levantaban altares a sus dioses o tótems a sus creencias.

La muerte es la aduana de la inmortalidad para los que brillaron y se fueron. Necesitamos algo permanente en un mundo volátil. Ídolos que, aunque sean de barro, nos parezcan eternos y nos ayuden a tener anclaje en ese refugio, más proclive a la emoción que al raciocinio.

Suele suceder también en el deporte y en los toros.

Los cronistas glosan con hiperbólicas imágenes las gestas de quienes fueron celebrados jugadores de fútbol. Gainza fue apodado El Gamo de Dublín, Di Stéfano, La Saeta Rubia, Gento, La Galerna del Cantábrico, Gorostiza, La Bala Roja…

Si nos dicen de corrido la delantera de los años cuarenta del Atlético de Bilbao (Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo, Gainza) o la de los Cinco Magníficos de los años sesenta del Real Zaragoza (Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra) transformamos en imágenes jugadas de ensueño desde las ondas sonoras de Carrusel Deportivo en aquellas tardes de domingo.

En el mundo del toreo existen mitos y leyendas que trascienden a una época determinada. Manolete sigue muriendo cada año en la plaza de Linares. Se rememoran lances y anécdotas de los toreros. Reales unas, inventadas otras y mitificadas todas. La rivalidad de Lagartijo y Frascuelo, Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, Joselito el Gallo y Juan Belmonte, entre otros. Faraones y califas toreando al natural en el ruedo de las fantasías.

Sublimamos a personas y situaciones como una aspiración de permanencia. Quizás por lo que soñamos o quisimos haber sido y nunca fuimos.  

Dichosas rutinas

Esas pequeñas cosas, aparentemente intrascendentes, que nos producen un bienestar difuso, sin altibajos emocionales, conforman el núcleo central y más estable de nuestra vida. El que, como un pegamento, une alegrías y penas, formando un todo indisoluble.

No es fácil mantener el ánimo siempre en la cúspide. Hay curvas, piedras y pendientes en el camino y cuando menos te lo esperas, en un cambio de rasante, te das de bruces con un problema mal aparcado. Se alteran nuestros signos vitales básicos y al corazón le cuesta volver a sus cadencias habituales.

Los momentos de felicidad son resplandores que desaparecen pronto. Desde las simas de las aflicciones cuesta más trabajo levantar el vuelo. Resplandores y oscuridades se alternan en el inevitable transcurrir del tiempo.

En medio de ellos, la monotonía de las rutinas, que a fin de cuentas es el intervalo más duradero y estable.  Es como la materia oscura del universo que, según los astrónomos, no emite ninguna radiación electromagnética, pero está ahí, influyendo en el movimiento y sincronía de las galaxias. Espacio y tiempo sin límites claros donde se desarrollan acciones a las que no les damos importancia, pero que forman el armazón que da estabilidad a nuestra estructura emocional. Hábitos adquiridos inconscientemente por la tendencia natural al equilibrio.

También tiene placeres la monótona cadencia de los días, como el remanso de agua cristalina entre el verde frescor de la floresta, alejada de violentas correntías.

Acudir al trabajo y esperar con ilusión el fin de semana. Echarte a la siesta, el paseo diario, las copas cuando plazca y charlar con los amigos, sentarte en la puerta de tu casa a ver pasar la gente e intercambiar tópicos sobre el estado de la atmósfera. Calentarse en la candela de llamas los crudos días del invierno, oyendo el crepitar de la leña. De vez en cuando, según el cuerpo pida y el cariño demande, ascender a la cumbre donde Venus y Cupido tienen posada.

En estos días de vacaciones muchos buscan playas. Allí se supone que los que van encuentran lo que buscan. Los que permanecemos en tierra adentro somos marineros en mares ondosos de trigales. Al viento, velas de la flor de espliego. Aquí no planean gaviotas en el aire, son pardales, alondras, colorines y trigueros los que vuelan sobre sembrados pegujales. Las corrientes marinas, senderos trazados en la piel de las dehesas. Las mareas, que la mar nos presta, las hacemos viento para limpiar los trigos de las eras, bieldo en mano, hacia la luz lanzados bajo el azul de todas las riberas.

Cada cual, según edad y condiciones, disfruta a su manera. Unos mirando una cometa que se eleva y se sostiene sobre el fondo azul del cielo, otros contemplando crepúsculos de atardeceres y amanecidas.

No busquemos penas, que esas vienen solas.  Con estos buenos deseos me despido hasta septiembre, pasada que sea la vorágine festiva de agosto.

O tempora, o mores

Las personas y las costumbres cambian con el tiempo. Y las cosas.

¿Qué tienen en común aquel niño de rizos en la frente y este hombre que tengo ahora delante al que me ha costado reconocer como al amigo que jugaba conmigo en la plazuela?

Su cuerpo, ardilla que trepaba a las higueras, escurridizo y ágil, devino a flácido con arrugas en la piel y albura en las escasas zonas de la cabeza que aún conservan su cabello. 

Su casa cerrada rumia en silencio su abandono. Al entrar de nuevo siento un vacío lleno de vidas ausentes. Conversaciones de vecinas que trenzaban hilos con palabras. El polvo ha ocupado silenciosamente los pocos muebles que quedaron. En el desván, tejen las arañas el olvido en los rincones.

Las costumbres cambian por la lógica evolución de la sociedad.

Las hay, sin embargo, que necesitan puntas de lanzas para romper las burbujas donde las retienen los prejuicios y el temor a las críticas ajenas.

Del uso de los manteos, velos y cobijos, vestimentas que a la moruna usanza cubrieron las cabezas y espaldas de muchas mujeres, y que en su época fueron considerados casi de obligada observancia, hasta los tops cortos y ombligos al aire hay un largo proceso de censuras y conquistas.

Existen personas que, contra corriente, rompen con lo establecido, sufriendo reproches y censuras. Son criticadas, pero después muchos siguen la senda que ellas con valentía han desbrozado.

Cuando casarse era para toda la vida, aunque tuvieran que aguantarse carros y carretas, los que daban el paso y se separaban, sufrían el estigma de la reprobación social. La voz popular llamaba a las mujeres que no vivían en armonía con su cónyuge, malcasadas. Y no hablemos de quienes se amancebaban sin pasar por sacristía. Solo la resonancia de los sinónimos-barraganería, abarraganamiento, concubinato- ponían al vuelo las campanas del menosprecio. Un embarazo sin estar casada suponía deshonra y marginación. Una espada de fuego blandida por las convenciones sociales las expulsaba del grupo de la gente formal.  Ya vemos cómo han cambiado, afortunadamente, los comportamientos y las mentalidades ante estos casos.

 ¿Por qué esa obsesión por el sexto y el noveno, habiendo diez mandamientos?

Sobre los cambios que produce el paso del tiempo escribieron poetas, dramaturgos y compositores.  Columna vertebral de poemas y de inmortales obras de teatro. Protagonistas que traspasan su vejez a un retrato o venden su alma al diablo con tal de detenerlo. Juan Ramón Jiménez lo plasma magistralmente: “Se morirán aquellos que me amaron/ y el pueblo se hará nuevo cada año”.

Charles Aznavour y Joaquín Sabina son muy parejos en sus experiencias. Uno encuentra un café bar y abajo una pensión donde estuvo su taller y el otro una sucursal del Banco Hispano Americano donde estaba el bar en el que conoció a una joven en un pueblo con mar después de un concierto. ¡Qué tiempos, qué costumbres!

 

PISA con tiento

 

Los maestros de mi generación empezamos nuestra labor docente con la implantación progresiva de la Ley General de Educación de 1970, la del ministro Villar Palasí. La famosa E.G.B.

Aprendimos y aplicamos las matemáticas modernas, aquellas de conjuntos, diagramas de Venn, uniones, intersecciones, aplicaciones… que estaban muy bien para desarrollar las capacidades de raciocinio, pero poco útiles de momento para comprar en la tienda y echar cuentas.

Conocimos la implantación del sistema de fichas. Se utilizaban los denominados ‘Consultores’ y había una puesta en común bajo la dirección del maestro.

Después de aquella importante ley vinieron otras. La LOECE (1980) de Otero Novas. La LODE (1985) de José María Maravall. La LOGSE (1990) de Javier Solana. la LOPEG (1995) de Gustavo Suarez Pertierra. La LOCE (2002) de Pilar del Castillo.  La LOE (2006) de María José Segundo.  La LOMCE (2013) de José Ignacio Wert y la LOMLOE (2020) de Isabel Celá. Y lo que rondaré morena.  Momentos hubo que dudábamos cuál era la que regía nuestra actividad, pues se solapaban en el tiempo.  Puede que a este paso se necesite un sistema de letras y números, parecido al de la matriculación de los coches para designar las sucesivas.

No terminaban de implantar las normas y asimilar nosotros la terminología de una ley cuando llegaba otra pisándole los talones. Esta situación desconcertaba a padres, alumnos y profesores.  Programar se estaba convirtiendo en una labor más absorbente que enseñar.  Objetivos, con variada gama y nivel, conceptos, procedimientos, actitudes, criterios de evaluación y calificación, descriptores operativos, situaciones de aprendizaje, estrategias, estándares, competencias básicas y específicas…

 

 

 

 

 

 

 

 

Pero vienen los informes PISA, que no son capas galantes para que la morena ponga sus lindos pies, y nos dan un pescozón por desaplicados, por mucho que en el último haya influido el periodo de encierro con el COVID.

Lo que no cambia con ninguna ley es aprender a leer y escribir en toda la extensión de sus significados. La llave maestra que abre la puerta al conocimiento.

Leer, no solo con dicción adecuada, sino comprendiendo cada expresión y cada giro a través de comentarios de textos adaptados a los niveles correspondientes. Decir lo mismo de diferentes maneras, sustituir por sinónimos, buscar antónimos, resumir…En fin, trillar los textos para sacar el grano.

Creo que los ejercicios del tipo verdadero o falso, ordenar con números diversas propuestas, subrayar la más importante, etc. son más fáciles de corregir, pero aportan poco a la expresividad de la lengua.

Cuatro pilares imprescindibles: comprender y expresarse oralmente y por escrito.

Potenciar la expresión oral, la cenicienta de nuestra lengua. Escuchar y exponer.  Es admirable la fluidez y riqueza de vocabulario de algunos niños de países sudamericanos, donde dejamos la herencia de nuestro idioma.

Los primeros cursos de Educación Primaria deben servir para construir los cimientos sólidos de futuros aprendizajes. No hay que inventarse tantos términos y sí profundizar en la práctica de los fundamentales.