En la convivencia diaria de la escuela surgen anécdotas y situaciones curiosas derivadas de la espontaneidad y viveza propias de la edad escolar.
Refiero a continuación tres de las que me han sucedido en mis años de docencia.
Estábamos tratando sobre locuciones relacionadas con la manera de decir la hora que hacían referencia a expresiones coloquiales como y cuarto, menos cuarto, las ochos pasadas, y pico…
Más o menos todos sabían el significado de frases como por ejemplo son las siete y cuarto, traduciendo su significado a los minutos que pasaban o faltaban de la hora señalada, pero al llegarle el turno a una niña de sexto de Primaria, inteligente y trabajadora, y tener que explicar qué entendía ella cuando decimos que “es la una y pico”, con total naturalidad manifestó que era la una y era hora de comer algo, de picar algo, para apaciguar el hambre que se produce a esas horas.
Tenía yo por costumbre, para aliviar la pesadez y el cansancio después de las actividades de las materias fundamentales, organizar un turno de preguntas con adivinanzas y trabalenguas. Lo hacíamos en corro de tal manera que el que acertaba la respuesta subía de lugar, hecho que les producía gran motivación y también nerviosismo. A un alumno que no era de estas tierras, sino aragonés, muy trabajador y ávido lector, le inquirí rápidamente que me dijera de qué color era el caballo blanco de Santiago. Se quedó pensativo y extrañado y me dice” ¿Qué Santiago es ese?”. El consiguiente jolgorio de los que, por repetida, sabían la respuesta. Uno de ellos, con elevado tono de voz le respondió: “¡Del que sale en las procesiones!”
La tercera anécdota sucedió con un alumno que necesitaba ayuda extra para su aprendizaje y lo sacaba yo del grupo para que recibiera una enseñanza más individualizada. Le planteé un problema cuya redacción era: “En un banquete hay 200 personas sentadas y 100 de pie, ¿cuántas personas hay en total?”. Le dejé un tiempo prudencial para que razonase y me diese la respuesta. Pasaba el tiempo y de vez en cuando me miraba fijamente con los ojos muy abiertos. Le volví a plantear la pregunta leyéndosela despacio y haciendo hincapié en los datos. Pero él seguía mirándome de hito en hito sin pestañear. Ya cuando le urgí a que me dijera qué era lo que no entendía del enunciado me espetó: “Pero D. Juan Francisco, ¿cómo va a haber en un banquete 200 personas sentadas si lo más que cabe en un banquete es uno?”. Pensaba yo después qué pasaría por la cabeza del alumno cuando me miraba tan fijamente. Seguro que pensaría: “Este hombre ha perdido la cabeza”.