Otra vuelta más.
(Carta en el periódico HOY 13-10-2013)
“¡Otra le cabe!”, gritaban los mozos exaltados de lujuria ante la media revolera que la vedette daba sobre el escenario enseñando sus torneadas piernas blancas.
Sin televisión y con el cine censurado por probos hombres vigilantes de la moral ajena, el único desahogo visual para el ímpetu sexual adolescente eran esas artistas que de vez en cuando recalaban por el pueblo con circos y teatros.
Entre silbidos y rascones en las entrepiernas los mozos daban rienda suelta a la represión pidiendo otra vuelta a la bailaora para que su falda volase de nuevo en círculo y dejase al aire el muslo bello, que dijo Espronceda, ¡qué gozo, qué placer!
El espectáculo ha cambiado de protagonistas. Los doctos hombres y mujeres del FMI desde el patio de butacas jalean a nuestros gobernantes para que suban un poco más los impuestos. Hay margen para ello. Aunque la soga de la penuria está ajustada sobre el cuello, aún no estamos cianóticos. ¡Otra le cabe!
Una copita para abrir el apetito.
Sucedió en mi pueblo a comienzos de los años sesenta. Había un grupo de hombres jugándose el dinero a las cartas en un reservado de uno de los bares del pueblo. Luz macilenta y “caldo de gallina” en el ambiente. En aquellos tiempos estaban prohibidos los envites con los naipes y los que se arriesgaban buscaban lugares discretos dentro de los locales, como la conocida como “sala del burro”.
Aquella noche al entrar la Guardia Civil sorpresivamente en las sala, como solía hacer en algunas ocasiones, disolvió la reunión con algo más que palabras. Los jugadores no tuvieron tiempo nada más que de recoger lo que no cayó al suelo con el alboroto y la timba terminó como el rosario de la aurora, saliendo cada uno por la puerta que tenía más cercana.
Los parroquianos que estaban en la barra abandonaron prudentemente el local con el último sorbo de vino en la boca para evitar algún posible contratiempo. Sólo uno, con una melopea de no te menees y que había observado la entrada de los guardias y la salida impetuosa de los admiradores de Heraclio Fournier permanecía anclado en el mostrador ante el temor de que sus pies no respondieran a la urgencia que la situación requería.
-¿Y tú qué? , inquirió uno de la pareja.
-Pues ya ve usted, tomando una copita “pa comé”.
Seminario, décima parte.
Nos despertaban los días lectivos a las seis y media y los domingos a las siete con música generalmente gregoriana o clásica. El día de la Pura del año 1967, estudiando quinto curso, empezó a sonar “El pequeño tamborilero” interpretado por Raphael. Fue una de las veces que con más alegría y diligencia me levanté. Salí al pasillo inmediatamente y allí me encontré con otros compañeros, entre ellos Luis Cañamares (q.e.d) y compartimos la alegría que nos produjo, en vísperas de Navidad, escuchar esta canción, que entonces estaba en pleno apogeo.
Antes de subir a la capilla para la meditación y la misa dejábamos las camas con las mantas y sábanas echadas hacia atrás para que se aireasen. Nunca llegué a saber con exactitud qué es lo que tenía que hacer en la meditación y cuando preguntaba a los compañeros me decían que pensar en Dios y contarle tus cosas como si fuera un amigo. El asunto es que entre la hora intempestiva y que yo no estaba por la labor, mi imaginación volaba a mi pueblo y a correrías por él, cuando no me entregaba plácidamente a un sopor somnoliento. En cuarto y quinto curso pensé que esa hora podía emplearla en leer historias más amenas y decidí forrar libros para que no se vieran las pastas y llevármelos a la capilla.. Mientras mis colegas de al lado entornaban los ojos con sus meditaciones religiosas o leyendo el evangelio, yo me refugiaba en las historias de esos libros. Claro que esto no duró mucho pues uno de los vecinos de banco, que después me enteré quién fue, pero no voy a decir, le fue con el cuento al prefecto. Un día me llamó por medio del delegado de curso a su cuarto. Fue directamente al grano, preguntándome en qué textos buscaba la inspiración para mis meditaciones.
No fue este el único episodio con mis lecturas. En mi camarilla, en lugar de estudiar los latines y los griegos, también me dedicaba a leer novelas que me traía de casa. No sé cómo, pero el prefecto entró un día en mi cuarto sin estar yo allí y vio sobre mi mesa “La selva”, de Louis Bromfiel y en una de las pláticas, sin decir mi nombre, dijo que había algunos disipados que en lugar de estudiar se dedicaban a leer no sólo libros que no eran de texto, sino de los que estaban en el Índice de la Iglesia como condenables. Como dijo el título del libro y el autor, recibí el impacto en silencio e intentando que no se me notara en la cara el directo a la mandíbula. Fue el principio del fin de mi estancia en el seminario.
Eurovegas fumando espera.
(Carta en el periódico HOY 27-9-2013)
Cuando yo era niño no había trabas legales para fumar en ningún local. Tan ingenuos e ignorantes éramos que fumar delante de los padres se consideraba como un espaldarazo a la mayoría de edad.
El cine atizaba el vicio lo suyo. La exuberante Sara Montiel esperaba fumando tras los alegres ventanales a su amante. A ver quién se resistía. En el cine de mi pueblo se formaba tal humareda de celtas cortos que, pongamos por caso, no se distinguía la niebla del aeropuerto de Casablanca y a Humphrey Bogart, desapareciendo entre ella del humo del viejo salón de cine.
Eurovegas espera fumando las reformas legales necesarias para instalarse en Madrid, o sea, que el humo traspase los ventanales y las volutas campen a sus anchas por las tierras de Alcorcón.
No es fácil resistirse a las insinuaciones de una cabaretera que viene con un fajo de billetes en el liguero. Ya le han hecho guiños y demostrado explícita y ardientemente deseos de bienvenida y permanencia. Le allanarán el camino con el capote del relicario para que los aros de humo asciendan lúbricos desde las mesas de juego.
Seminario, novena parte.
Las pláticas eran las charlas que periódicamente nos daban los prefectos cuando ellos consideraban que había que dar un toque de atención sobre normas de comportamiento en la convivencia diaria.
Las de D. José Díez eran temibles. A este prefecto no le vi nunca pegar a nadie, pero su presencia, sus gafas ahumadas, su voz, su expresión de casi permanente enfado, imponían. A veces, cuando te acercabas a decirle algo con la voz que casi no te salía del cuerpo y estaba de malas te soltaba con un vozarrón: “¡Ehhhh!” “¡Cómooo!”. De tal manera que cuando le repetías lo que tenías que decirle las palabras salían de la boca liadas y tartamudeadas.
Para las pláticas nos reunía al atardecer a toda la comunidad, generalmente, en el salón de actos cuando el asunto era de enjundia y requería un marco solemne. Sin nombrar a nadie, escondidas sus referencias tras el pronombre “algunos” iba desgranando su retahíla de llamadas al orden. Después nosotros le íbamos poniendo nombre y cara a los que pensábamos que se había referido.
En cuarto y quinto dormíamos en camarillas independientes y completas porque a las de tercero les faltaba el techo y la de los Sagrados Corazones tenían sólo los tabiques laterales. Los dormitorios de los Gramáticos, como ya he dicho, eran corridos. Las de quinto estaban dedicadas cada una a un santo, eran las de construcción más reciente y los nombres eran los señalados por los benefactores. A mí me tocó la de San Antonio. En estas camarillas dormíamos y estudiábamos, o sea, que consumíamos la mayor parte de del tiempo dentro de ellas. Los cursos inferiores tenían su tiempo de estudio en un lugar común.
El cuarto del Prefecto D. José Díez estaba en la misma planta que los dormitorios de los de quinto, pero no en el mismo pasillo, sino en una estancia que se comunicaba con éste por una puerta. Cuando durante las horas de estudio necesitábamos salir o bien al aseo o a consultar algo con otro compañero y nos lo encontrábamos en el pasillo con su mole inmensa, negra y con sus gafas oscuras nos coartaba tanto, por lo menos a mí, que hasta se nos olvidaba a lo que habíamos salido, en unos casos nos dirigíamos al servicio, pues estaba mal visto que fuésemos a la camarilla de un compañero, pero si no había más remedio había que dejar la puerta abierta mientras se permanecía dentro. Otras veces nos dábamos media vuelta sobre nuestros pasos y nos metíamos de nuevo dentro de nuestra camarilla. Por las mañanas después el desayuno abría el periódico “HOY” y allí permanecía leyéndolo en el pasillo hasta que se quedaba todo en silencio y él se retiraba a su cuarto. Muchas veces abríamos la puerta con mucho cuidado y por la rendija comprobábamos si todavía estaba por allí. Si lo veíamos metíamos otra vez la cabeza dentro, como los lagartos.
Tengo que decir que se portó conmigo extraordinariamente una vez que le comuniqué mi decisión de abandonar los estudios eclesiásticos y cuando tuve que ir a examinarme de quinto, pues me salí en Semana Santa, todo fueron facilidades.
La última vez que lo vi fue en Segura de León, en el entierro de don Fernando Maya. Me dirigí a él. De pronto no me reconoció, pero al decirle que era de Ahillones y referirle algunas cosas más se alegró y estuvimos comentando cosas de aquel tiempo ya tan lejano.
Seminario, octava parte.
D. Emilio Caramazana fue mi profesor de Latín y de Lengua Española en los primeros cursos. Sus clases eran entretenidas Nos colocaba en corro y nos hacía preguntas. Se subía de lugar cuando se acertaba una pregunta que los anteriores a ti no sabían. Si hablabas más de la cuenta te mandaba a la cola o te hacía retroceder varios puestos. Después se compadecía y empezaba a preguntarle a los que estaban delante para ver si conseguía resarcir al penalizado. Tenía un latiguillo que repetía siempre que algunos se reían y a él no le hacía gracia: “No me río yo”. Las calificaciones las ponía al final de mes según el puesto que ocupaba cada uno en el corro. Se sentaba en su mesa y colocaba la mano delante de la libreta para que no viésemos las notas que iba poniendo.
En una ocasión preguntó al primero de la clase cómo se decía merienda en latín y fue pasando puestos del corro porque nadie lo sabía. Un compañero, que era de Ribera del Fresno y que se llamaba Juan Báez, estaba deseoso que llegase su turno para responder lo que él creía la respuesta correcta. Cuando le llegó la vez respondió casi gritando: “merendola, merendole”. En ese mismo instante quedó bautizado.
D. Joaquín Villalón era un santo. De familia acomodada, acudía todos los días andando a su labor docente, atravesando el Puente Viejo. Nos dio Historia en segundo curso. Le formábamos un gran alboroto en clase pues era una persona que no le gustaba imponer nada. Cuando murió su padre decidimos todos los alumnos que ese día nadie hablaría ni formaría jaleo. Al final de la clase, en silencio total, nos agradeció emocionadamente esa forma que tuvimos de consideración y respeto en memoria de su progenitor.
Acudía siempre con su manteo y su sombrero de teja. Se contaba por aquel entonces que un día de frío le dio el manteo a un menesteroso que se encontró en en su camino hacia el Seminario. No articulaba bien al hablar y muchas veces no entendíamos lo que nos decía. Algunos pensaban que era porque se ponía un cilicio en la boca para hacer penitencia.
D. Carmelo Solís era un hombre de una gran cultura. Nos dio francés y latín en los primeros cursos. Dirigía la excelente schola cantorum del Seminario. Examinaba de la asignatura de música que impartían, como delegados suyos, alumnos del Seminario Mayor a los cursos inferiores (Adolfo Nieto Cid, que fue también Inspector, y José Huertas, entre otros).
Utilizaba en clase también el sistema del corro para hacer preguntas, con la modalidad de que éramos nosotros mismos los que hacíamos las preguntas a otros compañeros. Fumaba bastante. Su muerte tuvo que ver con ese hábito.
D. José Mª Martínez fue nuestro profesor de matemáticas antes de don Antonio Zambrano. Le llamaban el “Monomio“.Era muy mayor ya por entonces.
D. Juan Martínez, un amante de la vida, cumplía su misión de profesor de griego porque se lo ordenaba el obispo, pero con poca predisposición, como él mismo nos decía. La mayor parte del tiempo de clase se lo pasaba contando chascarrillos y recitando el “Romance del Prisionero”, que aprendimos todos. Muy dado a poner motes. Cuando llamaba a alguien decía el nombre completo y añadía, alias…y toda la clase decía el apodo con que él lo había bautizado. Recuerdo el del “Niño Jesús de Praga” que se lo puso a Manuel Jesús Sánchez Noriega, de Almendralejo, y la verdad que con su carita redonda y su estatura daba un aire.
Escuela y nacionalismos.