La radio era entonces la única unión de los estadios de fútbol con nuestra imaginación en el monótono transcurrir de las horas del pueblo. La mágica finta que quiebra la cintura de un fornido defensa en la frontal del área de castigo, el regate seco, el oportuno desmarque, el pase de tiralíneas, la veloz carrera de Francisco Gento, la Galerna del Cantábrico, el prodigio malabar de Alfredo Di Stéfano, la Saeta Rubia, el coordinado avance de los Cinco Magníficos sobre el verde césped de la Romareda, el “¡uy!” de Juan Tribuna, aunque el balón pasase a dos metros del larguero, la voz de Pepe Bermejo en el Bernabeu…
Volábamos cada tarde de domingo del Sardinero a Altabix, del Carlos Tartiere al Manzanares, al Benito Villamarín, al Sánchez Pizjuán…, desde el cobijo de la solana, desde calor del brasero, desde el plácido paseo por las afueras del pueblo o en nuestro particular partido de fútbol en el campo al lado del arroyo con el transistor apoyado en el poste de la portería en aquellas tardes tibias de otoño.
Todos los estadios a nuestro alcance, transformando con nuestra imaginación las voces de los corresponsales de los distintos campos en un espectáculo multicolor animado por el griterío de unas gradas enfervorecidas.
Era nuestro asiento reservado en el voladizo de la fantasía. Las voces exultantes de los comentaristas nos describían con su lenguaje hiperbólico y guerrero las hazañas de nuestros equipos. Las tardes de los domingos con todos los partidos casi a la misma hora se convirtieron en rito tradicional de nuestras horas de asueto agitadas por el continuo vaivén de los resultados.
Ahora vuelve el fútbol, pero ya no es igual. Desespera ese goteo de horarios impuesto por las televisiones, y la verdad, algunos aburren hasta al más forofo. Los partidos imaginados a través de la palabra eran más entretenidos, pues los recreamos nosotros.
La oblicua y leve luz de la tarde invernal se cuela entre bardas negras y nubes rojizas del horizonte. La bruma empieza a extenderse como sombra alada sobre el charco de tía Espina. Se llena el aire de relente que comienza pronto a buscar acomodo entre las húmedas riberas del arroyo. El pueblo se recoge sobre sí al cobijo de enagüillas y braseros. Voy dando un paseo sin prisas ni agobios de esperas importunas.
Las calles, casi solas, se prestan al paso quedo e imaginación despierta, con parada y fonda en recónditos recuerdos y cálidas evocaciones.
Los Cantones, abrigo de tertulias y confluencia de chiquillería. ¡Ay, el queso de bola y la leche en polvo! La goma y el pizarrín en la cartera de cuero…y el Rey de los burros muertos, con su corona y su cetro, con su cetro y su corona…y las presas de arena para intentar retener el agua de la lluvia! Las corralillas de tardes al sol y los viejos jugándose el tiempo a las cartas sobre una piedra y un cartón.
Estas calles hoy de cemento y alquitrán fueron piedra y tierra. En noches lluviosas reflejaban sobre los charcos los débiles hilillos de luz que desde las esquinas emitían las escasas bombillas que al albur de temporales se bamboleaban con el viento. Anochecido, viejas con manteos, a la moruna costumbre, pasaban como sombras sigilosas de ambulantes ovillos negros a sus visitas y quehaceres.
El Torviscal o Pradillo, con los caños del huerto vertiendo agua. El circo con el hombre de la piedra en el pecho, matando el hambre a golpes de mazo ante los atónitos ojos del respetable, ausentes de televisión aún, al son astillado de una trompeta que entonaba “Campanera”.
La calle Nueva, arrastre de cadenas, sortilegios y fantasmas. La imaginación del miedo. Amplia de soles y sobradas de misas tempranas, de velos, hábitos y cíngulos. Donde el vino se hace confidencia larga en el hombro amigo de la desesperanza.
Sierra Morena, bocanada azul subiendo hasta el otero de la media calle desde el henchido pulmón de Andalucía, allá al fondo, tras la Mota.
Me contaron que D. Narciso bajaba hasta aquí acompañado con un farol que portaba tío José “el caballista” después de despachar asuntos con sus empleados en donde estuvo la taquilla del cine. Al cerrojo de la noche, la calle oscura. Pastores, gañanes, mayorales, caseros, mozos, aguadores, planchadoras, cocineras, rapas, aperadores, yunteros, muleros, manigeros, esquiladores,…al cobijo de un farol.
Calleja de Fuentes, riada de bocas tapadas después de las películas en el salón de Juanito y escondite amoroso de alguna pareja entre los aperos y las viejas máquinas cosechadoras que durante el día nos servían a los chiquillos para practicar una simulada conducción. Oscuridad y rayo de luna sobre los hierros oxidados. Paso largo y mirada de soslayo.
La calle de la Fuente o Valverdejo, o también avenida de Franco, la del hermano aviador, con sus acacias de flores blancas y su central de teléfonos. ¿Trae mucha demora, Pilar? Voy a intentar otra vez, pero están las líneas sobrecargadas… Y tras el cerro, tía Javiera para echar la tarde del domingo atrás en los hinchados labios de la sal.
La calle del Cristo, cuna y espina de fe, blanca ermita recortada en el azul. Depósito de promesas y desvelos, su vieja puerta horadada. Baja Pepe el cochero, clavel rojo en la solapa, con su varita de acebuche abriendo el paso del Ramo al ritmo de “Amparito Roca”. Feria antigua, de barcas y carmelas, de ruleta de puntas clavadas formando circunferencia con premio donde el cartón se detiene. Casetas de tela blanca y turroneros con chambras grises a siesta en los acerados. Bastones de caramelos y cónicos pirulís. He visto fotografías de mujeres con peinetas, sombreros altos los hombres, bajando el suelo empedrado en ordenadas y devotas filas.
La Umbría de meadas y cantinas: jeringo y aguardiente. Lugar de citas y faroles al valiente alarde del vino. Allí te espero, si tienes… cuchicheos de sombras de no se lo digas a nadie. Confidencias de trastienda.
Mesones, subida del Cristo con su pueblo alrededor. Una mecedora de rancio abolengo se mece al fresco de la mañana. Se perdieron los caudales, quedó hasta el fin un quimérico blasón de modales e hidalguía.
El ejido de las eras, donde la charla se hace esquina. Poniente de crepúsculos y temporales. Por aquí se va la luz y llega el aguacero atusándole las crestas al castillo de Reina. En este sitio empezó el botellón cuando aún no se había inventado ese nombre. El invento viene de más atrás, de cuando se pedía la del camino. Desembocábamos aquí, en la esquina del ejido o en la fuente del Horno, al son del chorro de agua y bañado el campo en la nácar de la luna esplendorosa. Conversación pausada y profunda a veces, con la intimidad que dan el vino y las estrellas en las madrugadas serenas. No, estos jóvenes de ahora no han inventado el botellón.
Las eras de manta y estrellas, de trillo y parva, de marea y grano, arriba el camino de Santiago, franja honorífica del cielo.
Los callejones, espalda discreta de la huida, cuando el bullicio, en lugar de llenar, vacía. Llegan aquí los enredados ecos de música entre gritos lejanos de chiquillos.
La Parada, en la calle del Castillo, donde aún pudo servir el aguardiente entre sus derruidas paredes de adobe Alfonso a la espera de la Pedregal.
En la plaza, el vicio en el saliente de los zócalos. Peseta y perras gordas al albur de pares y nones. Múltiples saetas negras de piar agudo y veloz vuelo despiden la tarde dorada en la picocha de la torre… Y la cárcel, donde los desventurados pasaban la noche a solas por insolente meada o una mala borrachera. De allí sacaron para robarles sus vidas contra la pared del cementerio cuatro jóvenes veinteañeros. Vergüenza y miedo. Ruin condición humana.
El paseo va terminando. Cae la noche a plomo de silencio. Comienza una lluvia fina. Azota el viento al laurel de Antonio Blanco y huye entre silbidos de cornisas y postigos. Llueve después mansamente sobre el tiempo y el olvido.