Mujeres.

Ángeles era una mujer humilde, de expresión triste y  mirada llorosa desde sus ojos marcados por profundas ojeras, siempre  vestida de oscuro y con un pañuelo  cubriéndole la cabeza. Acompañaba a los entierros con una mesa cubierta de tela negra para que los que portaban al difunto a su última morada pudiesen descansar cuando el sacerdote rezaba en los responsos y asperjaba el féretro con agua bendita. Tras esto volvía a cargar con la mesa hasta la próxima parada.

Pasó de puntillas por la vida, sin molestar, quizás con miedo, solventando sus necesidades básicas con esfuerzo,  imaginación y alguna ayuda ajena. Ella, como otras muchas mujeres, vivió una época difícil, de muchas privaciones  para los que poco tenían.

Estas mujeres cuando llegaba el tiempo de la recolección de cereales en plena canícula, la de garbanzos con la luna de agosto o la de la aceituna en mitad del invierno no se arredraban ante la dureza de la labor y, si las contrataban, allí iban, cobrando, como era normal en esos tiempos, menos que los hombres. Eran sus únicos ingresos en el año.

Se sentaban por las tardes en los zaguanes de sus casas, tras la puerta entornada a coser y zurcir la ropa. Al anochecer se acercaban a la tienda de comestibles con un plato metálico bañado de porcelana descascarillada a comprar dos trozos de bonito que vendían de una lata grande, rogándole al comerciante que les echara una cucharada más de aceite sobre el pescado para mojar en él. Era su cena.


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