La Acción Católica.

Los niños de la escuela  asistíamos los domingos a la misa de diez acompañados de los maestros. Nos colocaban en los primeros bancos y ellos vigilaban nuestro comportamiento durante la celebración. Al salir el cura de la sacristía precedido por los dos monaguillos se cantaba el “Vayamos jubilosos…” El cura se ponía  en el altar mayor. La misa era en latín y de espaldas a los fieles. Sólo se volvía de vez en cuando para decir “dominus vobiscum” y contestar nosotros “et cum spiritu tuo”. La orden de retirada era: “Ite, misa est” y  entonábamos: “La misa ha terminado, cantemos con fervor, que nuestra vida sea una misa Señor…” El celebrante recogía el bonete que le traía un monaguillo de unos asientos rojos y dorados que había en la parte derecha del altar, donde lo había llevado el mismo monaguillo al empezar el oficio. Los maestros con un chasquido de dedos nos indicaban la salida en orden, fila a fila. El lunes siguiente nos reprenderán en la escuela a los más revoltosos e inquirirán sobre la ausencia de otros al acto religioso. La relación de la escuela con la Iglesia no se limitaba  al precepto dominical. Los jueves a las doce terminaban las actividades docentes y subíamos a recibir la doctrina cristiana. En esa hora del mediodía, hora del Ángelus, el sol daba de lleno en las vidrieras y toda su variedad cromática se proyectaba sobre las baldosas del suelo. Un sinfín de motitas de polvo se movía a través del cañón de luz que penetraba por los ventanales refulgentes. Nos distraíamos siguiendo el camino de algunas hasta que desaparecían fuera del espacio iluminado.
Cuando llegaban los ejercicios espirituales asistíamos durante una semana a las charlas que nos daba D. José como preparación para la Semana Santa. “El día siete de marzo comienzan los ejercicios para los niños cristianos que quieren amar a Cristo. Venid cristianos, venid porque la iglesia abierta está”. Estas pláticas  vespertinas nos las impartía D. José con las luces apagadas, sólo con un flexo que iluminaba sus apuntes en una mesita situada  próxima a la escalera del púlpito, en el presbiterio. Intentaba lograr así un ambiente más íntimo y recogido. Toda la preparación terminaba con la parábola del Hijo Pródigo. La vuelta a casa y el perdón. La Acción Católica era también el lugar donde se celebraban los Círculos, charlas y cambio de impresiones de  D. José con  personas adultas. De este tiempo eran los Cursillos de Cristiandad, a los que asistían muchos hombres del pueblo y de los que algunos regresaban con un profundo cambio de actitud  hacia la vida religiosa. También se impartían clases nocturnas de alfabetización para adultos que por motivos laborales no tenían otras oportunidades de aprender durante el día.
Los Quintos, antes de irse a sus respectivos destinos, recibían allí  los consejos del párroco que, como pastor de sus almas, quería advertirles de los peligros que podían acecharles en la ciudad, sobre todo en lo concerniente a los pecados de la carne.
Los niños y los más  jóvenes teníamos también a la Acción Católica como lugar de esparcimiento y reunión. Las televisiones eran escasas. Las primeras llegaron a principios de los años sesenta. Cuando toreaba “El Cordobés” la expectación era máxima y a pesar de estar las labores de recolección en  pleno desarrollo, a eso de las cinco menos cuarto se venían  los hombres de las eras, con el sombrero de paja incluido, a coger sitio en los pocos bares que disponían de televisión. Los niños y jóvenes acudíamos a la Acción Católica para ver nuestros programas. Nos cobraban un real por el servicio. Cuando se amortizó la compra la entrada fue libre. Catalina, sobrina de don José, se encargaba  del cobro y también de mantener el orden en el salón cuando, sobre todo los domingos por la tarde, se formaba demasiado jaleo. Eran los tiempos de  Herta Frankel con su perrita Marilín y las marionetas de Pepito, el Tonto y el Gruñón. Por las noches también abría la Acción Católica y personas mayores  subían para ver allí los  programas  nocturnos. Las sillas de tijera estaban colocadas como si de un cine se tratara.

Los domingos por la mañana jugábamos en el futbolín que estaba situado en la última nave, cerca del balcón que daba al patio de la casa. El suelo  del futbolín era de pizarra moteada y  los futbolistas de hierro. El ruido que se producía era estruendoso. Para que no se metieran  las bolas y durase más la partida tapábamos las porterías o nos colocamos detrás  para, en un acto  rapidísimo, atraparlas antes que cayeran al cajón de abajo. De  tanto uso, el futbolín acabó con un boquete cerca de unas de las porterías que intentaron arreglar con una chapa. La bola salía muchas veces disparada fuera del recinto de juego con el peligro consiguiente para los cristales. “Seña” María,  hermana de don José, siempre bondadosa y en misión de apostolado, subía de vez en cuando a intentar poner un poco de orden. Las niñas y jóvenes  con sus pandillas entraban y salían, charlaban y comían pipas alrededor de las camillas.
Juan el sacristán vendía vasos de “Casera” fresca  a peseta. Nos los  tomabamos con las burbujitas dándonos en la nariz y tan de golpe que se nos saltaban las lágrimas por efecto del gas. Tenía su mesa para despachar inmediatamente a la izquierda después de subir las escaleras. En una pequeña nevera de color marfil, que antes perteneció al bar del Sindicato, enfriaba las botellas.  La barra de hielo se colocaba en la parte superior. Juan Diego  el del carrillo traía las barras de la fábrica de Berlanga en el portamaletas de su bicicleta, envueltas en sacos con paja. Se la encargaban, bien los bares o los particulares. Otra forma de enfriar las bebidas era introducirlas en el pozo en una cesta de mimbre sujeta con una cuerda, y el botijo, en verano, al sereno, al “resencio” de la noche en el corral.  Se le tapaba la pipa y la parte trasera para que no entrasen insectos.
Después de la misa de los domingos, mientras algunas  personas mayores se quedaban charlando en la puerta de la iglesia, subíamos con Dª. Virtudes, andando ya dificultosamente, a la Acción Católica y allí nos impartía unas charlas informales sobre asuntos religiosos adaptadas a los escolares. Nos relataba con entonaciones y silencios de efecto algún cuento moralizante. Al final, como premio por nuestra atención, nos repartía o rifaba hojas con relatos e ilustraciones de colores referidas a vidas de santos o personas dignas de imitación. Nos colocábamos en el salón que existe a la izquierda, según se acaba de subir la escalera. Dª. Virtudes, mujer bondadosa y afable, ya mayor, con sus gafas de concha negra, su velo de luto permanente y un rosario negro enlazado en la mano, se sentaba en un sillón al fondo de una mesa alargada, de espaldas a la pared que tapaba  una vitrina acristalada flanqueada por dos banderas con el escudo de la Acción Católica. Nosotros, a su alrededor, en sillas verdes de enea. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas y en la barbilla tenía un lunar del que brotaban algunos pelos rebeldes. A principios de los sesenta se le tributó un merecido homenaje con motivo de su jubilación al que acudieron vecinos de Fuentes de León, pueblo en el que dejó un grato recuerdo como maestra


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