Una plácida tarde de principios de otoño he salido después de comer a dar un paseo por el ejido. El sol de membrillos y miel aún calienta algo y se refleja brillante sobre las hierbas primerizas, que asoman sus puntas, animadas por las lluvias que cayeron por san Miguel. He llegado al Cerro del Santo donde culmina el Vía Crucis de redondeadas formas blancas que recorre el ejido y que en esta última estación representa la muerte de los dos ladrones y de Jesucristo en el Monte Calvario. También destaca en el cerro una estatua en mármol del Corazón de Jesús.
Me he tendido boca arriba, relajado y sin prisas, abandonado al hedonismo de los sentidos. Contemplo los vellones blancos de nubes desplazándose muy despacio sobre el azul del cielo. Me adormezco.
Oigo lejanos los gritos de unos niños que juegan al fútbol en el prado de la fuente y el ruido de algún coche que pasa por la carretera. El sonido de unas esquilas me llega tenue, casi como una débil hebra sonora. Los ruidos se alejan, difuminándose en una lejanía semiinconsciente y marginal. En este duermevela placentero soy parte de las nubes y del cielo, mecido suavemente dentro de la inmensidad y abstraído en pensamientos inconexos y sensuales. Una ligera brisa me transporta sobre grandes dehesas azules sembradas de algodón.
Pasado un tiempo indeterminado me incorporo, apoyándome sobre uno de mis codos y cambio el azul y blanco por el verde de los prados. Sobre el arroyo, allá por el charco de Tía Espina, se ha levantado una difusa bruma que confunde los contornos de las lomas cercanas y ahonda y profundiza la pequeña cañada cercana a la Cantera, borrando sus límites verdes que van tornándose pardos, pues la tarde declina. Por uno de los caminos de regreso de la fuente del Horno diviso a una mujer que porta dos cántaros: uno en el cuadril, otro en la cabeza sobre una rosquilla de paño con forma de corona circular que le amortigua el peso y de la mano contraria cuelga un botijo. En el pilar de la fuente abrevan dos mulas y una burra, mientras su dueño, con la mirada perdida en el agua, fuma parsimoniosamente montado en ella.
Los labriegos regresan por los distintos caminos que confluyen en el ejido montados a mujeriega sobre las bestias que, con andar cansino, buscan el cobijo y el calor de las cuadras.
Refresca. Es hora de regresar. Lo hago por los callejones del pueblo, que tiene encendidas sus luces mortecinas. Por el camino me cruzo con una mujer a la que no reconozco porque se tapa su cabeza y su cara con un manto negro. Se dirige a rezar al Santo. La silueta de un hombre por lo alto del cerro Gamo, con sus perros y una cántara de agua, se recorta sobre el fondo rojo del poniente.
Me llegan olores de comida recién hecha para la cena. Venus ya destaca en el cielo su brillo punzante. Suena el toque de oración que me llega lánguido desde el campanario de la torre.
2 respuestas a «Nirvana.»
Párrafos muy bonitos y evocadores del “lejio”. Un saludo.
Párrafos muy bonitos y evocadores del “lejio”. Un saludo.
Muchas gracias, José Manuel, por tu comentario. Me alegro que te evoque momentos vividos en esa zona donde todos los pahilones hemos jugado.