La Iglesia marca el ritmo vital del pueblo. El silencio y la tristeza entran en las casas vestidas de violáceos tonos con dieta de potaje y bacalao. El incienso se hace cañón de vidrieras en los oficios de jueves y viernes santo. Filas de contritos pecadores llenan el pasillo de la nave central para recibir la comunión masiva del cumplimiento pascual cantando “Perdona a tu pueblo, Señor”.
Después del morado abstinente, el blanco deslumbra la mañana del domingo. La Pascua es el triunfo de la vida y de la luz. Explosión de colores y aromas. La primavera impúdica muestra exultante su eclosión y desecha los mantos violetas que cubren sus encantos de adolescente. Del ayuno y la abstinencia a la carne, al pestiño y al gañote, a la gula y la lujuria. De la matraca al repique alegre del bronce, en un salto milagroso de la muerte a la vida.
A los niños nos regalan bollas y rosquillas, aros blancos con médula de hilo. El pan se enrosca, con un huevo cocido incrustado en lo alto, en forma de serpiente mordiéndose la cola. Alegoría del demonio vencido.
El domingo de Pascua, agua bendita en la puerta de la iglesia para asperjarla por todos los rincones de la casa y, en mágico sortilegio, espantar de allí cualquier rastro de Lucifer.
El lunes, en bestias, carros y tractores, a comer, beber y disfrutar a la ribera del río. Pura bacanal de los sentidos. Trigales, cebadas, margaritas, amapolas, hinojos cantuesos, romeros y tomillos. Cálidos ojos brillantes del primer amor que buscan el engarce cómplice en otros de mirada esquiva. Sonrosada tez de guapa moza, pañuelo anudado al cuello al aura tibia de abril. Bella, esbelta, suelto el cabello, fino talle, zalamero andar. Azules ojos con destellos de tropical aguamarina. Sinuoso y bello cuerpo. Por veredas y caminos floridos me lleva Eros tras su estela de vestal.