Surgen estas pinceladas, diversas y asimétricas de tres situaciones que tuvieron como referencia al pueblo de Reina y que, en conjunto, conforman un pequeño ramillete de vivencias evocadas ahora con añoranza.
La primera de ellas ocurrió una tarde de primavera del año 1964 cuando en la capilla del Seminario Menor celebrábamos el mes de mayo. El padre espiritual del los Gramáticos interrumpió las plegarias para darnos la triste noticia de la muerte de D. Juan Portero Muñoz, el cura de Feria que ejercía sus funciones sacerdotales en Reina. Tenía yo entonces doce años y la fuerte impresión que me produjo este hecho se debió a que lo conocía personalmente, pues coincidimos en el Seminario, él ya en su último curso de Teología cuando fue misacantano, y a que el lugar donde ocurrió el suceso estaba muy próximo a Ahillones. Aquella sotana enredada en sus pies, la pronunciada ladera del castillo, la luz difusa del atardecer, el derrame interno, su traslado hasta Badajoz… Todo quedó guardado para siempre en el arcón de la memoria. Cada vez que veo el monolito blanco erigido en el lugar donde se produjo el accidente: “Aquí sufrió mortal caída nuestro párroco D. Juan Portero Muñoz. En testimonio de gratitud y afecto sus feligreses. Reina 11 de mayo de 1964”, mi imaginación vuela hacia aquella tarde en que la canción “Rosa de abril morena de los vientos…” quedó teñida de rojo con la sangre vigorosa y joven de tan buena persona.
Otras tardes de los años 72 y 73 generaron recuerdos más agradables. Un amigo que intentaba ennoviar en Reina me pedía en algunas ocasiones que lo acompañara en su furgoneta DKW. Él me recogía en Llerena, lugar donde residía entonces por mi trabajo. En una sala interior del bar de La Perla poníamos un pequeño casete con una cinta de Rumba Tres y así organizábamos algo parecido a un baile. Una noche, después de una tormenta que descargó por la tarde, paseando por la carretera que enlaza con la de Llerena – Fuente del Arco, pude disfrutar las bellezas que me ofrecía tan privilegiado lugar: contemplé las luces lejanas y tenues de otros pueblos diseminados por la campiña, observé la inmensidad del cielo estrellado que aquí parecía estar más cerca, respiré los aromas del tomillo y del cantueso remojados en la tarde y sobre todo me introduje en el ropaje envolvente del silencio que anudaba todo como un regalo para los sentidos, roto sólo por el canto punzante de los grillos que parecían tejer las costuras de la noche para que nada escapara de aquella burbuja tan acogedora. A mi espalda el castillo, desdentado y viejo, pero majestuoso y digno, conservando el abolengo y la hidalguía de pasados esplendores.
La tercera pincelada que rememoro ocurrió durante las celebraciones en honor de La Virgen de las Nieves, que han sido siempre muy visitadas y celebradas por los vecinos de Ahillones. Un año, de hace muchos, unos amigos se personaron el primer día de fiesta y copa tras copa, ración tras ración, no se dieron cuenta del paso de las horas. Tan bien lo pasaban que habían transcurrido dos días desde su arribada al pueblo. Las familias preocupadas, pero sabedoras de sus paraderos, decidieron recurrir a tres personas de orden para que se acercasen a Reina y convencieran a los festeros de que ya era hora de regresar. Al bar de Mauricio llegaron los encomendados en plan rescate para, con sus mejores argumentos, intentar conseguir el noble objetivo de llevárselos consigo. Así que comenzaron aceptando la invitación a una copa que les hicieron los trasnochadores paisanos. Y claro, no está bien que te inviten y no corresponder: llénanos que ahora invitamos nosotros. Así empezó a liarse la madeja.
Como consecuencia, la expedición fue un fracaso, pues no sólo no regresaron los hijos pródigos, sino que se incrementó su número con uno de los emisarios.
Estas son las tres pinceladas, los tres recuerdos que he querido narrar de forma breve. Después de muchos años la vida continúa y Reina, paloma alada con dos fuentes, sigue reposando en un pliegue alargado de la sierra. Su castillo, vigía de la Campiña, recibe antes que nadie los primeros rayos del sol cada mañana y, a la tarde, alarga las manos presurosas de su sombra hasta el pueblo y lo envuelve protectoramente a la espera de la noche, mientras a sus espaldas, en dirección a Torres, el astro enrojecido se hunde en las estribaciones azules de Sierra Morena.
3 respuestas a «Reina»
Un texto que transmite la añoranza del pasado, extraído, como dices, del arcón de los recuerdos. Ese, el arcón, lo llevamos todos, pero que esté tan bien narrado, amigo… ¡qué poquitos!
Efectivamente D. Juan Portero sufrió un mortal accidente en las faldas del Cadtillo de Reina. Yo, Antonio Durán Millán, coincidí con el en el Seminario de Badajoz. Cuando me salí del Seminario (23 de mayo de 1963) me dijo que le habían destinado a Reina, mi pueblo. Cuando llegó a Reina, yo me había marchado al Puerto de Santa María a trabajar. Nos carteamos varias veces (conservo todavía una carta suya). La ultima vez que le vi fue en las Navidades de 1963. Fue un gran sacerdote y una buena persona.
Un texto que transmite la añoranza del pasado, extraído, como dices, del arcón de los recuerdos. Ese, el arcón, lo llevamos todos, pero que esté tan bien narrado, amigo… ¡qué poquitos!
Muchas gracias, Julio, por tu comentario.
Efectivamente D. Juan Portero sufrió un mortal accidente en las faldas del Cadtillo de Reina. Yo, Antonio Durán Millán, coincidí con el en el Seminario de Badajoz. Cuando me salí del Seminario (23 de mayo de 1963) me dijo que le habían destinado a Reina, mi pueblo. Cuando llegó a Reina, yo me había marchado al Puerto de Santa María a trabajar. Nos carteamos varias veces (conservo todavía una carta suya). La ultima vez que le vi fue en las Navidades de 1963. Fue un gran sacerdote y una buena persona.