Paseo por las calles de Ahillones

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La oblicua y leve luz de la tarde invernal  se cuela entre bardas negras y  nubes rojizas  del horizonte. La bruma  empieza a extenderse como sombra alada  sobre el charco de tía Espina. Se llena el aire de relente  que comienza pronto a buscar acomodo entre las húmedas  riberas del arroyo. El pueblo se recoge sobre sí al cobijo de  enagüillas y  braseros. Voy dando un paseo sin prisas ni agobios de esperas importunas.

Las calles, casi solas, se prestan al paso quedo e imaginación despierta, con parada y fonda en  recónditos recuerdos y cálidas evocaciones.

Los Cantones, abrigo de tertulias  y confluencia de chiquillería. ¡Ay, el queso de bola y la leche en polvo! La goma y el pizarrín en la cartera de cuero…y el Rey de los burros muertos, con su corona y su cetro, con su cetro y su corona…y las presas de arena  para intentar retener el agua de la lluvia! Las corralillas de tardes al sol y los viejos jugándose el tiempo a las cartas sobre una piedra y un cartón.

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Estas calles hoy  de cemento y alquitrán fueron  piedra y tierra. En noches  lluviosas reflejaban sobre  los charcos los débiles  hilillos de luz  que desde las esquinas  emitían las escasas  bombillas que al albur de temporales se bamboleaban con el viento. Anochecido, viejas con manteos, a la moruna costumbre, pasaban como sombras sigilosas de ambulantes ovillos negros a sus  visitas y quehaceres.

El Torviscal o Pradillo,  con los caños del huerto vertiendo agua. El circo con el  hombre de la piedra en el pecho, matando el hambre a golpes de mazo ante los atónitos ojos del respetable, ausentes de televisión aún, al son  astillado de una trompeta que entonaba “Campanera”.

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La calle Nueva, arrastre de cadenas, sortilegios y fantasmas. La imaginación del miedo. Amplia de soles y sobradas de misas tempranas, de velos, hábitos y cíngulos. Donde el vino se hace confidencia larga  en el hombro amigo de la desesperanza.

Sierra Morena,  bocanada azul subiendo hasta el otero de la media calle desde el henchido  pulmón de Andalucía, allá al fondo, tras la Mota.

Me contaron que D. Narciso bajaba hasta aquí acompañado con un farol que portaba  tío José “el caballista” después de despachar asuntos con sus empleados en donde estuvo la taquilla del cine. Al cerrojo de la noche, la calle oscura.  Pastores, gañanes, mayorales, caseros, mozos, aguadores, planchadoras, cocineras, rapas, aperadores, yunteros, muleros, manigeros, esquiladores,…al cobijo de un farol.

Calleja de Fuentes, riada de bocas tapadas después de las películas en el salón de Juanito y escondite amoroso de alguna pareja entre los aperos y las viejas máquinas cosechadoras que durante el día nos servían a los chiquillos para practicar una simulada conducción. Oscuridad y rayo de luna sobre los hierros oxidados. Paso largo y mirada de soslayo.

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La calle de la Fuente o Valverdejo, o  también avenida de  Franco,  la del hermano  aviador, con sus acacias de flores blancas y su central de teléfonos. ¿Trae mucha demora, Pilar? Voy a intentar otra vez, pero están las líneas sobrecargadas… Y tras el cerro, tía Javiera para echar la tarde del domingo atrás en los hinchados labios de la sal.

La calle del Cristo, cuna y espina  de fe,  blanca ermita recortada en el   azul. Depósito de promesas y desvelos, su vieja puerta horadada. Baja Pepe el cochero, clavel rojo en la solapa, con su varita de acebuche  abriendo el paso del Ramo al ritmo de “Amparito Roca”. Feria antigua, de barcas y carmelas, de ruleta  de puntas clavadas formando circunferencia con premio donde el cartón se detiene. Casetas de tela blanca y turroneros con chambras grises a siesta en los acerados. Bastones de caramelos y cónicos pirulís. He visto fotografías de mujeres con  peinetas, sombreros altos los hombres, bajando  el suelo empedrado en ordenadas  y devotas filas.

La Umbría de meadas y  cantinas: jeringo y aguardiente. Lugar de citas y faroles al  valiente alarde  del vino. Allí te espero, si tienes… cuchicheos de sombras de no se lo digas a nadie. Confidencias de trastienda.

Mesones, subida del Cristo con su pueblo alrededor. Una mecedora de rancio abolengo se mece al fresco de la mañana. Se perdieron los caudales, quedó hasta el fin un quimérico blasón de modales e hidalguía.

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El ejido de las eras, donde la charla se hace esquina. Poniente de crepúsculos y temporales. Por aquí se va la luz y llega el aguacero atusándole las crestas al castillo de Reina. En este sitio empezó el botellón cuando aún no se había inventado ese nombre. El invento viene de más atrás, de cuando se pedía la del camino. Desembocábamos aquí, en la esquina del ejido o en la fuente del Horno,  al son del chorro de agua y bañado el campo en la nácar  de la luna esplendorosa. Conversación pausada y profunda a veces, con la intimidad que dan el vino y las estrellas en las madrugadas serenas. No, estos jóvenes de ahora no han inventado el botellón.

Las eras de manta y estrellas, de trillo y parva, de marea y grano, arriba el camino de Santiago, franja honorífica del cielo.

Los callejones, espalda discreta de la huida, cuando el bullicio, en lugar de llenar, vacía. Llegan aquí los  enredados ecos de música entre gritos lejanos de chiquillos.

La Parada,  en la calle del Castillo, donde aún pudo servir el aguardiente entre sus derruidas paredes  de adobe Alfonso a la espera de la Pedregal.

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En la plaza, el vicio en  el saliente de los zócalos. Peseta y  perras gordas al albur de pares y nones. Múltiples saetas negras de piar agudo y veloz vuelo despiden la tarde dorada en la picocha de la torre… Y la cárcel, donde los desventurados pasaban la noche a solas por insolente meada o una mala borrachera. De allí sacaron  para robarles  sus vidas contra la pared del cementerio cuatro jóvenes veinteañeros. Vergüenza y miedo. Ruin  condición humana.

El paseo va terminando. Cae la noche a plomo de silencio. Comienza una lluvia fina.  Azota el viento al laurel de Antonio Blanco y huye entre silbidos de cornisas y postigos. Llueve después mansamente sobre  el tiempo y el olvido.