Después del aporreo vertiginoso de estos días sobre el sufrido fondo del mortero, descansa su redonda corpulencia al final del cajón. Sus porrudas fauces conservan aún olores de ajos, pimientas, comino y nuez moscada. Apurados los restos de las cercanas bacanales, cuando se remanse el tiempo en la rutina, y a media mañana o a la caída de la tarde el apetito cosquillee en mi estómago y abra el cajón del aparador, buscando el reconfortante alivio en el resto tortilla de la noche anterior o en la chacina fresca para calmar las urgentes embestidas del hambre, mi deseo es que detenga su marcha hacia mi con algunos de los obstáculos citados. Por el contrario, si desciende a tumba abierta por la pista solitaria del cajón y se estrella ruidoso contra el borde cercano a mi mano me estará confirmando la carencia de viandas en la despensa alimenticia y se agravará la espera hasta la hora del almuerzo o de la cena con la rebelión sonora de las tripas.