Día de difuntos

 

 

 

 

 

 

Las campanas hoy

ominosas suenan.

Aún temprano el aire,

frío acero, llega

por tu sangre adentro.

Luis Cernuda

Una tarde del día de  difuntos,  azul y fría, fui con mi padre al cementerio, según es tradición. No tendría más de siete años.

Como el  sol de estas fechas se esconde pronto, las sombras alargadas de los cerros cercanos dejaban  ya grandes zonas sin su luz directa y en las vaguadas se presentía la helada de la noche cercana.

Subía yo soltándome a menudo de  su mano para coger hinojos secos de las cunetas, que olía y tiraba. Teníamos los muchachos un cierto escrúpulo de llevarnos a la boca cualquier planta que nacía en los bordes del  camino del cementerio.

La mayoría de las personas, con caras tristes, pensativas y algunas llorosas, regresaba a casa después de haber visitado las tumbas de sus seres queridos. Grupos de mujeres agarradas del brazo, con  mantos y velos negros de interminables lutos bajaban por el camino. Dentro del cementerio quedaban a estas horas pocos visitantes. Unos rezaban en silencio y otros paseaban por delante de los nichos, intentando reconocer los nombres de los enterrados o buscando la tumba de algún familiar lejano.

En la inconsciencia feliz de la niñez, mi pensamiento no trascendía a comprender el dolor que deja la ausencia y las caras tristes o llorosas constituían un elemento más del paisaje, pero esta tarde tuve un primer atisbo de la desolación y la amargura que produce la muerte.

Vi a un hombre ya mayor delante de una tumba, con una gran calva blanca que contrastaba con el resto de su cara  morena, casi negra de vientos y de soles, la mascota sujeta por las alas entre sus manos nerviosas, levemente encorvado,  traje oscuro con chaleco y camisa abrochada hasta el último botón. Yo, que lo que quería era seguir andando, tiraba de la mano de mi padre cada vez que éste se detenía. Pero esta vez me detuve yo al observar que al hombre del sombrero en la mano le resbalaban dos lágrimas silenciosas por su piel curtida y arrugada.  Nunca había visto llorar a un hombre. Asombrado, intuí la pena y soledad que debería sentir en aquel momento. ¡Qué profundo respeto me produjo esta imagen una tarde fría de noviembre en el silencio solemne del cementerio, con los restos dorados de un débil sol abandonando ya las picochas de los cipreses! Al regresar  no corrí, ni salté, ni cogí hinojos secos de las cunetas. Bajamos sin hablar; oscurecía y un frío de finos cristales se metía entre la ropa.

Llegaban del pueblo los dobles repetidos de campanas, sones que el aire polar del anochecido extendía como sábanas de plomo negro, agazapándose sus ecos  en los rincones como alondras en los barbechos.

La costumbre era que los  toques  de dobles empezaran la tarde de Todos los Santos y continuaran todo el día de los Difuntos, pasando la noche en el campanario los monaguillos y el sacristán. Para ello, la semana anterior, los monaguillos acompañados del sacristán, vestido con roquete para darle oficialidad al acto, y tocando una campanilla como cuando el cura llevaba el viático a los enfermos, habían ido pidiendo por las casas las vituallas necesarias con las que alimentarse durante el día y medio que duraban los toques de las campanas.

En la torre, a medida que avanzaba la oscuridad, se iba destacando la luz de la candela que hacían para  calentarse. Sus siluetas fantasmales, ya entrada la noche, eran arrojadas una y otra vez contra las paredes rojas del campanario, impulsadas por el movimiento caprichoso de las llamas.

En mi imaginación infantil, el infierno arrojaba hacia arriba bocanadas de fuego y allá, muy hondo, los pecadores se retorcían del dolor que les producía una combustión que nunca terminaría. Arder y arder sin consumirse nunca, padeciendo insufribles tormentos. El fuego eterno.

Ya en la cama, hecho un ovillo, en la semiinconsciencia que precede al sueño, creía ver un horno inmenso con figuras descompuestas por el dolor, demandando clemencia, una clemencia que por haber muerto en pecado mortal, según nos decían, nunca habría de llegar. Después de rezar dos o tres “Señor mío Jesucristo” con más miedo que devoción, lograba entrar de puntillas en el sueño.

 

Hongos

 

 

 

 

 

 

Aunque el refrán diga lo contrario, el tiempo sí se lo come el lobo porque  otros años por estas fechas estábamos cogiendo hongos en Fontanilla, en las Cumbres, en el Palacio y en los posíos de san Pedro.

Y aunque llueva a finales de octubre  o principios de noviembre no será lo mismo. Vendrán las heladas y ya no saldrán con sus cabecitas blancas y sus tiernas laminillas rosas entre  la hierba. Estas tibias mañanas,  las  tardes luminosas no son las mismas  que  si los campos estuvieran verdes  por la lluvia. El verano se ha agarrado con fuerza a los faldones del otoño y no quiere dejarlo que vuele libre, húmedo y fecundo sobre las tierras resecas.

Cuando vamos a cogerlos, mayores y niños, pateamos los lugares en que tradicionalmente se han criado y que es donde pastan las ovejas durante el año. Regresamos con las cestas de mimbre llenas de este exquisito producto. En casa, después de quitarle la piel, los ponemos  a asar  con un poco de sal y cuando empiezan a desprender agua los apartamos. Listos para comer después de soplar un poco sobre ellos para que no nos quemen la lengua.

Esperemos que cuando las primeras cortinas de agua hidraten la piel reseca de la tierra siga el ambiente templado, con apacibles auras, que dejen salir de la tierra estas exquisiteces.  Que aguarden las heladas.

San Miguel de antaño

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El año agrícola empieza por san Miguel, cuando se voltea la tierra labrantía con la mano en la mancera para ofrecer su pecho fecundo al cielo esperando lluvia y tempero, cuando el membrillo maduro cae a la gavia y la brisa de la tarde trae hasta el pueblo olor a tierra mojada.

Por estas fechas  acuden al rodeo de Llerena los agricultores  y ganaderos a hacer los tratos de compra, venta o cambio de ganado.

Al rozar la alborada  los lomos de la sierra se tiene todo preparado: las bestias aparejadas, la merienda en la hortera y la botella de vino a buen recaudo dentro la alforja.

Por caminos hoy perdidos por el desuso  o apropiados por los dueños de fincas colindantes, cuando el sol de miel y membrillo de septiembre se comienza a  extender por los rastrojos y las pardas tierras de los barbechos, se inicia la marcha.  Sobre la bestia van pensativos los campesinos, acompañando con el movimiento de sus cuerpos el paso  uniforme y rítmico de la caballería. Después de casi dos horas de marcha llegan al rodeo.  Ante el acoso de los primeros tratantes que los han visto llegar, casi siempre de raza gitana,  ocultan  sus verdaderas  intenciones de compra, venta o cambio. El humo de un buen cigarro de petaca y  la mirada de reojo pasando de grupo en grupo, con mirada de liebre precavida, ayudan a estudiar la situación, mientras los animales, bien sujetos de los cabestros, abrevan en el pilar después de la caminata.

En el regateo hay que demostrar poco interés en lo que realmente se pretende y no dejarse embaucar porque el animal, azuzado por la varita de mimbre del gitano, muestre una postura bizarra y unos movimientos ágiles, pues no sería la primera vez que seducidos por el señuelo, se lleven en los días posteriores un desengaño al comprobar que lo que fue boyante en el rodeo, sin saber cómo ni por qué, se convierte en torpeza o falsedad.

Tras muchos tiras y aflojas,  muchas  fintas y amagos dialécticos, se cierra el trato de  compra, venta o  cambio con un apretón de manos y se emprende el camino de regreso.

Por estas fechas también se celebran los contratos verbales entre los grandes propietarios y  sus empleados: yunteros, pastores, gañanes, porqueros, cabreros… Mediante estos contratos trabajan durante un año  a las órdenes de aperadores y mayorales en las grandes casas de labranza. Si el trabajo es satisfactorio renovarán al año siguiente el pacto. El estatus laboral  de estos trabajadores  es intermedio entre los regímenes de los fijos y los eventuales. Son los acomodados.

La actividad en el campo se revitaliza  por san Miguel. Besanas y apriscos, arreos de yuntas y tañer de esquilas llenan la campiña de bucólicas estampas.

La radio y el fútbol

La radio era entonces  la única unión de los estadios de fútbol con nuestra imaginación en el monótono transcurrir de las horas del pueblo. La mágica finta que quiebra la cintura de un fornido defensa  en la frontal del área de castigo, el regate seco,  el oportuno desmarque, el pase de tiralíneas, la veloz carrera de Francisco Gento, la Galerna del Cantábrico, el prodigio malabar de Alfredo Di Stéfano, la  Saeta Rubia,  el coordinado avance de los Cinco Magníficos sobre el  verde césped de la Romareda,  el “¡uy!” de Juan Tribuna, aunque el balón pasase a dos metros del larguero, la voz de Pepe Bermejo en el Bernabeu…

Volábamos cada tarde de domingo del Sardinero a Altabix, del Carlos Tartiere al Manzanares, al Benito Villamarín, al Sánchez Pizjuán…, desde el cobijo de la solana,  desde calor del brasero, desde el plácido paseo por las afueras del pueblo o en nuestro particular partido de  fútbol en el campo al lado del arroyo  con el transistor apoyado en el poste de la portería en aquellas tardes tibias de otoño.

Todos los estadios a nuestro alcance,  transformando con nuestra imaginación las voces de los corresponsales de los distintos campos en un espectáculo multicolor animado por el griterío de unas gradas enfervorecidas.

Era nuestro asiento reservado en el voladizo de la fantasía.  Las voces exultantes de los comentaristas nos describían con su lenguaje hiperbólico y guerrero las hazañas de nuestros equipos.  Las tardes de los domingos con todos los partidos casi a la misma hora se convirtieron en rito tradicional de nuestras horas de asueto agitadas por  el continuo vaivén de los resultados.

Ahora vuelve el fútbol, pero ya no es igual. Desespera ese goteo de horarios impuesto por las televisiones,  y la verdad, algunos aburren hasta al más forofo. Los partidos imaginados a través de la palabra eran más entretenidos, pues los recreamos nosotros.

Paseo por las calles de Ahillones

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La oblicua y leve luz de la tarde invernal  se cuela entre bardas negras y  nubes rojizas  del horizonte. La bruma  empieza a extenderse como sombra alada  sobre el charco de tía Espina. Se llena el aire de relente  que comienza pronto a buscar acomodo entre las húmedas  riberas del arroyo. El pueblo se recoge sobre sí al cobijo de  enagüillas y  braseros. Voy dando un paseo sin prisas ni agobios de esperas importunas.

Las calles, casi solas, se prestan al paso quedo e imaginación despierta, con parada y fonda en  recónditos recuerdos y cálidas evocaciones.

Los Cantones, abrigo de tertulias  y confluencia de chiquillería. ¡Ay, el queso de bola y la leche en polvo! La goma y el pizarrín en la cartera de cuero…y el Rey de los burros muertos, con su corona y su cetro, con su cetro y su corona…y las presas de arena  para intentar retener el agua de la lluvia! Las corralillas de tardes al sol y los viejos jugándose el tiempo a las cartas sobre una piedra y un cartón.

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Estas calles hoy  de cemento y alquitrán fueron  piedra y tierra. En noches  lluviosas reflejaban sobre  los charcos los débiles  hilillos de luz  que desde las esquinas  emitían las escasas  bombillas que al albur de temporales se bamboleaban con el viento. Anochecido, viejas con manteos, a la moruna costumbre, pasaban como sombras sigilosas de ambulantes ovillos negros a sus  visitas y quehaceres.

El Torviscal o Pradillo,  con los caños del huerto vertiendo agua. El circo con el  hombre de la piedra en el pecho, matando el hambre a golpes de mazo ante los atónitos ojos del respetable, ausentes de televisión aún, al son  astillado de una trompeta que entonaba “Campanera”.

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La calle Nueva, arrastre de cadenas, sortilegios y fantasmas. La imaginación del miedo. Amplia de soles y sobradas de misas tempranas, de velos, hábitos y cíngulos. Donde el vino se hace confidencia larga  en el hombro amigo de la desesperanza.

Sierra Morena,  bocanada azul subiendo hasta el otero de la media calle desde el henchido  pulmón de Andalucía, allá al fondo, tras la Mota.

Me contaron que D. Narciso bajaba hasta aquí acompañado con un farol que portaba  tío José “el caballista” después de despachar asuntos con sus empleados en donde estuvo la taquilla del cine. Al cerrojo de la noche, la calle oscura.  Pastores, gañanes, mayorales, caseros, mozos, aguadores, planchadoras, cocineras, rapas, aperadores, yunteros, muleros, manigeros, esquiladores,…al cobijo de un farol.

Calleja de Fuentes, riada de bocas tapadas después de las películas en el salón de Juanito y escondite amoroso de alguna pareja entre los aperos y las viejas máquinas cosechadoras que durante el día nos servían a los chiquillos para practicar una simulada conducción. Oscuridad y rayo de luna sobre los hierros oxidados. Paso largo y mirada de soslayo.

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La calle de la Fuente o Valverdejo, o  también avenida de  Franco,  la del hermano  aviador, con sus acacias de flores blancas y su central de teléfonos. ¿Trae mucha demora, Pilar? Voy a intentar otra vez, pero están las líneas sobrecargadas… Y tras el cerro, tía Javiera para echar la tarde del domingo atrás en los hinchados labios de la sal.

La calle del Cristo, cuna y espina  de fe,  blanca ermita recortada en el   azul. Depósito de promesas y desvelos, su vieja puerta horadada. Baja Pepe el cochero, clavel rojo en la solapa, con su varita de acebuche  abriendo el paso del Ramo al ritmo de “Amparito Roca”. Feria antigua, de barcas y carmelas, de ruleta  de puntas clavadas formando circunferencia con premio donde el cartón se detiene. Casetas de tela blanca y turroneros con chambras grises a siesta en los acerados. Bastones de caramelos y cónicos pirulís. He visto fotografías de mujeres con  peinetas, sombreros altos los hombres, bajando  el suelo empedrado en ordenadas  y devotas filas.

La Umbría de meadas y  cantinas: jeringo y aguardiente. Lugar de citas y faroles al  valiente alarde  del vino. Allí te espero, si tienes… cuchicheos de sombras de no se lo digas a nadie. Confidencias de trastienda.

Mesones, subida del Cristo con su pueblo alrededor. Una mecedora de rancio abolengo se mece al fresco de la mañana. Se perdieron los caudales, quedó hasta el fin un quimérico blasón de modales e hidalguía.

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El ejido de las eras, donde la charla se hace esquina. Poniente de crepúsculos y temporales. Por aquí se va la luz y llega el aguacero atusándole las crestas al castillo de Reina. En este sitio empezó el botellón cuando aún no se había inventado ese nombre. El invento viene de más atrás, de cuando se pedía la del camino. Desembocábamos aquí, en la esquina del ejido o en la fuente del Horno,  al son del chorro de agua y bañado el campo en la nácar  de la luna esplendorosa. Conversación pausada y profunda a veces, con la intimidad que dan el vino y las estrellas en las madrugadas serenas. No, estos jóvenes de ahora no han inventado el botellón.

Las eras de manta y estrellas, de trillo y parva, de marea y grano, arriba el camino de Santiago, franja honorífica del cielo.

Los callejones, espalda discreta de la huida, cuando el bullicio, en lugar de llenar, vacía. Llegan aquí los  enredados ecos de música entre gritos lejanos de chiquillos.

La Parada,  en la calle del Castillo, donde aún pudo servir el aguardiente entre sus derruidas paredes  de adobe Alfonso a la espera de la Pedregal.

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En la plaza, el vicio en  el saliente de los zócalos. Peseta y  perras gordas al albur de pares y nones. Múltiples saetas negras de piar agudo y veloz vuelo despiden la tarde dorada en la picocha de la torre… Y la cárcel, donde los desventurados pasaban la noche a solas por insolente meada o una mala borrachera. De allí sacaron  para robarles  sus vidas contra la pared del cementerio cuatro jóvenes veinteañeros. Vergüenza y miedo. Ruin  condición humana.

El paseo va terminando. Cae la noche a plomo de silencio. Comienza una lluvia fina.  Azota el viento al laurel de Antonio Blanco y huye entre silbidos de cornisas y postigos. Llueve después mansamente sobre  el tiempo y el olvido.