Hoy sólo tengo ganas de estar sin hacer nada,
de echarme descuidado a la sombra de estos chopos
que murmuran confidencias al oído.
En su gozo, me regalan caricias de algún rayo de sol
que, leve, dorado y esquivo,
juguetea con las primeras hojas caídas
en este adviento de otoño que es septiembre.
Pacenteros los sentidos,
en la soledad buscada,
acuden esporádicos recuerdos,
mezclados con luz, sombra y olvidos.
El aire se hace azul cuando ella mira
y le roba a los cielos su hermosura.
Embrocado en la sima del abismo,
en claro mar de perlas y zafiros,
me pierdo en la belleza de su hondura.
Lento el paso,
¿para qué llegar tan pronto
de dónde no has de volver luego?
El camino es bello,
placentero a los sentidos
si reparas en pequeños destalles
que ignoramos
en cualquier otro momento:
macetas en las rejas,
el musgo verdinegro en las umbrías,
la lagartija al sol,
el vuelo del águila en el cielo,
margaritas en el prado,
las caprichosas formas de las piedras,
el riachuelo.
Y el silencio.
¿Para qué llegar tan pronto
si la vida es el trayecto
y cuando en verdad llegas
ya estás muerto?
Continúa la fuente de Machado
sonando mientras cae
cansinamente el agua
en mármol blanco de jardín sombrío.
Los chopos polvorientos
siguen rizando el aire de la tarde
al borde del camino.
Algunos solitarios paseantes,
clavadas en el corazón espinas,
ven cómo se enturbian sus curvas
en la difusa luz de los crepúsculos.
Vuelven cigüeñas a los campanarios
con cada nueva primavera
haciendo garabatos en el aire,
y en la plazuela cantan
los niños canciones de siempre.
Cuando ignoramos a dónde llegará el camino
consuela saber que otras mentes de profundo discurrir
marcharon por el mismo recorrido,
haciéndose preguntas
que aún nadie ha respondido.
Hay días que no quieres hacer nada,
sólo dormir tal si uno se sintiera
un perro abandonado en la perrera
que hasta la luz molesta a su mirada.
Hay días con el alma desganada,
como si tras aciaga borrachera
acabaras tirado en la escombrera
en mitad de la noche desolada.
Hay días como oscuras covachuelas
hundidas en el fondo de la tierra
que van llenando tu alma de secuelas.
Hay días llenos de áspera crudeza
que encaminan tus pasos a una guerra
en la que sólo vence la tristeza.
Elaborar una octava real
parece una misión muy complicada,
pero es una labor muy natural
si sabes que la estrofa va rimada,
no de modo aleatorio e informal,
sino con forma lógica y trabada.
Ocho versos con rima consonante,
tal los ocho que aquí tienes delante.
Este soneto me lo dedicó mi amigo Joaquín Calvo Flores , excelente y laureado poeta, con motivo de mi jubilación.
Un soneto me manda tu amistad
porque tu alma es soneto bien medido
y en ella tus alumnos han bebido
del agua de la ciencia y la verdad.
Y en él quiero cantar tu puerta abierta,
tu abierto corazón, tu vasta frente
donde fundes pasado con presente
por donarnos mil oros de tu huerta.
Y ayer en aula, y hoy en tiempo tuyo,
y siempre en bicicleta cabalgando
-niño en alma, sí, el mismo que denantes-
nos das del río interno su murmullo
en cartas al diario, y vas mezclando
minucioso Azorín, fresco Cervantes.
Poco cuesta el alarde vanidoso
a quien cuelga medallas en su pecho
y en su incienso jamás encuentra techo
para dejar de ser un pretencioso.
El oyente que aguanta silencioso,
por no dañar ni herirlo en su provecho
evita así reacciones de despecho
y aguanta estoico su decir pomposo.
Pero es ya tan enorme el esperpento
creado con sus ansias de grandeza
que no ve que quien oye no está atento,
ni absorto en contemplar tanta guapeza,
sino que no soporta el engreimiento
de quien sólo demuestra su torpeza.
Fotografía de Juan Sevilla.
http://www.flickr.com/photos/juaninda/
Restan pocos recodos al sendero
y no sé si el que veo,
cercano ya al avance de mis pasos,
será el último que arqueo
o no llegaré siquiera a superarlo.
Hacia atrás lo vivido no me sirve
si no es para el recuerdo.
Que sea apacible
el resto del trayecto.
Poco más anhelo
que contemplar las alamedas
y del cielo el lubricán rojizo,
efímeros placeres, aunque bellos.
En mi bolsillo el último pasaje
de un viaje sin regreso.
Un día cualquiera
parará a mi altura un coche negro
y ocuparé el asiento que la parca
me tiene reservado
desde el principio de los tiempos.
Se perderá su estela en el paisaje
que yo no veré porque iré dentro.
Otros caminantes, a sol puesto,
andarán los mismos pasos
que yo esta tarde estoy andando
y verán, a principios de febrero,
las flores del almendro.
¡Quién sabe si son ellas
las estelas de los muertos!
La luna, copo de ovalado nácar,
pende del pecho cóncavo del cielo
en el azul violeta de la tarde.
Los leños en la chimenea arden,
componiendo figuras con su fuego.
Del inconexo fondo del pasado
surgen inesperados los recuerdos.
Hacia el sopor del sueño me dirijo,
vencidos de cansancio los desvelos.
Me voy hundiendo un poco con la tarde
en la viscosa luz de lo indeciso
y llego sin saberlo
al solitario mundo de los muertos.