Vino amargo

 

Las tabernas eran lugares de encuentro y solaz donde la presión abría su espita y el vino ocupaba el espacio que quedaba. Fugaz quimera que duraba el tiempo de los efluvios del alcohol en la cabeza. Momentos dados a imaginar una vida distinta a la existente. Alivio engañoso, pasajero y pendenciero. ‘A mí no me la da nadie. A ese le canto yo las verdades del barquero cuando lo vea’. De la marginación a la exaltación de la autoestima.

Pero con tan poca base los castillos se deshacían y caían del delirio al suelo. Como los cisqueros que vendían picón por las calles y al intentar subirse en los burros, tras la ingesta, resbalaban una y otra vez por el lado opuesto. No es que se bebiera más que ahora, es que se comía menos. Tiempos difíciles. De pómulos salientes y ojos hundidos.

Los niños, con los sentidos de par en par abiertos a la vida, íbamos descubriendo lo que no se nos enseñaba en las escuelas. La sordidez y la derrota quedaban en días de fiesta tendidas en las aceras. La evasión y los deseos de aliviar penas, arrojados a la vuelta de la esquina entre los vómitos de la resaca.

Sin agua corriente todavía, se usaba un lebrillo con la del pozo para lavar y enjuagar la escasa vajilla. De incolora en la mañana iba tornándose oscura según pasaban las horas.  El urinario, en el descanso de una escalera, junto a una escoba o en un rincón con agujero. Si era de noche se evacuaba en la calleja. Mejor si llovía porque así se fundían el ruido de las canales y la meada. No importaba mojarse, la lluvia refrescaba y el vino hacía de impermeable.

En un ambiente de humo y alcohol los clientes bebían y charlaban. Es un decir, porque las conversaciones no se mantenían con susurros.  Eran voces con algún grito y golpe en la mesa para cargarse de razones.

Curiosas historias.- Aquellos carteles de “Hoy no se fía, mañana sí”… – La Barbería de Jerez

Dos eran las normas básicas, escritas sobre un cartón en la pared amarillenta para recuerdo y constancia: Se prohíbe el cante.  No se fía. En un establecimiento de un pueblo vi un bozal con una inscripción al lado: “Para los blasfemos”. Los taberneros eran, a su manera y según don de persuasión, garantes de la moral y las buenas costumbres por la cuenta que les tenía. Pero no podían poner puertas al desborde y a veces se cantaba y se blasfemaba.

Me refirieron que en otro pueblo cercano uno de los clientes, ligero de lengua y caliente de vino, depuso en   la máxima divinidad con la contundente frase que le costó al Cabrero dos meses de cárcel en 1982. La imprecación a la que me refiero fue escuchada por alguien con poder que pasaba por la puerta. El autor terminó también entre rejas.

Tiempos pasados de vino amargo, que no daba alegría ni quitaba las penas.

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