Cuando se paga en metálico parece que se le da más importancia al dinero. Yo asistí hace muchos años como testigo a la compra de un cuartón de tierra por parte de un vecino. Poca cosa, pero para él, que había amasado su pequeña fortuna peseta a peseta con mucho esfuerzo, aquel acto solemne ante comprador, testigos y notario, suponía entregar una parte de sí mismo y también una muestra de orgullo y satisfacción por los rendimientos conseguidos con su trabajo. Poner billetes de mil unos encima de otros con la figura majestuosa de don José Echegaray en su anverso, no estaba al alcance de la mayoría. Aquel momento me recordó al cardenal Cisneros cuando los nobles le preguntaron en virtud de qué poder los gobernaba y abriendo el balcón les señaló a los soldados y cañones formados en el patio: “Estos son mis poderes”. Eso me pareció el gesto de mi vecino aquel anochecido cuando, llegada la hora del pago, sacó un sobre del bolsillo y empezó a contar los billetes ante el silencio expectante de los presentes. Unos nuevos, otros descoloridos y ajados. Incluso algunos, con roturas unidas con el papel blanco donde venían los sellos de correos. Los contó primero el que compraba y tras él, a su ruego, (el dinero es para contarlo, le dijo) el vendedor de la tierra. Así se consumó la compraventa.
Está disminuyendo el uso material del dinero en las transacciones. Ahora cada mes nos comunican los abonos y pagos que se han producido en nuestra cuenta bancaria, sin verlo ni tocarlo. Así nos pagan, así se lo llevan, como ilusionistas de circo. Nada por aquí, nada por allá. Los números y el plástico nos han suplantado en estos menesteres. Un simple contacto con la tarjeta o un rápido pase por la ranura de una maquinita están sustituyendo al papel moneda. Los aparatos de cobro son como linces agazapados a la espera sigilosa de la presa sobre la que saltan con las uñas afiladas en el momento que se la acercan. La engullen de un bocado. ¿Quiere copia? Es la lengua lo que nos sacan una vez saciado su apetito. Se lo llevan inmaculado, sin mancha ni mácula, como nos explicaban los curas que se produjo el embarazo de la virgen María. Un rayo de sol que atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo. Larga mano digital que llega y traspasa de nuestra cuenta a otra ajena en un intercambio mágico de dígitos. Muy frío y mecánico todo.
El dinero se ha vuelto volátil, espirituoso, inconsistente. Apuntes impersonales que han perdido la mística del cuento y el recuento humedeciendo cada poco los dedos. Y qué curioso que se le siga mejor el rastro a lo intangible e invisible que a las bolsas y maletas llenas de billetes que ínclitos compatriotas y delincuentes de alcurnia se llevan a los paraísos fiscales.