De dones y otros títulos

 

Parece ser que a doña Elena de Borbón no le ha gustado que una periodista se dirigiera a ella sin anteponer el calificativo de doña.

En la Edad Media este tratamiento era privativo de reyes, parientes reales y altas dignidades de la iglesia. Según el historiador toledano Pedro Salazar Mendoza (1549-1629) no era permitido nada más que “a los reyes, infantes y prelados”.  Poco a poco fue extendiéndose a otros sectores sociales de alta gama. Se convirtió en hereditario y había que tributar por él.

Cuando obtuvimos el título de Bachiller Elemental nos dijo un profesor que ya teníamos derecho a que nos llamasen de don, con lo que entroncábamos con la noble tradición romana de los ‘dominus’, de donde procede el vocablo. Pero en esas edades casi imberbes no nos distinguían con tal privilegio. Cuando algún docente lo hacía era más preludio de bronca que atributo honorífico o señal de respeto.

Somos un país de títulos y entorchados, de insignias y distinciones donde las palabras antepuestas a los nombres distinguen, seleccionan y dan brillo y esplendor. En muchos casos trazan lindes y barreras y en otros son muestras de consideración.  En mi pueblo, por ejemplo, anteponemos el de ‘tío’ cuando nos dirigimos o referimos a personas mayores. No tiene nada que ver con parentesco ni con compadreo, sino que es una señal de estima.

Existen tratamientos que van ligados al cargo que se ostenta. Cuando teníamos que redactar una instancia, debíamos cursarla con el que correspondía a quien dirigíamos la petición. Hay un variado surtido que va de alteza al don, pasando por excelentísimos e ilustrísimos.  Hartos estamos de escuchar en las Cortes el de señoría y en menor medida el de honorable, quedando muchas veces en evidencia que tales denominaciones les quedan sobradas a quienes deberían ser ejemplos de honor y señorío.

Curiosos son los usos de señor y señora. El femenino se utiliza para las mujeres casadas o viudas. Señorita, para la mujer soltera. Sin embargo, el de señor no distingue estados civiles.

Sin caducar aún los de señorito y señorita, con el significado de personas de notable hacienda en ámbitos rurales. Tampoco tiene que ver en este caso con el estado civil, sino con quienes ejercieron durante siglos dominio sobre territorios y sus moradores. Hoy se considera como un agravio, pero hay todavía quienes lo reclaman como tratamiento.

Curioso también que los niños pequeños llamen ‘seño’ o señorita a su maestra y no le digan señorito a su maestro.

La literatura atribuye el don a quien “da y quita decoro y quebranta cualquier foro”. Don Francisco de Quevedo lo inmortalizó en estos versos: ‘poderoso caballero es don Dinero”. Y Fernán Caballero en este ingenioso epigrama: “Es el Don de aquel hidalgo/ como el Don del algodón/ que no puede tener Don/ sin tener antes el algo.” Lo que recoge el sabio refranero, que no hay don sin ‘din’.

Septiembre, de nuevo

Los cangilones de los meses suben y bajan más rápidos cuando los has visto girar muchas veces. Nuestro reloj interior apresura su marcha con los años.
Pasa el cangilón con la fecha de nuestro nacimiento y nos parece que no hace tanto tiempo lo tuvimos otra vez frente a nosotros.
 Hay otras norias que suben y bajan. Las de ferias. Las que nos producían cosquillas en la barriga y vértigos en las alturas.  Hoy ambas me traen recuerdos y reproducen sensaciones pasadas que vuelven por estas fechas de finales de verano desde el fondo de la memoria.
Sobre el topetón de la chimenea, cerca del almirez, había unos membrillos en tazones de porcelana. Desprendían aromas campestres que se extendían por toda la casa. El olor intenso del tomillo escapaba por la celosía de la alacena y ascendía hasta las uvas en racimos y los melones colgados de los maderos con redes de torvisca. La abuela, a la sombra del parrón, cosía, dejando escapar de vez en cuando algún suspiro. A su lado dormía la gata con jirones de sol sobre su pelo. La voz lejana de un vendedor pregonaba por la calle acelgas, fruta fresca y perejil. La vida se tejía sin prisas, con punto de cruz y bordados de seda de colores sobre redondos bastidores.
Septiembre es un cruce de caminos. De calor que se va y frescor que llega, de fuentes secas y fuertes tormentas. El choque de dos estaciones sin trenes, que produce el verdor de las primeras hierbas en un contraste de ternura y fuerza bruta.
Trae de la mano la cartera con pizarra, pizarrín y enciclopedia, y unos niños que pasan con la cara de sueño interrumpido camino de la escuela.
En las calles de tierra y en los prados que empezaban a verdear jugábamos con ‘repiones’, clavos y billardas. Saltábamos al barranco y a la comba y deslizábamos el tejo jugando a la rayuela.
En las bodegas, unos hombres agarrados a unas sogas sujetas en el techo, pisaban la uva para el mosto primero.
Tiempo de vírgenes y cristos. Antes de que despunte el alba, salen desde la ermita del Ara los fuentelarqueños con su patrona a hombros hasta la iglesia del pueblo. Por pronunciadas pendientes, la Jayona a sus espaldas, San Benito y el Conjuro, al frente, la llevan los romeros después de pasar la noche en vela. Una parada en el puerto mientras el sol se levanta del fondo de la Campiña entre encinas y olivares. En la cruz de Guardado el resto de los vecinos y visitantes aguardan con emoción contenida. Al llegar el cortejo a la explanada los músicos tocan marchas y los cohetes estallan en los albores del cielo.  En la iglesia las campanas repican jubilosamente… Como la razón no alcanza a explicar lo inexplicable, todo este ambiente me conmueve y emociona y soy un romero más que a la virgen acompaña.

SUSTOS Y MIEDO

Empezaban a asustarnos pronto: “Duérmete niño, que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco”.

Los cuentos estaban llenos de ogros, lobos y brujas.  Las pesadillas eran vómitos del subconsciente que no soportaban ingestas tan pesadas.

Nos prevenían del ‘tío de la sangre’ para que no saliéramos solos al campo, sobre todo en esas horas plúmbeas de la siesta, cuando el tiempo se ralentiza en la masa viscosa de la flama.

El pozo, al que nos gustaba asomarnos para ver el brillo de las escamas de los peces, era vigilado por ‘la mora’, que al más mínimo descuido nos tiraría de los pelos para arrastrarnos a las oscuras profundidades.

El sebo, la grasa que le echaban a las ruedas de los carros para que no chirriaran por los caminos polvorientos, se lo asignaban a otro ser temible. Harían con nosotros el lubricante negro.

A los muertos, despedidos con el deseo de su descanso eterno, no los dejaban tranquilos. Los invocaban con extraños ritos espiritistas para hablar con ellos. A nosotros nos producía   desasosiego escuchar hablar de estos temas.

Los que sintonizaban la emisora clandestina, ‘La Pirenaica’, lo hacían con la puerta cerrada y el volumen en mínimos, temerosos de que alguien pasara por la calle y lo escuchara.  Eran tiempos de sospechas y lealtades sin fisuras.

Si pasabas de noche por una calle con poca iluminación podías encontrarte con una marimanta. No entendíamos todavía que su misión era ocultar relaciones o la broma de algún carnavalero cuando estos festejos estaban prohibidos. En muchos pueblos de Extremadura se alude a la ‘Pantaruja’ con misiones parecidas.

Todavía no habían llegado los teléfonos móviles. Solo existían los fijos. Su timbre a deshoras sonaba en el silencio de la casa como una alarma que socavaba los cimientos del sueño. Un latigazo en los oídos que aceleraba las pulsaciones en las sienes. A nadie se le ocurriría llamar de madrugada para felicitar un cumpleaños o quedar al día siguiente para ir de compras. Eran generalmente malas noticias las que se recibían.  

Los golpes en la puerta a horas intempestivas producían el efecto de un mazo golpeando el corazón. Un grito de socorro o una amenaza que invadía nuestra intimidad.

Hubo aldabonazos de infausta memoria, invitando a paseos a quienes nunca volvieron.

A las familias que los padecieron les quedó el rastro del miedo prendido en las alas de los prolongados ecos. Un estigma que nunca superaron.

Solo los que esperan fuera saben cómo es el terror, reflejado en los ojos del que abre.

¡Cuánta aprensión, cuántos enemigos reales o imaginarios condicionan la existencia!

A un paisano emigrante le escuché una noche de aquellas una frase que no olvido. Los demás amigos le avisaron para que bajase la voz. Criticaba algunos comportamientos de gente notable y había ciertas personas con las antenas desplegadas: “¡Lo que nos hacía falta, en la cárcel y con miedo!”

Lo que se espera de nosotros

 

 

 

 

 

 

El día de nuestro marqueo, como era tradición, los quintos comimos caldereta e hicimos muchas tonterías. A los mozos, que eran ofrenda y servidumbre de los pueblos a la sociedad a través del ejército, nos consentían y reían excentricidades propias de la situación y de la edad.

Unos con entusiasmo y otros por no desentonar seguimos las costumbres de nuestros padres y ancestros. Era lo que el pueblo esperaba y nosotros para no defraudar esas expectativas hicimos ostentación de nuestra efímera condición.

Nos talló el cabo de los municipales y nos reconoció uno de los médicos del pueblo. ¿Tienes algo que alegar? No. Pues ancha es Castilla. Visitamos las casas de todos los tallados. Pasamos de los dulces y el aguardiente al vino. A la hora del almuerzo fuimos a comer la caldereta que nos prepararon. Puede suponerse el estado general de la tropa a la caída de la tarde. Pues nada, aquí no se va nadie a casa. Decidimos pasar la noche en la casilla que nos sirvió de cuartel general. De mobiliario disponíamos de cuatro sillas de enea desvencijadas y un par de puertas viejas en el suelo. Encina de una de ellas, evitando el picaporte y soportando unos adornos oxidados en las costillas, pasé yo tan ‘placentera’ velada.

Al amanecer recorrimos las calles del pueblo con cantos tradicionales y formando bulla para hacernos notar. ‘Quinto levanta, tira de la manta’. Llevábamos una garrafa de vino de arroba y una escupidera. De ella bebíamos (limpia, eso sí, faltaría más).

Viene esto a cuento del efecto Pigmalión, el escultor que talló a la bella doncella Galatea. Se enamoró de su obra con tanta pasión y entrega que la diosa Afrodita compadecida de él la convirtió en ser vivo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las expectativas que tienen unas personas sobre otras influyen en la manera de comportarse estas, positiva o negativamente. El pueblo esperaba que los quintos de aquel año nos comportásemos como lo habían hecho los que nos precedieron y nosotros actuamos para no defraudarlos.

El efecto Pigmalión tiene su parte provechosa en cuanto que puede servir de estímulo. En la docencia, el alumno responde mejor cuando sabe que  el profesor tiene un buen concepto de él.  Si mi padre confía en mí yo procuraré no defraudarlo.

En este contexto de expectativas y respuestas se desarrollan muchos comportamientos. En cierto sentido también estamos condicionados por ellos.

Somos consecuentes con la estima que nos tienen. Por eso la expresión: ‘No me esperaba eso de ti’ supone una decepción a una conducta esperada y para el que se lo dicen, un ataque a su autoestima.

 

 

 

 

 

 

 

Un paisano mío, de mejorable reputación, al que importaba más la olla que la fama, reaccionó así cuando le recriminaron, de guasa, su mal comportamiento:

¿Qué va a pensar la gente de ti?

Y a mí qué me importa, respondió, yo tengo los chivos vendidos y el dinero en la faldriquera.

Confieso que he vivido

(En recuerdo de Pablo Neruda)

La misión encomendada,

que solo era vivir,

está casi cumplida.

Espero que ese pico que me queda

sea de largo como lo tiene la cigüeña.

No me dieron cuaderno de bitácora para esta travesía,

así que obré como mis padres me enseñaron,

y un poco a mi manera,

saqué los pies fuera del tiesto.

¿Usted no ha roto nunca un plato?

Yo sí, casi una loza entera.

Me equivoqué a menudo,

otras veces, no tanto.

De nada sirve a estas alturas

decir si yo hubiera sabido…

Tampoco nos facilitaron

boleto de regreso

para volver sobre los pasos.

En la vida no hay moras verdes

que eliminen las manchas de las negras.

Eso  solo sucede

con las de la morera que está cerca del pozo.

Lo que en un momento es,

al poco ya ha cambiado.

El yerro permanece,

aunque intentes borrarlo o sobrescribas.

No nos vale el borrón y cuenta nueva.

Con errores y aciertos

forjamos el destino.

Atrás queda la estela que dejamos,

que como el humo blanco

de los aviones en el cielo,

desaparecerá

después de habernos muerto.

El agua es vida

 

He salido a dar un paseo por el campo. Voy por el Cordel de las Merinas, una de las ramificaciones de las cañadas reales que bajan de tierras castellanas. En un buen trecho transcurre paralelo a la Corbacha, cauce fluvial que es el principal aporte del pantano denominado de Llerena o Arroyo Conejo.  Abastecía a la mayoría de los pueblos de la Campiña Sur. Las precipitaciones de otoño y primavera han sido insuficientes y ha aumentado el déficit acumulado en años anteriores. Actualmente queda en él poco más que légamo.

Ahora recibimos el agua del de los Molinos, en el término municipal de Hornachos. El trasvase realizado años atrás, previendo lo que se avecinaba, nos está salvando de momento, pero también ha disminuido considerablemente el agua almacenada por el aumento de pueblos que se han ido agregando.

 Los ayuntamientos que pertenecen a la Mancomunidad Integral de Aguas de Llerena han activado el plan ante situaciones de emergencia y eventual sequía. Entre las medidas adoptadas está la de limitar la dotación de agua a cada municipio a razón de 189 litros por persona y la posibilidad de subir las tarifas según tramos de consumo. La visión de las cisternas acarreando agua, que parecía olvidada, se atisba de nuevo en un futuro cercano.

Quedan en el cauce de la Corbacha, y en otros pequeños regajos y arroyuelos que vierten sus aguas en él, cicatrices en piedra viva y cantos rodados de pasadas correntías. De cuando llovía noches y días enteros y, tras una clara, las bardas grises asomaban de nuevo sus fauces por poniente, anunciando la llegada de más lluvia.

Hoy tienen las entrañas secas. Yermas de humedades y de vida.  La arena quedó varada a la espera de que una riada la lleve río abajo, hasta donde el caudal aminora su ímpetu y el agua se remansa. Un olmo descascarillado está caído sobre el cauce. Parece la barrera de un paso de aduana. O, más imaginativamente, un grito de auxilio con los brazos extendidos. En tiempos pretéritos, como escribió Antonio Machado el río los empujaba hasta el mar por valles y barrancas. Ahora forman parte del desolador paisaje desde el que algún cuervo lanza graznidos a media tarde.

Paseo por la orilla, siguiendo las veredas que las ovejas dejan marcadas.  La fauna que tenía por aquí su hábitat ha emigrado a otros parajes. La gallineta chapoteaba asustada batiendo sus alas sobre la superficie del agua para esconderse entre las eneas al sentir el paso del caminante. La pitorra, rauda en su vuelo y escandalosa en sus pitidos, no encuentra el barro donde estaba su alimento de lombrices. Patos, cigüeñas, garcetas, garcillas bueyeras… tenían aquí despensa en tiempos de abundancia.

Nos preocupa mucho la escasez y el precio de los combustibles, pero quizás se esté gestando ya la próxima gran disputa por el elemento fundamental e imprescindible de la naturaleza: el agua.

Desnudos e indefensos

Cuando llegaban los primeros calores mi madre quitaba las enagüillas de la camilla. No me gustaba esa desnudez tan repentina.  Me producía la misma sensación que cuando alguien me desarropaba en las mañanas de invierno para espantar la tibia pereza del cuerpo entre las mantas.

Sin embargo, cuando llegaban las noches frescas de septiembre urgía a mi madre para que buscara el jersey en el ropero. Recibía gustosamente el abrazo del calorcito que aportaba. Hasta la mascarilla, que al principio me resultaba engorrosa, ha acabado convirtiéndose en una prenda que echo de menos cuando salgo de casa, como el sombrero o el bastón para quienes los usan, siempre a mano en la percha del zaguán.

Cubrirse la boca y la nariz, si se acompaña de gorra y gafas de sol, es disfrazarse sin estar de carnaval. Sirve para pasar desapercibido esos días en los que uno no tiene ganas de pararse a saludar a nadie y prefiere las callejas a las calles. Una de mis aspiraciones infantiles era hacerme invisible y poder estar entre la gente sin ser visto.

Traslado esas sensaciones a estos calurosos días y me cubro con la grata prenda que ofrecen los recuerdos. A la intemperie, desnudo de defensas, me carcomen la moral tantas noticias desagradables sobre guerras, inflación, espionaje, petróleo, gas, chantajes que llegan del norte y del sur. Hielan unos y queman otros. Y la brisa del Atlántico, que se suponía reparadora, es equívoca y tornadiza a conveniencia. Ayer, sombra de una marcha, hoy fuerza un giro para provecho propio y ridículo ajeno.

Por si fuera poco, en estos días de celo electoral por tierras del sur, truenan “las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna”. Por eso me marcho por el sendero apacible de los recuerdos, como Juan Ramón con Platero huyendo de la fiesta.

Estoy en la plaza de mi pueblo observando a los vencejos alrededor de la torre.

Encaje de bolillos, bordan con sus vuelos un paisaje de lianas cruzadas sobre la tela azul del cielo. La bulliciosa algarabía de sus trinos son los ribetes sonoros de este lienzo. Solo en tiempo de reproducción se posan en los mechinales para alimentar su descendencia. Por cama tienen el aire, blando lecho con sábanas de estrellas que acunan con guiños su sueño en la elevada cresta de la noche. 

Mañanas y tardes de verano. Por la bóveda celeste surcamos con nuestra fantasía infantil los mares, sin veleros, desde una tierra agreste de secano.

Siento volver de este refugio donde ya han cambiado muchas cosas. Cuando lo hago veo patitos seguidos de su numérica prole. Son los precios de los combustibles en el panel de una gasolinera. Póngame cuarto y mitad de esta pesadilla de verano que está a punto de eclosionar con las manos manchadas de sangre y el rostro rojo de vergüenza ajena.

La cultura del esfuerzo

 

El primer centro de educación secundaria en la Campiña Sur se abrió en el año 1955, en Azuaga. Lo llamaron ‘Instituto Laboral Industrial- Minero’, por las minas de la zona. Como nombre específico le impusieron ‘General Moscardó’.

Juan Guardado, que ha sido director del Instituto ‘Bembézar’, sucesor del primigenio laboral, me dio un ejemplar del DVD que realizaron con motivo del quincuagésimo aniversario de su creación. En él se recogen testimonios de aquellos años, narrados por los protagonistas.

Los alumnos de Granja de Torrehermosa disponían para desplazarse hasta el centro en un automotor. Los de Fuente del Arco, del tren de vía estrecha. Para los demás el instituto gestionó la adquisición de un autobús de segunda mano, que pagaron a prorrateo los padres interesados. Procedía de un camión que había sido adaptado. Los carpinteros del pueblo completaron la metamorfosis. Su capacidad aumentó de veinticinco viajeros a sesenta.

Lo cuenta con gracejo su primer director, Juan Manuel Llerena Pachón, ya fallecido. El vehículo era conocido popularmente como ‘La Pepa’ y ‘El Coco’, esto último porque se llevaba a los niños.  El día que lo trajeron de Madrid, con calentones del motor y paradas obligadas por medio, inauguraba Franco la fábrica de cemento de los Santos de Maimona, localidad de la que era natural Juan Manuel. Allí pernoctaron.

El bachillerato era de cinco años. Aparte de izados y arriadas de bandera con el ‘Cara al sol’ y toques de oración, propios de la época, había talleres de electricidad, mecánica y carpintería. Y un inglés con intercambios epistolares. Sacar cabeza y progresar en la vida para quienes no tenían hacienda suficiente pasaba por la emigración o la preparación académica y laboral.

Fue una oportunidad que algunos aprovecharon para estudiar carrera o formarse en un oficio.

Otros se metían de aprendices en pequeños negocios,  de ‘rapas’ en las casas grandes de labranza, que eran las que ofrecían un empleo más estable y en los que generalmente sucedían los padres a los hijos. Habas contadas. El cerote, la lezna, la yunta o contemplar con las manos en los bolsillos cómo venían y se iban los temporales desde la esquina del ejido no era un futuro halagüeño.

Que el hijo de un zapatero, pongamos por caso, sacara con grandes sacrificios una carrera tenía un gran mérito y suponía un orgullo para sus padres y un ascenso social y económico para él.

En estos comienzos no asistían las mujeres al instituto. Se incorporaron posteriormente, pero en edificios separados.

Un ejemplo del interés por estudiar fue el de Juan Puente, un alumno de Valverde de Llerena. Recorrió en dos años más de 20.000 km. en bicicleta para asistir a las clases, lloviera o venteara. El centro le regaló una moto como premio.

Las condiciones sociales y económicas han cambiado, pero el amor propio, el esfuerzo y la constancia siguen siendo valores imprescindibles para cualquier actividad que se emprenda.

Fuego

El fuego es uno de los descubrimientos que más ha contribuido al desarrollo de la humanidad y también de los que más desgracias ha ocasionado cuando no se domina.

Según la mitología griega, Prometeo lo robó de la fragua de Hefesto y se lo entregó a los hombres.  Metió unas brasas en el interior del tallo de una cañaheja, de vistosa y arracimada amarillez. Abunda por estas estribaciones serranas.  El nombre latino de la planta, ‘ferula communis’, hace referencia a su uso como fusta o palmeta.

Nosotros aprendimos en la escuela cómo lo obtenían los primitivos, de forma menos fantástica y más laboriosa. Venía en las ilustraciones de la enciclopedia. Aquellos hombres barbudos y desgreñados, a medio camino entre simios y humanos, lo conseguían con el roce insistente de dos palos. Lo intentábamos, pero solo lográbamos calentarlos un poco.

Recuerdo a personas chocando el eslabón con el pedernal hasta que se originaba una chispa y prendía la yesca seca. Dicen que la mejor es la que se obtiene del hongo yesquero que nace en ciertos árboles con forma de pezuña de caballo. Los niños producíamos chispas golpeando unas piedras blancas contra otras. Los llamamos chinazos.

Nos llamaba la atención ver cómo saltaban chispas cuando las caballerías pasaban por las calles empedradas al anochecido y daban las herraduras contra el suelo. También cuando los hombres del campo sacaban de la faja negra de su cintura el mechero y con un golpe o dos de mano hacían girar la ruedita sobre la piedra. Prendía la mecha larga y dorada que ellos arrimaban con el dedo pulgar a donde se originaba. Soplaban sobre ella para que se ‘empendolase’ el fuego. (Esta palabra, que según el diccionario significa poner plumas a las saetas o a los dardos, la usamos aquí como equivalente a avivar la candela. También cuando un acontecimiento coge mucha relevancia o desarrollo: Por la noche se ’empendoló’ un baile de categoría. Señores del diccionario, que no todo va a ser hacker o friki).

 

 

 

 

 

 

 

 

La cocina de las casas antiguas era su lugar más entrañable. Allí estaba en su sentido más genuino, el hogar, que tiene su corazón bombeando calor desde la candela de llamas, donde las miradas son esponjas absorbentes que captan, hipnotizan y hacen divagar el pensamiento.   El atributo del mando alrededor de la chimenea son las tenazas y quien las tiene en sus manos ejerce de timonel avivador y arquitecto reparador del edificio cambiante de la leña vencida por el fuego. A los niños no nos dejaban porque decían que nos podíamos quemar y, no sé de dónde lo sacaron, que si jugábamos con él, nos orinaríamos en la cama.

Palabras que evocan.   Acuden imágenes de entonces. Trashoguero, llares, trébedes…En el topetón, un dornillo de madera de encina y un almirez dorado. Suelo de baldosas rojas y techo de maderos. Fuera la lluvia y  dentro silencio de lenguas de fuego.

Jugar a la guerra

Jugábamos a la guerra sin saber que no era un juego. No teníamos una idea clara de que nuestros padres y abuelos habían sufrido una en la misma tierra que nosotros pisábamos y cuyas consecuencias tardarían todavía muchos años en desaparecer. Tampoco captábamos el alcance de la que el mundo padeció posteriormente. La segunda barbarie en poco tiempo. Las enciclopedias las resumían en pocas líneas. Azul y rojo y lecciones conmemorativas, pero el día a día quedó para quienes lo sufrieron directa o indirectamente.

Cuando somos niños diez años son una eternidad.  De adulto, veinte no son nada, como dice el tango. Así que las guerras, a pesar del poco tiempo transcurrido entonces, estaban lejos para nosotros. Percibíamos solo a través de los suspiros y las conversaciones en voz baja de los mayores un atisbo al que le faltaban claves.

Nuestras armas en este juego eran sencillas. Podía servir un palo o un trozo de tabla como mosquetón.  Los más habilidosos construían arcos con una vara de acebuche y una cuerda de abacal. Las flechas lanzadas no alcanzaban más allá de los tres metros.

El campo de batalla dentro del pueblo era la manzana de casas que daba a la Plazuela, el rincón de la misma y las esquinas que confluían a ella. O los alrededores de la iglesia. En estas luchas imaginarias el ruido de los disparos y los relinchos de los caballos los hacían nuestras gargantas y el acierto del tiro había que discutirlo con la víctima. ‘¡Estás muerto, te has asomado y te he visto! No, la bala me ha pasado por debajo del brazo’.

Solamente se admitía el acierto de la puntería contraria cuando jugábamos en las gavias, que hacían de trincheras, y en los prados del ejido. Dejarse caer como los actores de las películas en aquella superficie verde nos gustaba.

De las películas de indios copiamos las coronas, confeccionadas con plumas de gallinas. La cara la pintábamos con tizones.

 

 

 

 

 

 

Los caballos sobre los que montábamos eran palos con un trapo de crin y otro de cola. El galope lo ponían nuestras piernas. Las espuelas, los tacones de los zapatos sobre los ijares del aire. Las maniobras de equitación y doma las acompañaban nuestras hábiles cinturas. ¡So! ¡Arré!

Como en las películas, el caballo del valiente siempre corría más que los otros y al jinete nunca le daban las flechas ni los tiros. Si acaso, leves rozones

De las de gladiadores imitábamos la lucha con espadas.  Las nuestras eran romas y de madera y al primer toque eras hombre muerto.

 

 

 

 

Ahora hay mayores que hacen la guerra sin juegos y jóvenes que mueren de verdad en los campos de batalla sin saber muy bien lo que defienden.  De Caín para acá hemos evolucionado bastante en la forma de hacerlo, pero su esencia permanece invariable: matar. Lo hace el depredador mayor que ha habido sobre la tierra: el hombre.