Fueron llegando los ordenadores a los centros de enseñanza poco a poco, con pisadas de ratón sobre almohadillas. Los primeros, rudimentarios, con tarjeta de presentación de MS-dos.
Los maestros más veteranos los miraban con recelo.
Mediaba la década de los ochenta. La informática estaba en pañales y los que debíamos de empezar a utilizarla en pelotas. Comenzamos a familiarizarnos con términos desconocidos hasta entonces: sistema operativo, gigas, pixeles…
Organizaban cursos para formar, con premura y falta de criterios claros. Yo asistí a uno en el antiguo CEIRE (Círculos de Estudios e Intercambios para la Renovación Educativa) de Berlanga. Teníamos que aprender a programar. La ignorancia propia de los novatos, unida a un escaso material y a lo enrevesado del contenido terminaron por desanimar a muchos. No era esa nuestra función ser programadores.
Convocaron proyectos, como el Atenea, restringido a los centros que presentaran solicitud y compromiso de aplicarlo.
Llegó después la expansión con mejoras funcionales. Entonces sí que las ciencias adelantaban que era una barbaridad. Se dotó a las aulas de ordenadores, pizarras digitales, impresoras…
Pero es momento ya de hacer balance, sin negar el indudable adelanto que han supuesto y las ventajas que conllevan las nuevas tecnologías.
Suecia va a revisar y a corregir ciertos aspectos en su utilización. No hay una correspondencia entre su uso y una mejora de los resultados académicos.
Un estudio realizado por la OCDE, ‘Estudiantes, ordenadores y aprendizaje’, pone de manifiesto sus peligros y desviaciones.
Han marginado la escritura a mano, empobrecido el vocabulario, devaluado la reflexión y profundidad en los trabajos, dispersado la atención y la concentración…
Nos señalaron un objetivo y nuestra mirada quedó trabada en el medio que lo facilitaba. Nos deslumbraron las pantallas.
Hay que dosificar y racionalizar su uso. Abogan por utilizar más el papel, los apuntes a mano, la elaboración personal de los trabajos. Menos pasividad y rincones para vagos.
Los entendidos consideran que en las primeras etapas de la enseñanza, que son fundamentales para asentar las bases sobre la que se construirá el edificio de la formación posterior, no debe generalizarse su uso.
Aunque lo de la letra con sangre entra está, afortunadamente desterrado, aprender precisa un poco más de implicación, de concentración y esfuerzo.
Hay un camino que va de los sentidos al cerebro, de lo concreto a lo abstracto, que es preferible recorrerlo con actividades más elaboradas por nosotros, más personales.
En expresión escrita, la caligrafía, los dictados, las redacciones y los comentarios de textos adaptados a la edad, así como en expresión oral las exposiciones coherentes y razonadas, constituyen el armazón de una buena formación académica.
De aquel maestro que describió Antonio Machado con un libro en la mano mientras los colegiales recitaban “mil veces ciento cien mil, mil veces mil, un millón”, un fósil de ámbar conservado en la carcomida estantería de los recuerdos, quizás haya que rescatar algo que no cambia con las modas.