Gira el mundo

La tierra en su periplo alrededor del sol ha echado la cabeza atrás por la inclinación de su eje imaginario y la luz solar nos llega más oblicua desde el sur. Las sombras alargan sus dominios por el hemisferio norte y las umbrías están a sus anchas. Vamos hacia el solsticio de invierno, momento en el que el sol se da la vuelta y comienza su lento ascenso por los paralelos.

Un viaje de ida y vuelta desde el trópico de Cáncer al de Capricornio.

Los viajeros de esta nave vamos como niños en la noria de una feria, festejando los momentos del trayecto en que el sol alcanza su máxima altura y la mínima o cuando cruza el ecuador dos veces al año en primavera y en otoño. Celebramos sobre todo los pasos por las estaciones del invierno y del verano, que no son de salida ni llegada, sino momentos de su órbita en los que saludamos desde las ventanillas poniendo abundante luminaria en las calles o haciendo candelas en las playas.

Siempre la luz como referente.

Y en esos viajes de ida y vuelta vamos consumiendo la vida y nos van llegando los años, sabiendo que cualquiera de ellos será sin billete de regreso y la misma tierra donde duermen las semillas a la espera de otras nuevas primaveras nos dará cobijo eterno.

Vienen jornadas de crepúsculos fríos con luceros de la tarde y la mañana que parecen trocitos de hielo flotando en una gran copa de cielo azul. Si el viento llega con silbos afilados y la escarcha cubre tejados y campos, a la vera del fuego toma asiento. Sin prisas, que en esta época hay lugar para llenar las llamas de derroches y fijar sin premura las miradas en los leños, a la vez que cavila el pensamiento. O solo mirarlos, sin pensar en nada.  Las lenguas oscilantes de la lumbre y brasas rojas en el hogar nos protegen del hálito gélido del norte. Qué añoradas aquellas estampas de chapetas sonrosadas en las mejillas y ojos brillantes de asombro cuando los abuelos relatan cuentos y las llamas de la candela arrojan nuestras sombras contra la pared.

El frío, casi sólido y cortante de la madrugada, deja prendidas bolitas de hielo en los filos alargados de las retamas que, a contraluz de los tibios rayos de sol de la amanecida, se convierten en traslúcidos diamantes.

El carbón de encina en el anafre enrojece a golpes de soplillo. Mi madre prepara el café en un puchero y en un tazón de porcelana lo miga con tostadas, poniendo la nata como cumbre nevada sobre ellas. Amanece. En los tejados, la pelona y en la cañada, el sol entre brumas. El humo de las chimeneas se eleva solemnemente hacia el cielo… Nos vamos al arroyo para romper el carámbano con piedras y, si aguanta, pasar a la otra orilla andando sobre él.

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