El hábito descubre al monje

El psicólogo estadounidense Philip Zambardo realizó en 1971 un experimento en la Universidad de Stanford. Escogió a un grupo de estudiantes entre los que se prestaron voluntariamente para desempeñar por sorteo funciones de guardianes y prisioneros. Una especie de representación teatral y juego de rol con todos los detalles y equipamientos. Porras y uniformes para los carceleros y batas, sandalias y cadenas en los pies para los prisioneros.  Todo con el fin de conseguir el máximo realismo posible.

Los que ejercían el papel de guardianes se lo tomaron tan a pecho que empezaron a vejar, humillar y maltratar a los que hacían de prisioneros. A la vista de los derroteros, transcurrida la primera semana, suspendieron la experiencia para evitar males mayores.

Una de las conclusiones que sacaron es que, dependiendo de las circunstancias, en situaciones límites, pueden surgir héroes o verdugos, personas solidarias o rateros.

El resultado demuestra también la adaptación y obediencia de las personas cuando se les imbuye o inculca una ideología y un apoyo institucional que los ampara y legitima.

El ensayo fue criticado por otros psicólogos debido a su falta de ética y objetividad. Pero la vida nos ofrece ejemplos abundantes de los cambios que se producen en ciertos grupos de personas, según vengan dadas. Las dictaduras tejen un entramado de leyes con las que justifican sus arbitrarias decisiones y los ejecutores de las mismas sienten el amparo y protección que les ofrecen. Caldo de cultivo para que surjan monstruos aberrantes que, a poco que indaguemos, aparecen tras doblar cualquier esquina de la historia.

El hábito no hace al monje, pero nos descubre su forma auténtica de ser cuando por razón del cargo o cambio a mayores de estatus o fortuna, modifica su comportamiento. El poder de los entorchados y los uniformes y del poderoso caballero don dinero. ¡Usted no sabe con quién está hablando!

Los energúmenos en el fútbol aumentan su agresividad cuando se sienten alentados, protegidos o consentidos por las entidades que deberían velar por mantener la seguridad en los estadios.

Despojados de vitolas, aureolas y charreteras, quedan desnudos y en evidencia ante sus conciudadanos. Los más camaleónicos no dudan en confundirse con la maleza de la situación sobrevenida y reconvertirse en ardientes defensores de las nuevas ideas. Del azul al rojo y viceversa solo basta una camisa y un bote de tinte.

Dijo Henry Kissinger que el poder es el mayor afrodisíaco que existe. Un preboste debe de sentir como un orgasmo cósmico al contemplar una plaza a rebosar que lo aclama.

Una combinación de complejo de inferioridad, paranoia y poder puede resultar nefasta en estos casos para la sociedad.

Mas no conviene generalizar. Tenemos que poner en valor el admirable comportamiento de las personas que son consecuentes y mantienen sus ideas y forma de ser con el viento a favor o en contra.  Son paradigmas que enaltecen la condición del ser humano.

 

 

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