Despedida

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Regresó envuelta en los sudarios  del aire, con  la muerte asomada a las barandas violetas de sus ojos. Se sentó en la silla de enea, la costurera,  donde su abuela  hacía encajes de bolillos y bordaba en  bastidor. Por la puerta del corral entraba hasta la mitad de la casa  el sol con su haz amarillo lleno de motitas flotantes,  como aquellas tardes de la infancia.
En un rincón de la sala, la mecedora de mimbre, vacía del cuerpo del  abuelo, donde descansaba un rato después de comer. El reloj de pared, con la llave de la cuerda dentro de la caja, estaba parado desde hacía muchos años. Tardó  en apartar la vista del pequeño espejo rectangular, delante del que  su abuela se peinaba cada tarde antes de sentarse detrás de la puerta a esperar que su marido regresara del campo.
El día que la familia se fue  a Madrid, porque la vida en el pueblo se puso difícil, tenía diez años. Al echar  su padre la llave después de mirar por última vez al interior, sintió una profunda congoja.
Aquel descuaje brutal de su tierra, de  sus amigos, de su casa, para ir a una ciudad donde tuvo  que  empezar a ganarse afectos de gente desconocida fue duro. Su padre, que tenía las manos hechas a las espigas y al arado, las tuvo que adaptar al ladrillo y al cemento. Le costó mucho.
Después de cuarenta y cinco  años volvía para despedirse del lugar  donde  había sido feliz, sabiendo  que el final estaba cerca.
Pasó su mano, delicada y amarillenta, con cariñosa parsimonia por la ajada puerta del corral que da al poniente. La madera estaba reseca y descolorida. Guardaba entre sus grietas  las tardes ardientes de sus  veranos y el azote de los temporales, con  aquel crujir quejoso en las noches de viento cuando  escuchaba desde  la cama caer  el agua de los  canalones sobre  el suelo.
Aledaña estaba la antigua cocina con hornos de carbón en la que su madre pasó tantas horas. Allí comían todos en invierno al calor del fuego de la chimenea, en cuyo   “topetón” había  limones, granadas  y membrillos en otoño.
Era su sentimental y silenciosa despedida.  La hierba que brotaba entre los rollos  se había expandido de forma desordenada, cubriendo todo el patio. Se acercó al arriate.
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Las ramas secas del jazmín se extendían  por las paredes desconchadas. El tinajón que recogía el agua de  canales estaba cubierto de jaramagos. En las tardes de verano hablaba dentro de él para oír el eco de sus palabras. ¡Cuántos recuerdos se agolpaban!
Salió a la calle por la puerta falsa, la que da al ejido. En la piedra adosada a la pared se sentaba su abuelo muchas tardes a contemplar  las puestas de sol. Según el celaje, los cambios en la dirección del viento y las marañas- hay “revolá”, decía él- pronosticaba las variaciones  del tiempo.
El sol ya se ocultaba tras las sierras lejanas.  
Al mes de esta visita, entrado el otoño, cuando el rocío se posa en las hojas y huele a tierra mojada,  se fue por la senda sin retorno. Al jazmín le salió por aquellos días una flor blanca y delicada entre sus ramas secas.

4 respuestas a «Despedida»

  1. Magistral, como siempre. Precioso relato que me ha llegado al corazon. Gracias Juan Francisco por estos ratitos de buena lectura.

  2. ¡Genial,Juan Francisco! Se me ha hecho un nudo en la garganta,tan bien escrito que dan ganas de aplaudir.Porque quisiéramos poder transmitir as´los sentimientos,los pensamientos.Es como volar hasta ahí.Yo que como sabes he vuelto cuando hacía tántos años que nos vinimos se lo que se siente.Siguenos deleitando con tus escritos.Gracias

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