Los piconeros hacen picón con taramas de encinas, con ramón de olivos o con retamas. Queman sin consumir del todo, un equilibrio entre el fuego y el agua que refrena, retiene y frustra la tendencia del ramaje a la extinción. Queda, evitando que se convierta en ceniza, con el rojo de la brasa latente en su negrura. Menudo y seco, para evitar los tizos humeantes que hay que sacar con pinzas del brasero.
Llegaban con sus burros cargados de sacos voceando el producto por las calles. Si no salían las mujeres, llamaban a las casas. Tras el regateo, el trato y la compra. Las cisqueras o carboneras solían estar situadas en una dependencia de los corrales y allí, a hombros, los llevaba el cisquero.
Terminada la venta se reunían en la taberna para aliviar la sequedad de las gargantas y hacer más llevadero el camino de regreso. Ataban los burros en las argollas de las paredes o en las ventanas cercanas. Algunas veces observé que por exceso de libaciones del fruto de la vid, la monta en los asnos se convertía en una aventura complicada. O no lograban encimarse o una vez conseguido el reto resbalaban por la vertiente opuesta.
Hasta que el butano revolucionó los hogares los combustibles principales para cocinar y calentarse fueron el carbón, el picón o cisco y la leña, con una etapa intermedia de infiernillos mantenidos con petróleo.
La comida más frecuente era el cocido. Sobre el anafe se iba haciendo lentamente durante la mañana con la tapadera semiabierta. La mujer, siempre la mujer omnipresente, realizaba otras faenas con el borbolleo de fondo del puchero a la candela.
Para yantares más numerosos o festivos se usaba el caldero colgado de las llares o puesto en trébedes sobre el fuego.
En las cocinillas se pasaban las mujeres la mayor parte del tiempo de su interminable jornada laboral. Allí se desayunaba y se almorzaba, según qué temporadas. En algunas casas servía de comedor permanente, por tenerlo todo a mano. Tarea diaria era también su limpieza. Las pavesas que se desprendían en la combustión se posaban sobre el suelo y los muebles. Además había que retirar las cenizas que se acumulaban.
Disponían las cocinas de anafes portátiles, pero también permanentes, construidos de mampostería sobre un poyo. Desde la abertura de ventilación se avivaba el fuego recién prendido con el soplillo. En esa oquedad, entre los restos de lumbre y cenizas, colocábamos los membrillos en otoño para asarlos. En todos estos quehaceres se usaban las tenazas, siempre a mano, colgadas de una punta o en la sera del carbón
Por la mañana temprano se echaba el brasero aprovechando las cenizas aún con rescoldos del día anterior. Con el soplillo se activaba el incipiente fuego.
En él tostábamos bellotas y castañas, se secaba la ropa en las alambreras en tiempo de humedades y a su alrededor nos lavaban de pequeños y nos ponían la muda limpia.
La alhucema o espliego, ambientador natural, llenaba la casa de intensos aromas camperos al echarlo entre sus ascuas.
Una respuesta a «Cisco y carbón»
Qué bonito texto! He llegado por casualidad aquí. Me encantaría poder leerlo completo. Puede decirme de quién es?
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