Eran tiempos de botos bastos y alpargatas de cáñamo más que de calzado de charol y de zapatillas deportivas de marca.
Un par de zapatos duraba hasta que el dedo gordo pedía paso por la puntera y aún así se le facilitaba acceso al exterior abriéndole agujero. O hasta que se desechaban por no aguantar más cosidos, repuestos de tacones, medias suelas y pases por la horma. Los niños no los rompíamos solo por andar, sino por el ajetreo de la edad. Lo mismo trazábamos raya divisoria para un juego con el lateral que gateábamos a los árboles, jugábamos al balón o nos metíamos en el arroyo buscando renacuajos.
Había dos formas de no gastar zapatos: andar descalzo o sobre zancos. Nos gustaba sentir la superficie del suelo en las plantas de los pies durante las siestas de verano. Cuando llovía construíamos con dos latas y cuerdas unos zancos para meternos en los charcos sin mojarnos, al igual que nos gustaba ponernos debajo de los canalones con un paraguas para sentir el estrépito sobre nuestras cabezas.
Había por los años sesenta bastantes zapaterías en el pueblo. Rondaban la decena. El zapatero que había en mi calle recogía el agua de canales en una cuba. La utilizaba para ablandar el cuero en ella. Tras varios días lo golpeaba con un martillo sobre un rollo liso de piedra.
El trabajo de los artesanos es minucioso, diestro y sin prisas. Dibujaban los zapateros en papel el modelo y sobre el material lo cortaban con la chaveta. Posteriormente lo montaban sobre unos moldes de pies de madera maciza. Lo iban vistiendo como a un maniquí.
Los hombres del campo usaban para las faenas lo llamados botos bastos. Para evitar el excesivo desgaste de las suelas las cubrían con tachuelas y unas medias lunas metálicas en las punteras. Cuando andaban sobre los rollos de las calles o el cemento, formaban un ruido parecido al de las caballerías con las herraduras. Los niños queríamos también que nos pusieran tachuelas en los nuestros.
Los zapateros se sentaban en sillas como las de las costureras y tenían una mesa con muchos compartimentos divididos con tablitas verticales para colocar puntas y remaches. ¡Con qué habilidad elaboraban los cabos uniendo hebras con cerote sobre el muslo! Los usaban para coser abriéndoles caminos con la lezna.
Los zapatos con suela de goma vulcanizada, los del “Gorila”, supusieron una revolución de duración y resistencia. Regalaban una pelota de goma maciza verde con la que nos quitábamos el frío jugando a corra, o sea, a pelotazo limpio y a correr para evitarlos.
¿Puede haber poesía en unos zapatos tirados al borde de un camino? Claro. Hay en ellos mucho trabajo del que los hizo y del que los usó. Tienen la melancolía de todos los abandonos. En los resquicios de su ajado material hay polvo de los senderos y barro de las callejas. Sus huellas hicieron camino. “Caminante, son tus huellas el camino y nada más” ¡Por dónde andarían cuando las sombras buscan las paredes en noches de luna llena! De sus dueños les queda la horma vaciada de sus pies. Boquiabiertos y torcidos por lluvias y soles se quedaron con la boca abierta, a medio camino entre el bostezo y la carcajada.
2 respuestas a «Zapatos»
Puro lirismo,Juan Francisco.
De lo primero que hago,al abrir el ordenador,es irme a tu blog.
Continúa con tu saber.
Un abrazo cordial.
Puro lirismo,Juan Francisco.
De lo primero que hago,al abrir el ordenador,es irme a tu blog.
Continúa con tu saber.
Un abrazo cordial.
Muchas gracias por tu comentario, Mª Pura. Aquí seguiré mientras el cuerpo y la cabeza aguanten. Un abrazo.