Cuando se tienen veinte o treinta años se visita, generalmente, poco a los médicos. A la farmacia se va, si acaso, a comprar pastillas ‘Juanolas’. Por esas décadas donde el caballo de la juventud trota pletórico de fuerza tuve un talonario de recetas que, como a las fotos, se le fue poniendo el tiempo amarillo sobre los bordes en el cajón de la mesilla. Si venía un resfriado, su estancia era liviana y pasajera. Con una aspirina y un vaso de leche caliente le daba el pasaporte.
Pero con los años empezaron a salir goteras en esta vivienda que me alberga y para evitar que por un madero se fuera la techumbre comencé a poner remedio con visitas obligadas a las consultas médicas. Y aquí me encuentro, coleccionando nombres de medicamentos y poniendo botanas según van surgiendo las fallas. Me queda el alivio de que no estoy solo en estos trances. Dicen que el mal de muchos es el consuelo de los tontos. Cuando surgen entre amigos conversaciones de achaques y dolencias te enteras de que esas pastillitas de la tensión que tomas tú las toman también otros. Reconfortado por padecimientos compartidos, afortunadamente leves y evitables hasta ahora, doy gracias a la vida porque, aun con los chirridos propios de los ejes que han andado por muchos caminos polvorientos, el carro sigue animosamente rodando.
Hay algo, no obstante, que no he logrado superar. El temor que me producen las visitas a los galenos, pese a la repetición de las mismas. Cada vez que voy, unas garras atenazan la boca de mi estómago, así que si puedo las retardo. Admiro en las salas de espera la tranquilidad que aparentan algunos pacientes. Charlan de cualquier tema, como si no fuera con ellos.
Mientras llega el turno hay tiempo para la observación. Cuando el paciente sale de la consulta, si todo ha ido más o menos bien, el gesto de preocupación con el que entró le cambia la cara y se va con alegría: ¡Ahí se quedan ustedes! Da la sensación de que ha dejado dentro una piedra de quintal. Y es que hay un componente emocional en las enfermedades que necesita más una palabra de ánimo que un anaquel repleto de medicamentos.
En los interrogatorios protocolarios que los médicos hacen siempre salen el alcohol y el tabaco. Las respuestas tienden a quitarle el colmo a estos datos, tal cual hacía el tío de los ‘tostaos’ a cambio de los crudos. Tiene usted que reducir la ingesta de alcohol. Esta palabra me suena a hazaña y también a cólico de los de estar toda la noche de la escupidera al catre. Me tomo mis copitas. En diminutivo, para que parezcan menos.
Haciéndome una ecografía, mientras el doctor me pasaba el aparato por la barriga, yo me fijaba en su cara. Fue seguramente un gesto involuntario, pero a mí me pareció que puso cara de asombro y arqueó una ceja. Deduje que algo malo habría visto.
Esperé fuera a que me dieran los resultados. Al poco me entregaron el sobre que pude haber abierto para enterarme, pero no lo hice. Así lo conservé hasta que fui al médico que me prescribió la prueba. Todo está normal, no hay nada anómalo, me dijo. Las palabras me hicieron efecto de inmediato. ¡Qué alivio sin medicinas!