Ahora que no creo que mi cuerpo cuando muera sufra una combustión interminable entre llantos y crujir de dientes y que ya no tengo miedo a los demonios con tridente y rabo, cualquier día de estos que esté la iglesia abierta y sola entro para sentir la inmensidad del aislamiento entre sus anchos muros y la altura de sus techos. ¡Cómo envuelve a la soledad el silencio de las iglesias vacías!
Quiero entrar por ver si encuentro detrás de algún retablo la inocencia que tuve de niño. Tal vez mi crédula ingenuidad se esconde entre un ramo de lilas o azucenas de las que por Semana Santa ornan de color y aromas los altares. O quizás flote errática y extraviada buscando a su dueño en el haz de luz y polvo que desde las vidrieras llenan el suelo de colores. ¡Quién sabe si huyó ensimismada tras los ecos de sermones encendidos de aquellos predicadores que turbaron mi sueño infantil con atónitos desvelos! ¿Se elevaría hasta las nubes montada en un potro de incienso? ¡Qué fácil es creer cuando solo hay fantasías! Siempre que entraba de niño a la iglesia dirigía mi vista al sagrario convencido de que allí estaba otro niño que me miraba y lo sabía todo de mí.
En el viejo mecano algunas piezas ya no encajan. El lógico discurrir del pensamiento produjo salientes y entrantes que hacen difícil el ajuste. Evanescentes halos de cuentos infantiles quedan de la inocencia en el recuerdo. No obstante, ¡qué respeto y admiración siento por quienes conservan sinceramente intactas las creencias que recibieron de sus antepasados!
¿Quién no duda de todo alguna vez y se hace preguntas que no tienen respuestas?
Aun así, siempre hay una puerta abierta al infinito. “Quien habla solo espera hablar con Dios un día”, escribió Antonio Machado. De aquellos ilusionados años infantiles queda la liturgia, las ceremonias en días de grandes solemnidades, los cánticos gregorianos de la ‘schola cantorum’, las adoraciones nocturnas y su bello himno: ‘Cantemos al amor de los amores”. Oficios de primavera con altares llenos de flores, ecos lejanos de campanas que llegaban hasta el campo y, desmayadas, caían como alondras en los surcos del barbecho, dobles de muertos, repiques de gloria… Las exploraciones de monaguillo por todas las dependencias, desde la sacristía a los misteriosos cuartos de la torre: el de Santiago y el de los moros.
Hoy es Viernes Santo. Me vienen a la memoria la acción del cura al postrase en los oficios de la tarde, la procesión de la soledad: hileras de fieles en silencio con vacilantes llamas en los pábilos de las velas caminando tras la cruz en la que Cristo murió crucificado. Blanco lienzo al viento colgando donde estuvieron sus brazos. Con siete puñales clavados en un corazón dorado iba la madre llorosa con la corona de espinas en las manos. Y la luna llena. Desde un rincón en penumbra desgarraba la noche la saeta tal como se rasgó en el templo el velo la tarde en que expiró Jesús. Y, estremecido, el aire se transformaba con emoción de vello electrizado en la piel de los presentes. Yo miraba al cielo por si estuviera Dios apoyado en las barandas de plata de la luna llena viendo pasar el cortejo.