Los hombres mayores se reunían en determinados lugares del pueblo. Se buscaban unos a otros como hacen las golondrinas al final del verano en los cables del tendido eléctrico.
En mi pueblo se juntaban cerca de la escuela. Algunos jugaban a las cartas sobre una piedra lisa, otros charlaban. Ponían cartones para sentarse o traían banquetas de casa. Buscaban solanas en invierno y sombras en verano. Allí acudían por las mañanas mientras las mujeres hacían las faenas.
‘Vamos a ver si nos quieren dar de comer’, decían como despedida, levantándose con dificultad y pasos renqueantes. Por las tardes volvían a la tarea de echar el tiempo atrás hasta la hora del crepúsculo. Algunos compañeros míos saludaban a sus abuelos y otros nos deteníamos un rato a escuchar sus charlas y observar sus juegos.
Me atraían sus conversaciones, sobre todo las que trataban de tiempos pasados que a nosotros nos parecían muy lejanos y que ellos tenían muy presentes. Los años de la guerra y los posteriores cuando la carpanta reinaba en las mesas y por los campos de España cruzaba errante la sombra de Caín, como escribió Antonio Machado.
Ya quedan pocos de los que lucharon en la incivil contienda del 36. Los nacidos en ese año tienen ahora ochenta y uno, así que los que fueron arrancados de sus casas para ir al frente rondarían los cien, salvo la “quinta del biberón” que fue llamada a filas en la zona republicana cuando tenían diecisiete años.
Cada uno daba su versión de aquellos trágicos años. Referían sus vivencias, todavía con miedo y con voz queda. Una visión parcial, detalles, anécdotas, porque a la mayoría se les escapaban las causas últimas de aquella lucha fratricida.
Cuando algún forastero de similar edad llegaba al pueblo y se unía al grupo le hacían una pregunta recurrente: ¿Y a usted, donde le cogió la guerra?
Siempre me han causado un gran respeto las personas mayores y sobre todo aquella generación que sufrió tanto. Nos enseñaban en casa y en la escuela a cederles la parte interior en las aceras, a hablarles de usted y a hacerles cualquier mandado que nos pidieran, sobre todo ir al estanco a por tabaco. Aquellos paquetes verdes de picado y sus libritos de liar. Como recompensa nos daban un caramelo de la marca “pictolín” que siempre llevaban consigo. Nosotros les decíamos, déjelo usted, como nos tenían enseñado, pero al segundo ofrecimiento lo cogíamos dándoles las gracias. Usaban fajas negras de varias vueltas en su cintura, quebrada de tanto agacharse a la tierra y soportar cargas más propias de bestias que de personas. En invierno usaban chalecos de pana con reloj de bolsillo el que lo tenía.
Las costumbres han cambiado. Antes los viejos se quedaban en sus casas con sus descendientes hasta el final de sus vidas. Los que no tenían hijos acababan en el asilo, que entonces se consideraba casi como un menoscabo. Ahora hay residencias y pisos tutelados en los pueblos, lo que libera a los hijos que tienen que trabajar y no los alejan a ellos de su entorno. A los que están en sus casas les llevan la comida. Un gran logro social que debe mantenerse y consolidarse y que habremos de usar casi todos.