Viajar

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Desde el sureste  de la provincia de Badajoz, equidistante del triángulo Badajoz-Sevilla-Córdoba, a los pies de las estribaciones de Sierra Morena, que extiende sus lomos hacía el mediodía, viajar en los años cincuenta y sesenta no se hacía por afición  ni  por llenar el tiempo libre de andanzas placenteras.
Sólo la necesidad de la visita médica, la gestión ineludible o la desgracia familiar ponían en camino a las personas mayores. Ni los medios de locomoción ni los trazados de las carreteras invitaban a abandonar el tranquilo devenir de la rutina. Independientemente de que los tiempos no estaban para hacer turismo.
Los viajes en tren se hacían  pesados. Las horas de salidas y llegadas eran aproximadas. Además de las paradas en las estaciones existían las de los  apeaderos y alguna imprevista: “¿Por qué paramos ahora?”
El viaje a Badajoz requería, y requiere, trasbordo en Mérida. Para ir a Sevilla nos han dejado un tren diario. De momento. Cada vez que hay restructuraciones tememos una merma de este servicio.  El tren sigue siendo   por aquí  la asignatura  pendiente que se les atraganta a los malos estudiantes.
Coches particulares había muy pocos y los taxis se utilizaban para urgencias imprevistas y viajes cortos. Sin embargo los taxistas se las ingeniaban para organizar viajes cobrando por plazas, quitando viajeros a los servicios regulares. Conocían los intríngulis de la ciudad. Informaban a los clientes poco duchos en gestiones burocráticas  sobre la localización de organismos oficiales y sugerían a los enfermos la visita a la consulta particular del galeno en cuestión para aligerar esperas en aquel edificio rojo que descollaba  solitario  desde la carretera de Sevilla: la Residencia de la Seguridad Social, hoy Hospital Materno Infantil.
En los alrededores de la antigua estación de autobuses de Badajoz, cerca de Puerta Pilar, una mujer osada y con indisimulado descaro, ofrecía paquetes de café “Camello” a catorce duros. No los llevaba consigo, pero, hecho el trato, se alejaba un momento y los traía.
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A Sevilla iban pequeños comerciantes a surtirse de productos para sus tiendas. Entre otros establecimientos a  los almacenes Peyré de la calle Francos, los almacenes textiles más antiguos de la capital andaluza.
Se iba  por la carretera de Culebrín, el nombre describe a la perfección  su sinuoso y estrecho trazado. Después  la cuesta de la Media Fanega, topónimo que recuerda  el peaje que se abonaba  por la ayuda de las caballerías que se prestaban. Montado en el autobús, que bramaba y desprendía espirales de humo negro en las cuestas, se perdía de vista el asfalto y  asomaba el precipicio en cada curva. Tras casi cuatro horas de marcha el viajero llegaba a su destino con el mundo dando vueltas a su alrededor y con más ganas de acostarse que de gestionar asuntos, frecuentemente después de haber arrojado  en el trayecto el desayuno.
Los cosarios eran personas  que iban y venían asiduamente a la ciudad llevando y trayendo encargos. Igual te traían un impreso oficial que  una caja de bombones o un décimo de lotería.
Por no poder o no querer viajar muchas personas murieron  sin ver el mar. Solo el que formaban las espigas movidas por  la brisa, verde en primavera y dorado en verano,  llenaba  de olas la retina de sus ojos.

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