Una tarde de verano, cuando el sol se acercaba al horizonte, llegamos en bicicleta al arroyo de la Corbacha. El agua en este tiempo ya no corre por su cauce, pero hay un charco, llamado “Molineta”, que la mantiene en el estiaje por la afluencia de varios manantiales cercanos de antiguas huertas. En la orilla se conservan los restos del antiguo molino que le da nombre. Dista unos cinco kilómetros del pueblo y accedemos a él por caminos que transcurren entre olivares. Era el lugar al que acudíamos a bañarnos.
Ni éramos ya niños ni todavía adultos. Estábamos en ese magma indeciso y difuso de la pubertad con mucha vida afectiva por descubrir. Allí estaban bañándose las tres mozas que nos traían de cabeza a mis amigos y a mí. Nos acercamos como perros que esperan caricias, con la cabeza agachada. Dimos las buenas tardes y nos situamos en la orilla para quitamos la ropa. El bañador lo llevábamos debajo, puesto de casa.
Empezamos a chapotear a cierta distancia de donde estaban ellas. Dijimos las cuatro tonterías que se dicen cuando no se sabe qué decir.
El sol se ocultó tras la sierra y la sombra se extendió por toda la vega. De pronto sentí una mano en mi hombro que estremeció mi cuerpo. Oí una voz suplicante que primero me asombró y después me paralizó.
“¿Quieres ayudarme a nadar? Es que estoy aprendiendo y tengo miedo de ahogarme. ¡Anda sujétame!”
¡Madre del amor hermoso, qué compromiso!
Estas jóvenes, algo mayores que nosotros, tenían alquilada una casa en el pueblo para pasar el verano. Habían llegado hacía unos días y desde entonces tenían al pueblo revuelto. A nosotros porque nos gustaban y andábamos detrás de ellas dando dos pasos seguidos con el mismo pie. A los mayores porque se escandalizaban, no porque fuesen unas libertinas sin freno, sino porque se saltaban costumbres y formas hasta entonces infranqueables. Soliviantaron al púlpito desde donde se lanzaron proclamas en defensa de la honestidad y contra la vida licenciosa: ¡Puras y castas hasta el altar! Se santiguaban las viejas escandalizadas: “¡Dónde se habrá visto semejante cosa! ¿Adónde vamos a llegar?” Los visillos se mantenían en guardia permanente, día y noche, para observar el desarrollo de los acontecimientos.
Las vecinas iban a misa con velo y escote bien cubierto. Los varones con manga larga y botones abrochados hasta el último botón.
Los únicos canales que debían estar a la vista eran los de las huertas y las delanteras que ostentaban poderío eran las del R. Madrid o el Barcelona. Nada de canalillos.
En esas estábamos cuando arribaron estas jóvenes que nos encandilaban y provocaron un seísmo en las formales rutinas del pueblo. Las compuertas del agua retenida se abrieron y llenaron los canales de luz y agua fresca. Los ajustados suéteres mostraron el poder de evocación de las pecheras. Los inexplorados terrenos de los deseos abrieron caminos a pensamientos que saltaron los cercados de los convenciones.
Nuestros horarios de entrada y regreso a casa se descuadraron considerablemente hasta el punto de tener sobre aviso a nuestros padres. Pero nosotros andábamos con el primer celo y no atendíamos a razones.
Volvamos al agua de la Corbacha, en donde me quedé sin acción y sin reflejos entre adelfas y juncos. Le puse mis manos en su vientre y recorrimos un trayecto hasta las junqueras que crecían en medio de la charca.
Se había ocultado ya el sol detrás de la sierra y quedaba el campo envuelto en una penumbra difusa entre el croar de las ranas y el grillar metálico de los grillos. Despuntaba el lucero. Me acordé de Gabriel y Galán: “Que una moza casadera no debe estar en la era si no está el sol en el cielo”. Eso era en mi cabeza porque mis manos seguían rígidas e inmóviles sin atreverse a ningún movimiento.
“Gracias por la lección, ya casi sé nadar”. Fuese y no hubo más.
Años después se estrenó la película de Robert Mulligan, ‘Verano del 42’. Fui protagonista con Hermie (Gary Grimes) de la aventura adolescente tan hermosa que vivió con la bellísima Dorothy, (Jennifer O’Neill). Yo no le ayudaba a llevar paquetes ni aparecí un anochecido por su casa cuando Dorothy recibió la triste noticia del fallecimiento de su marido. Tampoco estuve en aquella isla de Nueva Inglaterra de vacaciones, pero la música de Michael Legrand me transporta cada vez que la escucho al río donde tuve en las palmas de mis manos una sirena que recreé tantas veces cuando soñaba despierto. Los amores tienen siempre un verano que es alba irrepetible a las puertas de la vida, aunque yo no fuera Hermie, sino una estatua en medio del agua que solo rozó con sus manos los bordes de la gloria.
2 respuestas a «Verano del 42»
Es un deleite leerte Juan Francisco, es como un extasi en tiempo.
Es un deleite leerte Juan Francisco, es como un extasi en tiempo.
Muchas gracias, José. El poder de evocación y de conmover de la lectura es la meta que persigue todo escritor.