Hasta no hace mucho tiempo a los muertos se les velaba en sus casas. Y si era posible que el enfermo terminal muriera en la cama donde pasó tantas horas de su vida, unas buenas, otras cavilando y otras malas. Una leve satisfacción ante lo irremediable.
Era profundamente emotiva la salida hacia la eternidad en el ataúd llevado por amigos y parientes por la puerta que cruzó tantas veces cuando vivir era afán y rutina de plácidos días. Momento que exteriorizaba el dolor y el llanto.
Cuando empecé a dar pésames y asistir a cumplimientos para iniciarme en los ritos y costumbres que te introducen en la sociedad adulta recuerdo que entraba en las casas mirando de reojo al lugar donde tenían al cadáver con esa curiosidad morbosa que atrae y atemoriza. Mis primeras imágenes son las llamas de las velas lanzando sombras a las paredes de una habitación en penumbra, las manos cruzadas en el pecho del difunto y el rezo del rosario musitado por mujeres enlutadas. Leía yo por aquellos tiempos a Bécquer: “La luz que en un vaso/ardía en el suelo, /al muro arrojaba/la sombra del lecho; /y entre aquella sombra/veíase a intervalos/dibujarse rígida /la forma del cuerpo”. Después, claro, llegaban las pesadillas.
(El velatorio, de José María López Mezquida)
Los vecinos desempeñaban un papel importante en estos momentos de dolor y desconcierto que supone la muerte. Acarreaban sillas de sus casas y se encargaban de los trámites primeros, como avisar al cura para que diera la señal, ese toque de campanas que saca a las puertas de las casas a la gente preguntando por la identidad del fallecido.
Para los hombres que iban a manifestar sus condolencias se reservaba una parte de la casa, generalmente al final de la misma, próxima al corral y otra más, cerca de la entrada, para las mujeres. Siendo la muerte un suceso triste siempre no eran iguales los velatorios cuando se moría una persona joven, donde el silencio se corta, que cuando era una persona mayor con la vida andada, en que hay más conformidad y relajación.
El tiempo de permanencia en las casas de los que iban a dar el pésame y a cumplir dependía del grado de parentesco y amistad. Pasaban la noche entera los familiares, amigos más allegados y los vecinos más cercanos. Los hombres fumaban sin descanso. Se ofrecía un cigarro y se aceptaban los de los demás. Y se hablaba de todo, referencias del muerto y temas que caían a pelo. Cuántas cosas curiosas escuché en las largas noches de los duelos sobre la vida en el campo, los amores de mozos, las riñas por celos…
Las vecinas se encargaban de preparar la comida para los dolientes. Trajinaban de unas casas a otras y concertaban el menú y la participación de cada una de ellas. Cocinaban en sus domicilios y traían la comida. Hacían una lista con los nombres de las que habían colaborado y de aquellas que querían participar en los costos para entregarla a los deudos del difunto.Costumbre, la del prorrateo de los costos, que permanece.