Los pasos destacan en la noche como palmas de sereno y las calles se convierten en un puzle de sombras. Aumentan las percepciones de los ruidos y las siluetas parecen emboscadas cuando doblan las esquinas. El bullicio urbano va cayendo cual pavesa en el silencio, como el aire denso y desmayado de la siesta en el verano. Un anónimo envuelto en un abrigo busca refugio para reposar su cuerpo magullado por los violáceos moratones del destino. Hundirse en la cueva de los sueños y olvidar por unas horas la crudeza de su vida es un alivio. Quedan solas las farolas. Algunos coches rezagados huyen a escape del alud negro de la madrugada. Dejan una estela de estampidos que el fondo de la oscuridad engulle. Las celdas encendidas de los bloques van cerrando sus pupilas poco a poco, guiño a guiño, como burla al que no tiene cobijo. Cuando amanece, el primer sol ambarino delimita de nuevo las rutas del trajín y vuelven los chirridos. En un rincón de un parque los cartones extendidos, el “tetrabrik” de vino y un bulto envuelto en un abrigo que se despereza en la orilla de los marginados. La miseria vive un nuevo día hasta que la noche dé un respiro. Los sueños son el único consuelo de quienes se acuestan sobre el hierro frío.