Muchos de ustedes conservarán en las piernas, en los brazos o en los hombros unas señales, como sellos de lacre blanco sobre la piel. No era para marcarnos como reses, sino que son las huellas de las vacunas que nos ponían.
A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta había brotes de poliomielitis. Hasta 1955 no se dispuso de una vacuna para prevenirla, la del investigador estadounidense Jonas Salk. En 1962 fue autorizada la de Albert Sabin, virólogo polaco de origen judío, nacionalizado estadounidense. Con su administración se ha logrado reducir en un 99 % esta enfermedad que tantos daños de parálisis e invalidez ocasionó. Solo en zonas muy pobres y marginales del mundo constituye todavía una amenaza.
Otra enfermedad vírica frecuente entonces era el sarampión. Fue el microbiólogo estadounidense, Maurice R. Hilleman quien creó la vacuna para combatirlo. Este eminente científico desarrolló más de treinta y seis tipos de vacunas, entre ellas las de la rubeola y la meningitis. Miles de vidas salvadas gracias a estos investigadores.
También se daban casos de tosferina, difteria, viruela…
El primer diagnóstico cuando se tenía fiebre lo daba la vecina que había ido a visitar al enfermo. Eso es que ha cogido frío. Lo decía para aliviar la preocupación de la familia, eludiendo referirse a esas enfermedades más graves que entonces no eran infrecuentes. Después llegaba el médico de cabecera que, tras la auscultación con el fonendoscopio y la bajada de la lengua con una cuchara, prescribía el tratamiento. Los padres no quedaban satisfechos si no mandaba inyecciones de antibióticos. Tan deseada fue la llegada de la penicilina a España que cuando se produjo la convirtieron en la panacea de todas las curaciones. Así que vengan botes de ‘Farmapen’ y practicantes y barberos con el ritual de la cocción de jeringas y agujas y el miedo de los niños a los pinchazos.
Estando en el seminario nos llevaron al centro sanitario de los Pinos, en Badajoz, cerca del colegio Juan XXIII, para hacernos la prueba de detección de los anticuerpos de la tuberculosis. Nos dieron un pinchacito en el hombro y a esperar la reacción. Con once o doce años no sabíamos si era bueno que se pusiera roja la zona, que salieran ampollas o que picara. La enfermedad del bacilo de Koch, por muy romántica que fuera y la sufrieran personajes literarios como Margarita Gautier, ‘La dama de las camelias’, nos asustaba. Así que pasamos unos días hasta la nueva visita al centro sanitario mirándonos al espejo y comparando la reacción que nos había producido con las de otros compañeros.
En el campamento del servicio militar nos vacunaron en poco tiempo de todo lo habido y por haber. Algunas daban reacciones con un poco de fiebre. Una de las veces, nos pusieron en fila india y teníamos que pasar por lo que yo imaginé como otras horcas caudinas, aunque sin deshonra. Al pasar por el primer control dos sanitarios, uno a cada lado, nos embadurnaron con yodo los brazos. Un poco más adelante nos esperaban otros dos para ponernos lo que dimos en llamar, las banderillas.
Actualmente hay un plan de vacunaciones que ha conseguido disminuir considerablemente aquellas enfermedades de nuestra niñez, cuando no eliminarlas en su totalidad, como el caso de la viruela, declarada oficialmente erradicada en 1980.