Vacaciones de Navidad.

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Columna Raíces en el periódico HOY de ayer viernes

 El prefecto nos recomendaba  hacer un horario para las vacaciones. Había tiempo para todo si lo distribuíamos bien.  Así que en los días  anteriores   a las mismas nos dedicábamos  con gran regocijo  a su confección,  más por recrearnos mentalmente en el  disfrute que preveíamos  que en los beneficios organizativos que pudiera  depararnos su aplicación. Hacíamos dos y los repasábamos y retocábamos con frecuencia: uno por si llovía  y otro por si hacía sol.

 Esa anticipo programado de lo que pensábamos hacer  nos transportaba imaginariamente a nuestros pueblos,  a los que no íbamos  desde octubre y añorábamos constantemente.

 Distribuíamos  las horas   entre paseos  en  bicicleta, partidos de fútbol, comidas, misas,  rosarios, televisión, que entonces era novedosa, y  lecturas, por indicación imperativa del superior.  Esos eran los propósitos, aunque cuando llegaba el momento  de llevarlos a la práctica nos adaptábamos sin problemas  a  las circunstancias  sobrevenidas   y que no eran otras que dilatar  el tiempo de juego de orilla a orilla de la jornada. Los primeros días de vacaciones ayudábamos a montar el portal en nuestras casas o  en la de  algún amigo.  Íbamos al ejido con  azadón y cuchillo para recortar y extraer   “magro”, que así llamamos por aquí a pedazos  de hierba  con sus raíces. Buscábamos  el papel de plata que traían  las libras de chocolate para simular el río donde lavaban las lavanderas, mocos de los desechos de las fraguas para los montes y papel  de   celofán rojo para la lumbre alrededor de la que  pasaban la noche los pastores.

 Aún éramos pequeños para los guateques y reuniones que vendrían en años posteriores y que ocuparon muchas horas  de nuestro tiempo adolescente.

 Antes de que el consumo y las disponibilidades económicas degeneraran en hartazgos y derroches,  el plato principal de la cena de Nochebuena solía ser  arroz con bacalao o un pollo de corral en escabeche acompañados por vino  de la tierra para los mayores. Postres  sencillos, pero exquisitos, como el arroz con leche y las “puchas”,  a base de agua, harina, canela,  leche y azúcar que  las manos diestras de las madres y abuelas elaboraban.

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 Lo peor era el regreso al internado. Los buenos ratos con los amigos, los juegos, la familia… Arrancar de cuajo esas vivencias y  las  entrañables  horas al brasero para llegar al mármol frío y la  humedad de los pasillos   era un golpe cruel a nuestros cuerpos y sal para el sentimiento en carne viva. Éramos poco más que unos  niños.

 En la maleta llevábamos las manos de nuestras  madres en los pliegues de la ropa y los olores de la casa recién abandonada. Abrirla en aquel dormitorio del internado era esparcir añoranzas, sobre todo  en    los anochecidos, esas horas de luz entreverada e incierta en que arrecian las tristezas.

 Los recreos de los primeros días los pasábamos en los rincones del patio rumiando recuerdos  y rememorando  con los paisanos vivencias recientemente compartidas  en el pueblo. Tardábamos varias jornadas en superar la murria; algunos más, tanto que eran llamados por los superiores para intentar aliviar su abatimiento.

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