La colación más común en las navidades de hace muchos años era una caja de mantecados de Estepa y una botella de anís de Cazalla.
Lentamente fue llegando el desahogo y con él la televisión nos enseñó otras formas de celebrar estas fiestas, otras comidas y bebidas que fueron incorporándose a nuestros menús.
Saltaron tapones de champán que certificaban en el techo con matasellos la arribada de la prosperidad y el derroche. Las mesas se llenaron de mariscos, carnes, turrones y refinados licores.
Papá Noel no había llegado aún con su trineo tirado por renos desde las lejanas tierras nórdicas para usurparle a los Magos su protagonismo, ni el acebo ni el muérdago adornaban nuestras casas. Sólo el portal con las lavanderas en el arroyo, los pastores a la lumbre y la estrella del rabo plateada señalando a los Reyes Magos el lugar donde se hallaba el establo con una mula y un buey junto al recién nacido. La noche de la ilusión, la de la magia entraba por fogones y ventanas y dejaba un balón, una muñeca, un diábolo y un puñado de caramelos esparcidos por el suelo, cuando aún había niños que encontraban en los días que derriban las puertas, sus abarcas vacías, sus abarcas desiertas, como magistralmente escribió Miguel Hernández. Tornó la mesura a saciedad de juguetes, olvidados en un rincón al día siguiente. Llegaron los móviles de última generación, que no son juego, sino absorción de las seseras. Y en esas estamos.
La Nochevieja era entonces una noche más en nuestros pueblos que daba entrada sigilosa al año nuevo. Pero nos llegaban imágenes de saraos llenos de guirnaldas, serpentinas y confetis festejando alborozadamente la despedida del año y nos fuimos uniendo al cortejo unificador de costumbres. Primero se hicieron reuniones en casas o cocheras donde se bebía y se bailaba con música de radiocasete o tocadiscos. Después nos incorporamos de lleno a la vorágine de despedidas ebrias con bullanga y besos de buenos deseos y prosperidad a discreción. Todos unidos en la resaca de Año Nuevo.