Cuando unos padres nos muestran a su hijo recién nacido lo primero que hacemos, después de piropearlo por su guapura y monería, es buscarle parecido con alguien de la familia. Para no quedar mal con ninguna rama distribuimos semejanzas a las dos partes. La barbilla es de tal, pero los ojos son vuestros.
Ahí está un nuevo ser presentando sus cartas credenciales a la vida. De momento lo avala solo la genética heredada. Vendrán después otras variables, que lo irán conformando a lo largo de su existencia.
Cuando vaya creciendo empezarán a manifestarse sus aptitudes y sus carencias. El cincel de sus vivencias, placenteras unas, desagradables otras, irá completando su personalidad. Las dos castas intentarán atribuirse las virtudes, dejando las más problemáticas para la otra parte. ¡A quién habrá salido este niño?, exclamará la madre, es un decir con viceversa, mientras mira con el rabillo del ojo al cónyuge.
He vuelto a ver estos días la serie ‘La forja de un rebelde’, autobiografía del escritor Arturo Barea, nacido en Badajoz en 1897 y muerto en el exilio inglés en 1957. Entre esas dos fechas sucedieron la guerra de Marruecos y la civil española con todas las calamidades que ocasionaron. Su vida y las de quienes las padecieron no hubiesen sido las mismas sin haberlas vivido.
¿Estamos predeterminados por nuestros genes o somos producto del ambiente en el que nos desenvolvemos?
Cada uno de nosotros es el resultado de tres confluencias que hacen que seamos únicos e irrepetibles: la herencia genética, el ambiente compartido y el exclusivo de cada uno.
Matt Ridley, autor de la obra ‘Genoma’, sostiene que aproximadamente el 50% de nuestra forma de ser es genético. El 25% está influido por el ambiente compartido y el otro 25% lo es por factores ambientales no compartidos, o sea, las vivencias personales exclusivas.
Se han analizado casos de gemelos separados al nacer y criados en familias diferentes. Parejas de recién nacidos sin parentesco entre sí, adoptados por la misma familia y gemelos criados en idéntica familia, donde solo el ambiente exclusivo (distintos amigos, distintas lecturas, distintas experiencias…) marca claramente las diferencias.
No hay dos personas iguales. Ni los gemelos univitelinos lo son. El genetista Shiva Singh tras analizar cerca de un millón de marcadores de gemelos, señala que el 12% de aquellos puede variar. Las células se multiplican y diferencian al desarrollarse y pueden perder o adquirir ADN adicional. O sea, que el genoma no es estático.
Por eso cuando muere alguien desaparece un ser único e irrepetible que merece el máximo respeto porque se va con él una singularidad que no volverá a repetirse jamás. La generación que padeció los malos tiempos de la posguerra y ahora está sufriendo bajas por la pandemia del COVID-19 lo merece, aunque su ciclo vital esté en el último trecho del camino. Gracias a su trabajo y sacrificios pudimos alcanzar el bienestar que disfrutamos hoy.