La lágrima resbala en la mejilla
sin palabras ni aspavientos.
Baja el pómulo
y acelera su caída
hasta unos labios temblorosos,
en silencio:
sal de carne dolorida,
ave sin alas que se pudre dentro
de lacerada herida,
asoma en la pupila neblinosa
y fluye por los surcos del olvido
hacia el mar seco de los sufrimientos.