Sucedió en mi pueblo a comienzos de los años sesenta. Había un grupo de hombres jugándose el dinero a las cartas en un reservado de uno de los bares del pueblo. Luz macilenta y “caldo de gallina” en el ambiente. En aquellos tiempos estaban prohibidos los envites con los naipes y los que se arriesgaban buscaban lugares discretos dentro de los locales, como la conocida como “sala del burro”.
Aquella noche al entrar la Guardia Civil sorpresivamente en las sala, como solía hacer en algunas ocasiones, disolvió la reunión con algo más que palabras. Los jugadores no tuvieron tiempo nada más que de recoger lo que no cayó al suelo con el alboroto y la timba terminó como el rosario de la aurora, saliendo cada uno por la puerta que tenía más cercana.
Los parroquianos que estaban en la barra abandonaron prudentemente el local con el último sorbo de vino en la boca para evitar algún posible contratiempo. Sólo uno, con una melopea de no te menees y que había observado la entrada de los guardias y la salida impetuosa de los admiradores de Heraclio Fournier permanecía anclado en el mostrador ante el temor de que sus pies no respondieran a la urgencia que la situación requería.