Si veía venir a mi madre con la zapatilla en la mano sabía que su intención no era enseñarme el número ni explicarme sus hechuras.
Algunas veces probé el calor de la alpargata por acreditados merecimientos. Abundaban más los avisos: Como vaya para allá…Esta noche vas caliente a la cama. Como me quite la zapatilla…
Mi reacción instintiva ante el peligro inminente era colocar las manos en las nalgas, con las palmas vueltas con el fin de proteger las posaderas, pues aquellas, forjadas y entrenadas para estas batallas por la palmeta que usaban los maestros, aguantaban más la brega.
Tú lo que tienes es mucho miedo y muy poca vergüenza.
No, no es que tuviera poca, sino que la concepción del mundo de los niños no coincide con la de los adultos, discurre por otros derroteros, ajenos a convencionalismos.
A usted, amable lector, le vendrán a la memoria algunas travesuras de su infancia.
Una de las mías se produjo un día de verano. Habíamos comido brevas de postre y tuve la peregrina idea de lanzar sus peladuras al techo, a espaldas de la vista de mis padres, claro. La primera quedó prendida, y visto el éxito de la empresa repetí varias veces los lanzamientos. Caían y volvía a lanzarlas pues mi intención pareciera que fuera convertir la sala en una especie de gruta de las Maravillas con estalactitas negras. Me ahorro describir lo que sucedió después y que pueden ustedes imaginar fácilmente.
La trastada más remota en el tiempo y más comprometida para mi familia ocurrió con motivo de la visita de un señor a casa de mi abuelo por motivos profesionales. Tan niño era yo que no distinguía de alcurnias ni de funciones aparejadas. Para mí era una visita más de las que por allí acudían. Lo que sí atrajo mi atención fue aquella cosa retorcida con forma de ese, labrada y de desigual grosor en sus extremos. Era la primera vez que veía una cosa así. Observaba cómo el señor se la llevaba a la boca de vez en cuando y expulsaba el humo. Asombrado, quise averiguar por mi cuenta su funcionamiento. Aproveché un descuido en que la dejó sobre el cenicero mientras hablaba con mi abuelo, que escuchaba muy atento. Me la llevé a la calle para enseñársela a mis amigos. Vaya novedad para todos. ¿Qué habría dentro de aquellas curvas de fina madera? Eso lo averiguamos nosotros enseguida. Puestos manos a la obra, sobre una piedra la golpeamos hasta que nos enseñó sus negras oquedades.
Se ha debido de caer al suelo. No, pues por aquí no se ve. Yo la dejé en el cenicero…
En esas estaban cuando llegué yo. Barrunté que la cosa iba conmigo. Algo debieron descubrir en mis ojos de asombro cuando me preguntaron si yo había visto o cogido la cachimba del señor notario. Así de una tacada amplié vocabulario en una misma frase con dos palabras nuevas: cachimba y notario. Yo alegué en mi débil defensa que me la había encontrado en la mesa. Me acompañaron al lugar del estropicio y recogieron lo que quedaba por si los restos admitían alguna compostura.
¿Qué de malo había en descubrir misterios ocultos a mi ávida curiosidad en aquella curvada chimenea ambulante?