Para solicitar algo a una autoridad se utilizan normalmente las instancias. Hoy simplificadas, tipificadas y menos farragosas y fatuas que las de hace años. Las escribíamos a mano, siguiendo un arcaico y ampuloso lenguaje de formalismos. En los centros de enseñanza se instruía sobre la forma de redactarlas. Encabezamiento con los datos del solicitante, exposición razonada de considerandos plena de gerundios, solicitud específica, despedida, fecha y pie donde se añadían los galones inherentes al cargo del destinatario. Lenguaje, reverencial, sumiso y suplicante más que de justa exigencia de derechos. En tercera persona por guardar distancias. Como la servidumbre que no mira a la cara a los señores a los que habla porque no parezca insolencia o descaro. Lejanos y ajenos aquellos personajes engrandecidos por el cargo, de gesto huraño y bigotillo recortado. Fiado todo a la benevolencia y magnanimidad del otorgante, previos deseos de larga vida rogados a poderes celestiales. “Es gracia que espera alcanzar del recto proceder de V.I” o “de la reconocida bondad que le caracteriza cuya vida guarde Dios muchos años”.
Después de este masaje formal de adulaciones había que esperar a que la gracia fuera concedida, previos los trámites pertinentes de pólizas, timbres móviles y sellos de registro estampados con ardoroso y contundente celo funcionarial.
Lo de esas instancias alambicadas era excesivo y hoy resultan fuera de tiempo y lugar, pero en el tratamiento a personas han existido siempre cumplidos o títulos que mantienen distancias o también son muestras de respeto. De todo hay. Desde majestad y alteza, allá en la cúspide, pasando por excelentísimos e ilustrísimos señores, hasta el tú de confianza o de irreverencia, según se mire y según contexto. Hay que matizar.
Documento cedido por Teresa Rendueles.
Tutear a una persona mayor o profesor no cuadra con la educación que recibimos los que ya peinamos canas, lo que no supone que quien lo haga falte al respeto. Son costumbres que se maman y que las modas, siempre volubles, no desarraigan del proceder de quienes las usamos.
A mí, un mocoso de diez años, sí me molestaba más que enaltecía que un profesor me llamara de usted, derivado de vuestra merced. Sobre todo si unía al tratamiento displicencia e ironía, que de todo hubo.
En mi pueblo para referirnos a personas mayores utilizamos la palabra tío, no en el sentido moderno de compadreo cheli, sino como un tratamiento de la consideración que genera la edad.
Por estas tierras también existe una designación peyorativa: la de señorito. En masculino, ya que el femenino es cortesía para mujeres solteras o que desempeñan funciones docentes o administrativas. Los alumnos pequeños abrevian en “mi seño”. En masculino, persona acomodada y ociosa, insulta y denigra, pero algunos había que lo reclamaban para sus vástagos, como atributo de distinción. Algo así como una nobleza desteñida de la que se sentían orgullosos a falta de otros títulos oficiales de más lustre y blasón.
El don se antepone al nombre de personas con carrera o ganado prestigio, pero no espere usted que los vecinos de toda la vida le cambien el tratamiento al hijo de Petra, pongamos por caso, por muchos méritos académicos que acumule. Eso queda para los llegan de fuera. Y tan a gusto, que nadie es profeta en su tierra, ni falta que hace.