Me contó un amigo que, en una de sus primeras tomas de posesión como maestro, en Maguilla, con una edad que no pasaba de los veinte y una timidez acentuada, se personó en la casa del párroco. El cura, de talante abierto y espontáneo, aficionado a la caza y a compartir charla y copas con los parroquianos, lo vería un poco retraído y para darle confianza le preguntó si le gustaba el vino. Le puso un temperante acampanado que apuró en amena charla. Entre pitarra y palabras, él, que entró apocado salió dispuesto a comerse el mundo.
Los maestros, como los demás funcionarios, tenían la obligación de residir en la localidad a la que eran destinados, según establecía la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964. Para no hacerlo necesitaban una autorización de la Dirección Provincial. Independientemente de este deber, tampoco era fácil trasladarse a diario de una localidad a otra pues pocos disponían de coche propio y el transporte público, si existía, no coincidía con los horarios laborales.
Los concursos de traslados eran a nivel nacional y cuando la participación en el mismo devenía forzosa podían ser destinados a cualquier punto de España. Los que estaban solteros buscaban pensiones o domicilios particulares y los casados, si llevaban a mujer e hijos, alquilaban casas, si no las había destinadas específicamente para maestros. La querencia y la economía así lo aconsejaban. Salía más a cuenta que tener dos casas abiertas dada la escasez de los estipendios.
Esta situación de traslado a tierras lejanas, al principio contrariaba, pero tenía sus partes positivas. Nuevas relaciones humanas y conocimiento de otras costumbres y tradiciones que con el paso del tiempo se integraban en su bagaje cultural y sentimental. Los alumnos tenían la posibilidad de conocer también otras formas de vida que ellos les referían.
Y más. Seguro que ustedes, amables lectores, han conocido casos parecidos a los que voy a referir. Cuanto más pequeño es el pueblo, la relación del que llega es más estrecha con los vecinos.
Al mío llegó un maestro de Galicia que se llamaba don Jesús Souto, bautizado a nivel popular como ‘El gallego’. Arribó con su familia, mujer, hijos y cuñada. Aquí vivió bastantes años y es recordado por todos los que lo conocimos.
De Salamanca vino una maestra con su hermana. Tan estupendamente se adaptaron y fueron recibidas que las dos ennoviaron y formaron familia en el pueblo. Y por aquí siguen ellas y sus descendencias.
Uno de mis primeros maestros procedía de Feria. Se hospedaba en la casa que hacía de fonda hasta que la dueña y él entablaron relaciones, se casaron y dejó de pagar el hospedaje.
Gente que viene de paso y se queda para siempre. Otros dejan su recuerdo. Cruces de caminos en los que muchas veces el azar nos dio la oportunidad de conocer a personas que forman parte de nuestras vidas desde entonces.