Soledad Hernández dejó encargada la publicación de su propia esquela. Se quejaba en ella del abandono de los familiares cuando más los necesitaba. Anteponía a la queja el perdón para todos ellos. Para qué dejar cuentas pendientes si ya no hay posibilidades de saldarlas. Este testamento de afectos es buena idea para los que se encuentran al final de sus días en la misma situación de olvido y abandono. Si la costumbre se extiende podría leerse durante el funeral. Así las penas de los dolientes quedarían matizadas y al descubierto la hipocresía que se esconde detrás de caras compungidas y de las gafas oscuras. Las esquelas tradicionales la redactan los supervivientes sin posibilidad de réplica del finado, que algo tendrá que decir de tanto desconsuelo y aflicción.
Esta situación de desamparo no afecta a quienes poseen un gran caudal hereditario que espera reparto, pues no faltarán los interesados que teman un cambio en sus últimas voluntades si abandonan la asistencia y el cuidado.
Tampoco afecta a los que reciben el calor y el apoyo de los suyos hasta el último momento porque así lo aprendieron de la tradición familiar y así se lo exige su conciencia.
Lo de Soledad es una bofetada sin manos. Eso sí, con perdón incluido, como el IVA.